lunes, 5 de marzo de 2012

Tratado II: Con el clérigo de Maqueda

Al día siguiente, como me parecía que allí no estaba seguro, me fui a un pueblo que llaman Maqueda.1 Para mi desgracia, me encontré con un clérigo,2 le pedí limosna y él me preguntó si sabía ayudar a misa. Yo dije que sí, pues era verdad, porque, aunque el pecador del ciego me maltrataba, me enseñó mil cosas buenas, y una de ellas fue ésa. Finalmente, el clérigo me admitió a su servicio. Escapé del trueno y di en el relámpago, porque, comparado con este nuevo amo, el ciego era un Alejandro Magno,3 con ser la misma avaricia, como he contado. Sólo diré que toda la tacañería del mundo estaba encerrada en el clérigo, pero no sé si era tacaño por naturaleza o si le había hecho tacaño el hábito de clerecía.4
Este clérigo tenía un arcón viejo y cerrado con llave, la cual traía atada a la capa con una cinta. Cuando venía de la iglesia conun bollo,5 lo metía en el arca y volvía a cerrarla. En toda la casa no había ninguna cosa de comer, como suele haber en otras: ni un tocino colgado junto a la chimenea,6 ni un queso puesto en alguna tabla, ni un canastillo guardado en el armario con los pedazos de pan que sobran de la mesa. Porque yo creo que, aunque no hubiera probado nada de eso, al menos me habría consolado con verlo. Sólo había una ristra de cebollas, que estaba bajo llave en un cuarto alto de la casa. Mi ración era una de estas cebollas cada cuatro días. Cuando le pedía la llave para ir por la cebolla, si había alguien presente, el clérigo metía la mano en un bolsillo del pecho, desataba la llave con gran solemnidad y me la daba, diciendo:
—Toma, Lázaro, pero devuélvemela en seguida. Y no hagas más que golosinear.7
Era como si en aquel cuarto estuvieran todas las conservas de Valencia,8 cuando, como ya he dicho, no había más maldita cosa que las cebollas colgadas de un clavo. Y las tenía tan bien contadas
que si, cediendo a la tentación, me hubiera pasado en una más de mi tasa,9 me habría costado caro. En fin, que me moría de hambre.
Conmigo tenía poca caridad, pero con él usaba mucha. A diario gastaba cinco blancas en carne para comer y cenar. Verdad es que repartía conmigo el caldo, porque lo que es de carne me quedaba en blanco, y ojalá hubiera repartido conmigo la mitad de pan, porque sólo me daba un poco.
Los sábados se suele comer en esta tierra cabeza de carnero, y mi amo me enviaba por una que costaba tres maravedís. Entonces la cocía, y se comía los ojos, la lengua, el cogote, los sesos y la
carne de las quijadas. A mí me daba todos los huesos roídos, y me los ponía en el plato, diciendo:
—Toma, Lázaro, come, disfruta, que para ti es el mundo. Vives mejor que el Papa.
«¡Dios te dé la misma vida que a mí!», decía yo por lo bajo.
A las tres semanas de estar con él, llegué a tanta flaqueza que las piernas apenas me sostenían de pura hambre. Vi que iba claramentea la sepultura, si Dios y mi saber no me remediaban.
No tenía ocasión de usar mis mañas, porque en la casa no había nada que robar. Y aunque lo hubiera habido, el clérigo no era ciego, así que no podía engañarle como a mi primer amo (al que
Dios haya perdonado, si es que falleció de la calabazada contra el poste), pues, aunque era astuto, no me veía sisarle porque le faltaba el preciado sentido de la vista. Pero no había nadie con la vista tan aguda como este nuevo amo mío. Cuando estábamos en el ofertorio, no caía una blanca en la cesta que él no registrara: tenía un ojo puesto en la gente y el otro en mis manos.10 Los ojos le bailaban inquietos en las órbitas como si fueran de azogue.11 Llevaba la cuenta exacta de todas las blancas que ofrecían, y al acabar el ofertorio, me quitaba enseguida el cestillo y lo ponía sobre el altar. No fui capaz de cogerle una blanca durante todo el tiempo que viví con él, o, para decirlo mejor, morí. De la taberna nunca le traje una blanca de vino, y el poco vino de la ofrenda que traía a casa y guardaba en el arca, lo administraba de tal forma que le duraba toda la semana. Y para ocultar su gran tacañería me decía:
—Mira, mozo, los sacerdotes han de ser muy moderados en el comer y beber, y por esto yo no me excedo como otros.
Pero el muy tacaño mentía, porque en las cofradías y entierros12 comía a costa ajena como un lobo y bebía más que un curandero. Y hablando de entierros, que Dios me perdone, porque yo jamás fui enemigo de la naturaleza humana hasta entonces. Y es que en los mortuorios comíamos bien y yo me hartaba. