Pues sepa Vuestra Merced, antes de nada, que a mí me llaman Lázaro de Tormes, y soy hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca.[1] Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, y por eso llevo ese apellido. Fue así: mi padre, al que Dios perdone, era desde hacía más de quince años el encargado de un molino que está a la orilla de ese río. Y una noche, a mi madre, que estaba en el molino, le llegó el parto y allí me parió. Así que en verdad puedo decir que nací en un río.
Cuando era un niño de ocho años, acusaron a mi padre de hacer ciertas sangrías en los costales que le traían a moler.[2] Por ello fue preso, confesó y no negó su culpa. Espero que Dios lo tenga en la gloria, pues el Evangelio llama bienaventurados a los que padecen persecución de la justicia.[3] En ese tiempo se organizó una expedición naval contra los moros, y allí fue mi padre, que estaba desterrado por la desgracia ya dicha. Tenía el cargo de acemilero[4] de un caballero, y, como era un criado leal, su vida acabó al tiempo que la de su amo.
Mi madre, al verse sin marido y sin ningún amparo, decidió arrimarse a los buenos para ser uno de ellos. Se vino a vivir a la ciudad, alquiló una casita y se metió a guisar la comida para unos estudiantes, y a lavar la ropa de unos mozos que cuidaban los caballos del Comendador de la Magdalena,[5] de modo que frecuentaba las caballerizas. En ellas conoció a un hombre moreno[6], de los que cuidaban los animales, y empezó a tratarse con él. Este hombre venía algunas veces a pasar la noche en nuestra casa y se iba por la mañana. Otras veces llamaba a la puerta durante el día y, con la excusa de comprar huevos, entraba en casa. Al principio, sus visitas me disgustaban, y yo le tenía miedo por el color y la fealdad de su cara, pero cuando vi que siempre traía pan, trozos de carne y, en invierno, leña para calentarnos, lo fui queriendo bien.
Este hombre, que se llamaba Zaide, siguió alojándose en casa, y de su relación con mi madre me vino un hermano negrito, muy bonito. Yo lo tenía en brazos y lo arropaba. Me acuerdo de un día en que mi padrastro negro estaba jugando con el chico, y como el niño nos veía a mi madre y a mí blancos, y a su padre negro, le señaló con el dedo y dijo:
-¡Madre, el coco!
Y su padre respondió riendo:
-¡Qué hijoputa![7]
Yo, aunque entonces era muy crío, reparé en la palabra que había empleado mi hermanico y me dije: «¡Cuántos hay en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!».
El mayordomo del Comendador acabó enterándose de la relación de mi madre con Zaide y, tras unas averiguaciones, descubrió que mi padrastro hurtaba la cuarta parte de la cebada que se le entregaba para los caballos. También descubrió que faltaba salvado[8] y leña, y que Zaide fingía la pérdida de paños, mantas y cepillos de limpiar las bestias. Cuando no tenía otra cosa, Zaide llegaba incluso a quitarles las herraduras a los caballos, y con la venta de todo aquello ayudaba a mi madre a criar a mi hermanico. Si no nos sorprende que un clérigo o un fraile hurten a los pobres de la parroquia o al convento para mantener a sus devotas y a su descendencia,[9] cómo ha de extrañarnos que a un pobre esclavo el amor le animara a hacer lo mismo.
En fin, se probaron todos los hurtos que acabo de decir y algunos más, porque a mí me hicieron preguntas con amenazas, y yo, como era un niño, descubrí por miedo todo lo que sabía. Hasta llegué a contar que, por mandato de mi madre, yo había vendido unas herraduras a un herrero. Al pobre de mi padrastro lo azotaron y le echaron gotas de tocino derretido en las heridas.[10] A mi madre la justicia le puso la pena habitual de cien azotes[11] y le prohibió entrar en casa del Comendador y acoger en la suya al castigado Zaide.
Para no echado todo a perder, la pobre sacó fuerzas de flaqueza y cumplió la sentencia. Y para evitar nuevos peligros y apartarse de las malas lenguas, se fue a servir al mesón «La Solana». Y allí, sufriendo mil contrariedades, se acabó de criar mi hermanico hasta que supo andar, y yo me hice un buen mozuelo. Iba a buscar para los huéspedes vino, velas y todo lo que me mandaban.
En este tiempo llegó al mesón un ciego, el cual, creyendo que yo serviría para guiarle, me pidió a mi madre. Mi madre me entregó a él, rogándole que me tratase bien y que mirase por mí, puesto que era huérfano. Le dijo también que yo era hijo de un buen hombre que había muerto en la batalla de los Gelves en defensa de la fe cristiana,[12] y que confiaba en Dios que no saldría peor hombre que mi padre. El ciego le respondió que me recibía no por mozo, sino por hijo, y que cuidaría de mí. Así fue como entré a servir a mi nuevo y viejo amo.
Permanecimos en Salamanca algunos días, pero como a mi amo le pareció que no sacaba muchas ganancias, decidió irse de allí. Antes de partir, yo fui a despedirme de mi madre. Lloramos los dos, y mi madre me dio su bendición y dijo:
-Hijo, ya sé que no te veré más. Procura ser bueno, y que Dios te guíe. Te he criado y te he puesto con buen amo. Válete por ti mismo.
Me separé de ella y me fui con mi amo, que me estaba esperando.
Salimos de Salamanca y, al llegar a la entrada del puente que cruza el Tormes, hay un animal de piedra que tiene forma de toro. El ciego me mandó acercarme al animal y, cuando llegué junto a él, me dijo:
-Lázaro, acerca el oído a este toro, y oirás gran ruido dentro de él.
Yo así lo hice, creyendo ingenuamente que era verdad. Pero cuando el ciego sintió que tenía la cabeza junto a la piedra, afirmó recio la mano y me dio tan gran calabazada[13] en el maldito toro, que el dolor de la cornada me duró más de tres días.
Entonces me dijo:
-Tonto, aprende, que el mozo del ciego tiene que saber un punto más que el diablo.
Y se rió mucho de la burla.
Yo creo que en aquel instante perdí la inocencia y desperté de la simpleza en que, como niño que era, estaba dormido. Así que me dije: «El ciego tiene razón. Me conviene abrir los ojos y estar alerta, porque estoy solo y tengo que pensar cómo valerme por mí mismo».
Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días el ciego me enseñó la jerigonza.[14] Vio que yo tenía buen ingenio, y eso le divertía mucho. Y me decía:
-Lázaro, yo no te puedo dar ni oro ni plata, pero te daré muchos consejos para sobrevivir.
Y así fue, porque, después de Dios, él me dio la vida, y, siendo ciego, me alumbró y me adiestró[15] en la carrera de vivir.
Me entretengo contándole a Vuestra Merced estas niñerías para darle a entender cuánta virtud hay en los hombres que saben subir siendo bajos, y cuánto vicio en los que se permiten bajar siendo altos.[16]
Volviendo al bueno de mi ciego, voy a contar sus cosas. Sepa Vuestra Merced que desde que Dios hizo el mundo, no hubo nadie más astuto ni más sagaz que él. En su oficio era un águila.[17] Sabía de memoria ciento y pico oraciones, y las decía con tono bajo, reposado y tan sonoro que resonaban en toda la iglesia donde rezaba.[18] Y las decía con el rostro humilde y devoto, sin hacer gestos ni muecas con la boca y los ojos, como suelen hacer otros ciegos. Además de esto, tenía otras mil formas y maneras de sacar dinero. Sabía oraciones para muchos y muy diversos efectos: para las mujeres que no parían, para las que estaban de parto y para las malcasadas, con el fin de que sus maridos las quisiesen bien. Echaba pronósticos a las preñadas sobre si traían un hijo o una hija. Y en cuanto a medicina, me decía que Galeno[19] no sabía ni la mitad que él para curar el dolor de muelas, los desmayos o los males de la matriz. En fin, que en cuanto alguien le decía que sufría algún padecimiento, en seguida le decía mi amo:
-Haced esto, o esto otro, o coged tal yerba, o tomad esta raíz ...
Así que todo el mundo andaba detrás de él, especialmente las mujeres, que se creían todo lo que les decía. Con estas artes[20] sacaba de las mujeres gran beneficio, y ganaba él más en un mes que cien ciegos en un año.
Pero también quiero que sepa Vuestra Merced que, a pesar de lo mucho que ganaba, jamás he visto un hombre tan avariento y mezquino.[21] A mí me mataba de hambre, pues no me daba de comer ni la mitad de lo necesario. Digo la verdad: si no hubiera aprendido a arreglármelas con mi sutileza y buenas mañas, habría muerto de hambre muchas veces. Pero, a pesar de todo su saber y de toda su cautela, yo le rapiñaba de tal manera que siempre, o casi siempre, le sacaba lo mejor. Para lograrlo, le hacía trampas endiabladas. Os contaré algunas, aunque no de todas salí bien librado.

Todo el dinero que podía sisar[23] y hurtar al ciego, lo traía en monedas de media blanca.[24] Como él carecía de vista, cuando le mandaban rezar y le tiraban una blanca, apenas hacía el gesto de entregársela el que se la daba, cuando yo ya la había atrapado al vuelo, me la había metido en la boca y le había dado el cambiazo por media blanca al ciego. Y eso que él tendía la mano muy rápido. Al tacto se daba cuenta de que la moneda no era una blanca entera, sino media, y el mal ciego se me quejaba, diciendo:
-¿Qué diablos es esto, Lázaro? Desde que estás conmigo sólo me dan medias blancas, y antes me daban una blanca y muchas veces un maravedí. Tú debes ser el culpable de esta desdicha.
Me tenía mandado que en cuanto se fuera el que le mandaba rezar una oración, le tirase de la capa. Yo así lo hacía y él entonces dejaba la oración sin acabar. Luego volvía a dar voces, diciendo:
-¿Mandan rezar tal y tal oración?
Cuando comíamos, ponía a su lado un jarrillo de vino. Yo lo agarraba y, a toda prisa, le daba un par de besos callados[25] y volvía a dejarlo en su sitio. Pero esto me duró poco, pues por los tragos se dio cuenta de la falta de vino, y desde entonces no sólo no desamparaba el jarro, sino que lo tenía bien agarrado por el asa. Pero no había imán que atrajese tanto como yo atraía al vino con una larga paja de centeno que había preparado con ese propósito. Metía la paja por la boca del jarro y chupaba el vino y dejaba al ciego a buenas noches.[26] Sin embargo, como el traidor de mi amo era tan astuto, creo que me sintió, y a partir de entonces colocaba el jarro entre las piernas y lo tapaba con la mano. De esta manera estaba seguro de que no le faltaba el vino. Pero como yo estaba hecho al vino, moría por él, y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni me valía de nada, decidí hacer en el suelo del jarro una fuentecilla y un agujero fino, y taparlo delicadamente con una tortita de cera muy delgada. A la hora de comer, yo fingía tener frío y me metía entre las piernas del triste ciego a calentarme en la pobrecilla lumbre que teníamos. Entonces, al calor de las llamas se derretía la cera, porque era muy poca, y comenzaba la fuentecilla a destilarme en la boca, la cual yo ponía de tal manera que maldita la gota que se perdía. Cuando el pobrecillo iba a beber y no hallaba nada de vino en el jarro, se sorprendía, maldecía y daba al diablo el jarro y el vino, porque no sabía qué había pasado.
-No diréis, tío,[27] que os lo bebo yo -le decía-, porque no soltáis el jarro de la mano.
Tantas vueltas le dio al jarro y tanto lo palpó, que acabó por encontrar la fuente y se dio cuenta de la burla; pero disimuló como si no hubiera notado nada.
Al día siguiente, me senté como solía, sin pensar en el daño que me estaba reservado ni que el mal ciego me sentía. Y cuando tenía el jarro rezumando en mi boca y estaba recibiendo aquellos dulces tragos, puesta mi cara hacia el cielo, un poco cerrados los ojos para gustar el sabroso licor, el desesperado ciego se dio cuenta de que era el momento de tomarse la venganza, y alzando con sus dos manos aquel dulce y amargo jarro, lo dejó caer con toda su fuerza sobre mi boca. Como el pobre Lázaro no se esperaba esto, sino que, por el contrario, estaba descuidado y gozoso como otras veces, verdaderamente creyó que el cielo, con todo lo que hay en él, le caía encima. Fue tal el golpecillo, que me aturdió e hizo perder el sentido, y fue tan grande el jarrazo, que los pedazos en que se partió se me clavaron en la cara y me la rompieron por muchas partes, y me quebró los dientes, y sin ellos me quedé hasta hoy.
Desde aquel momento quise mal al mal ciego. Aunque él me quería, me cuidaba y me curaba, vi que se había alegrado con el cruel castigo. Me lavó con vino las heridas que me había hecho en la cara con los pedazos del jarro, y sonriéndose, decía:
-¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y te da la salud.
Y añadía otras gracias, que para mi gusto no lo eran.
Pensé que con unos pocos golpes más como aquel, el cruel ciego se libraría de mí. Por eso, cuando ya estuve medio bueno de mis moraduras y cardenales, quise librarme yo de él. Pero no lo hice muy pronto, para hacerla más a mi favor y provecho. Yo hubiera querido serenar mi corazón y perdonarle el jarrazo, pero no podía, por el maltrato que desde entonces el mal ciego me daba, pues me golpeaba sin causa ni razón, y me daba coscorrones y repelones.[28] Y si alguno le decía por qué me trataba tan mal, él contaba el cuento del jarro, diciendo:
-¿Acaso pensáis que este mozo mío es algún inocente? Pues oíd, a ver si el demonio es capaz de una hazaña igual.
Se santiguaban los que lo oían, y decían:
-¡Vaya!, ¡quién iba a pensar que un muchacho tan pequeño es capaz de tal ruindad!
Y reían mucho la ingeniosa burla de la paja de vino, y le decían al ciego:
-Castigadlo, castigadlo, que Dios os lo premiará.
Así que, animado con aquellos consejos, el ciego no hacía otra cosa. Yo, entonces, lo llevaba adrede por los peores caminos para hacerle daño. Si había piedras, lo llevaba por ellas, y si había lodo,[29] por lo más profundo; pues aunque yo entonces no podía ir por lo seco, me alegraba de romperme un ojo con tal de romperle los dos a él, que no tenía ninguno. Con la punta del bastón el ciego me tentaba[30] el cogote, así que siempre lo traía lleno de tolondrones[31] y repelado de sus manos. Y aunque yo juraba que no lo hacía con mala intención, sino porque no encontraba un camino mejor, él no me creía: tan fino era su sentido y el grandísimo entendimiento del muy traidor.
Y para que vea Vuestra Merced hasta dónde llegaba el ingenio del ciego y su gran astucia, le contaré un caso de los muchos que me sucedieron con él.
Cuando salimos de Salamanca, decidió venir a tierras de Toledo, porque decía que aquí la gente era más rica, aunque no muy limosnera. Se apoyaba en el refrán que dice: «más da el duro, que el desnudo».[32] Vinimos por los mejores pueblos. Donde hallaba buena acogida y ganancia, nos deteníamos. Y donde no, nos marchábamos a los tres días.

Nos sentamos en una valla del camino y dijo:
-Lázaro, ahora voy a ser generoso contigo. Vamos a comer este racimo de uvas entre los dos, y quiero que sea a partes iguales. Nos lo repartiremos de esta manera: tú picas una vez y yo otra. Si me prometes no coger más de una uva a la vez, yo haré lo mismo, y así hasta que acabemos el racimo. De esta manera, no habrá engaño.
Hecho así el acuerdo, comenzamos; pero ya al segundo lance, el traidor mudó de propósito y comenzó a tomar las uvas de dos en dos, considerando que yo debería hacer lo mismo. Como vi que él rompía el trato, no me contenté con ir a la par que él, sino que lo adelanté, y comí las uvas de dos en dos y de tres en tres, y como podía.
Acabado el racimo, el ciego estuvo un poco con el escobajo en la mano, y meneando la cabeza dijo:
-Lázaro, me has engañado. Juraré a Dios que tú has comido las uvas de tres en tres.
-No las he comido así -dije yo-. Pero ¿por qué sospecháis eso?
Respondió el sagacísimo ciego:
-¿Sabes en qué veo que las comiste de tres en tres? En que yo las comía de dos en dos y tú callabas.
Me reí por lo bajo y, aunque era un muchacho, aprecié la aguda consideración del ciego.
Pero, en fin, para no ser prolijo[34] dejo de contar muchas otras cosas graciosas y sorprendentes que me sucedieron con este mi primer amo. Sólo relataré el último caso que me ocurrió con él, y pasaré a otra cosa.

Salí por el vino y, con el acompañamiento de algún trago, no tardé en despachar la longaniza. Cuando volví, hallé al pecador del ciego con el nabo apretado entre dos rebanadas de pan. Aún no se había dado cuenta del cambiazo, pues no había tocado el nabo con la mano. Se llevó las rebanadas a la boca y las mordió, creyendo también llevarse parte de la longaniza, pero se quedó frío[38] con el frío nabo. Se alteró y dijo:
¿Qué es esto, Lazarillo?
-¡Pobre de mí! -dije yo-. ¿Queréis acusarme de algo? ¿No vengo de traeros el vino? Alguien que andaba por aquí habrá hecho esto para engañaros.
-No, no -dijo él-, porque no he soltado el asador de la mano. No es posible.
Yo volví a jurar y perjurar que estaba libre de aquel trueque y cambio, pero de poco me aprovechó, pues nada se escapaba a la astucia del maldito ciego. Se levantó, me agarró por la cabeza y se acercó a olerme; y como, al igual que un buen podenco[39] debió de notar el aliento, me sujetó muy ansioso con las manos y, para comprobar mejor la verdad, me abrió la boca más de lo normal y sin ningún reparo metió la nariz dentro. Tenía la nariz larga y amada, y con el enfado le había crecido un palmo, de manera que con la punta me tocó la garganta. Y por esto, y por el gran miedo que le tenía, y por el poco tiempo que hacía que me la había comido, la maldita longaniza aún no se había asentado en el estómago, pero, sobre todo, por el roce de la descomunal nariz, que casi me ahogaba, en fin, por todas estas cosas juntas, la golosina hizo su aparición y fue devuelta a su dueño. De manera que, antes de que el malvado ciego sacase su trompa de mi boca, mi estómago sintió tal alteración que lo robado le dio en la nariz, la cual salió de mi boca al mismo tiempo que la negra y mal mascada longaniza.
¡Oh, gran Dios! ¡Ojalá hubiera estado sepultado en aquel instante, porque muerto ya lo estaba! Fue tal el coraje del perverso ciego que, si la gente no llega a acudir al ruido, pienso que no me hubiera dejado con vida. Me sacaron de entre sus manos, dejándoselas llenas de los pocos cabellos que me quedaban. La cara la tenía toda arañada y el cuello y la garganta llenos de rasguños. La verdad es que mi garganta se merecía este maltrato, pues por su maldad me venían tantos padecimientos.[40]
Contaba el mal ciego mis desgracias a todos los que se acercaban, y les relataba una y otra vez el infeliz suceso del jarro, el del racimo y ahora el del nabo. Era tan grande la risa de todos, que toda la gente que pasaba por la calle entraba a ver la fiesta. Y el ciego volvía a contar mis hazañas con tanta gracia que, aunque yo estaba tan dolorido y lloroso, me parecía que le habría hecho una injusticia si no me hubiera reído.
Mientras pasaba esto, se me ocurrió pensar que había cometido una cobardía y una debilidad, por las que me maldecía: y era no haberlo dejado sin narices. Había tenido tiempo de hacerla y llevaba la mitad del camino andado, porque con solo apretar los dientes sus narices se me habrían quedado en casa, y aunque eran de aquel malvado ciego, quizás mi estómago las hubiera retenido mejor que la longaniza. Quiera Dios que lo hubiera hecho, porque las consecuencias habrían sido más o menos las mismas.
Se hicieron amigos la mesonera y los que allí estaban, y con el vino que yo había traído, me lavaron la cara y la garganta, sobre la cual bromeaba el mal ciego, diciendo:
-En verdad, este mozo me gasta más vino en lavatorios al cabo del año que yo bebo en dos. Bien puedes decir, Lázaro, que le debes más al vino que a tu padre, porque tu padre te engendró una vez, pero el vino te ha dado mil veces la vida.
Y luego contaba a la gente las veces que me había descalabrado y arañado la cara, y cómo me sanaba con vino.[41] Y añadió:
-Yo te digo, Lázaro, que si un hombre en el mundo ha de ser afortunado con el vino, ese serás tú.
Con esto se reían mucho los que me lavaban, aunque yo renegaba. Pero el pronóstico del ciego no salió mentiroso, y desde entonces me he acordado muchas veces de aquel hombre, que sin duda debía tener espíritu de profeta, porque lo que me dijo aquel día salió tan cierto como Vuestra Merced oirá más adelante.
Me pesan las jugarretas que le hice -aunque bien caras las pagué-, pero vistas las malas burlas que el ciego me hacía, decidí dejarlo para siempre. Y como ya lo tenía muy pensado y lo deseaba con toda el alma, me reafirmé en ello tras esa última burla del nabo.
Y la cosa fue así. Al día siguiente salimos por la villa a pedir limosna. Había llovido mucho la noche antes, y aún seguía lloviendo, y para no mojarnos andaba el ciego rezando bajo unos soportales que hay en aquel pueblo. Pero como ya se acercaba la noche y no cesaba de llover, me dijo el ciego:
-Lázaro, esta lluvia no para, y cuanto más oscuro se hace, más fuerte cae. Acojámonos a la posada.
Para ir allá, teníamos que pasar un arroyo, que iba grande por la mucha agua caída. Yo le dije:
-Tío, el arroyo va muy ancho. Pero si queréis, miro yo por dónde podemos cruzarlo sin mojarnos. Por allí se estrecha mucho, y de un salto podemos pasarlo a pie seco.
Al ciego le pareció muy bueno el consejo y me dijo:
-Eres discreto,[42]Lazarillo. Por esto te quiero bien. Llévame a ese lugar donde el arroyo se estrecha, que ahora es invierno y el agua no sienta bien, y menos aún ir con los pies mojados.
Yo, que vi la oportunidad de cumplir mi deseo, lo saqué de los soportales y lo llevé frente a un pilar o poste de piedra de los que hay en la plaza sosteniendo los saledizos[43] de las casas. Una vez allí, le dije:
-Tío, este es el paso más estrecho del arroyo.
Como llovía recio, y el triste ciego se mojaba, y con la prisa que llevábamos para salir del agua que nos caía encima, y, sobre todo, porque Dios le cegó en aquella hora el entendimiento (para que me vengara de él), me creyó y dijo:
-Ponme bien derecho, Lázaro, y salta tú el arroyo.
Yo le puse bien derecho frente al pilar, y luego di un salto y me puse detrás del poste como quien espera topetazo de un toro, y le dije:
-¡Vamos! Saltad todo lo que podáis, para que vengáis a parar a este lado del agua.
Apenas lo había acabado de decir, cuando el pobre ciego dio un paso atrás para hacer un salto mayor, y luego se abalanzó como cabrón, arremetió con toda su fuerza y dio con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza. Luego cayó para atrás, medio muerto y con la cabeza rota.
-¿Cómo? ¿Olisteis la longaniza y no el poste? ¡Oled! ¡Oled!, -le dije yo.
Lo dejé en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer, y yo salí a todo correr por la puerta de la villa. Antes de que la noche viniese, di conmigo en Torrijos.[44] No supe más lo que Dios hizo del ciego, ni me preocupé de saberlo.
[1] Tejares era en la época una aldea de unos treinta vecinos. Tenía varios molinojs de harina movidos por agua.
[2] Hacer sangrías es agujerear los sacos o costales para robar trigo o harina
[3] La Biblia diece: "Bienaventurados los que padecen persecuación de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos " (Mateo, 5, 10). Sin embargo, el padre de Lázaro no era perseguido injustamente por la justicia, puesto que robaba
[4] Acemilero: el que cuida o lleva caballos o mulos de carga.
[5] Comendador: era un caballero de una orden religioo-militar que tenía derecho a cobrar rentas u ciertos impuestos. La MAgdalena era una parroquia de Salamanca.
[6] Moreno. eufemismo por "negro".
[7] Hideputa: es un apelativo cariñoso, pero dada la situación familiar, aquí también podría tener un sentido literal.
[8] Salvado: cáscara del grano de los cereales desmenuzado por la molienda que se utiliza como alimento para los animales.
[9] Lázaro emplea devotas con el doble sentido de "mujeres piadosas" y "amantes", con las que afirma que algunos clérigos o frailes tenían hijos (descendencia) y los mantenían. De ahí que Lázaro compare a los religiosos con su padre.
[10] El castigo que describe Lázaro es el que se aplicaba en la época a los mozos de mula que rababan cebada en las caballerizas.
[11] Cien azotes era la pena con que se castigaba a las mujeres que vivían con hombres que no eran de religión cristiana.
[12] La batalla de los Gelves (nombre dado por los españoles a la isla tunecina de Djerba) se libró en 1510 entre una expedición naval española y los trucos.
[14] jerigonza: lenguaje o jerga que empleaban los ciegos y los maleantes para hablar entre sí y no ser entendidos por los demás.
[16] Lázaro sostiene que ascender en la escala social partiendo de una posición humilde es una virtud, y, en cambio, bajar de categoría es un grave defecto
[17] sagaz: listo, avispado; un águila: persona perspicaz y de vista penetrante
[18] A cambio de una limosna, los ciegos solían rezar oraciones o recitar romances acompañados de una guitarra.
19 Galeno fue un famoso médico griego del siglo 11, cuya ciencia constituyó la base de todo el conocimiento sobre la medicina hasta el siglo XVII.
[20] artes. habilidades.
[21] mezquino. ruin, miserable.
[22] fardel: saco que llevaban los pobres y en donde guardaban la comida y otras cosas.
[23] sisar: robar
[24] media blanca: era una moneda de muy escaso valor; dos equivalían a una blanca, y dos blancas, a un maravedí.
[25] estos es, dos traguitos.
[26] a buenas noches. a oscuras, es decir, sin nada.
[27] En los pueblos se llama tío a los viejos.
[28] Un repelón es la acción de arrancar el pelo a tirones
[29] Lodo: barro.
[30] tentar. tocas con la mano o con un bastón para percibir la presencia de algo.
[31] tolondrones: chichones.
[32] Con este refrán se da a entender qeu el tacaño puede dar más que el que nada tiene.
[33] Almorox es un pueblo de la provincia de Toledo, famoso por sus vinos.
[34] prolijo: extenso
[35] Escalona es una población situada a 45 Km de Toledo.
[36] pringue: grasa que suelta la longaniza al ser freída.
[38] Esto es, se quedó helado.
[39] podenco: perro muy bueno para la caza por su aguda vista y olfato.
[40] El hambre, el ansi de "tragar por la garganta" es la cuasa de las desdichas de Lázaro, de ahí que el personaje diga que la garganta es malvada y que se merece el maltrato.
[41] Por su contenido alcohólico, el vino se utilizaba para curar las heridas.
[42] discreto: inteligente, agudo, prudente.
[43] saledizos: saliente, elemento arquitectónico que sale de la fachada.
[44] Lázaro debió de correr mucho para llegar a Torrijos antes de anochecer, dado que esta población se encuentra a 24 Km de Escalona.
PREGUNTAS
1.- ¿Qué pasó con el padre biológico de Lázaro?
2.- ¿Quién es Zaide? ¿Qué sentimientos contradictorios experimenta Lázaro hacia él?
3.- ¿Qué le sorprende a Lázaro del hermanito?
4.- ¿Con qué primer desventura Lázaro se percata de que tiene que espabilar y abandonar la inocencia? Subraya la expresión que emplea-
5.- ¿Cómo se muestra la astucia del ciego en el episodio de las uvas?
6- ¿Qué trama Lázaro para sisarle el vino al ciego? ¿Cómo lo descubre este?
7.- ¿Qué treta urde Lázaro para comer la longaniza al ciego? ¿Cómo la descubre el viejo?
8.- ¿Cómo se venga finalmente Lázaro de las desventuras vividas con su primer amo?
PREGUNTAS
1.- ¿Qué pasó con el padre biológico de Lázaro?
2.- ¿Quién es Zaide? ¿Qué sentimientos contradictorios experimenta Lázaro hacia él?
3.- ¿Qué le sorprende a Lázaro del hermanito?
4.- ¿Con qué primer desventura Lázaro se percata de que tiene que espabilar y abandonar la inocencia? Subraya la expresión que emplea-
5.- ¿Cómo se muestra la astucia del ciego en el episodio de las uvas?
6- ¿Qué trama Lázaro para sisarle el vino al ciego? ¿Cómo lo descubre este?
7.- ¿Qué treta urde Lázaro para comer la longaniza al ciego? ¿Cómo la descubre el viejo?
8.- ¿Cómo se venga finalmente Lázaro de las desventuras vividas con su primer amo?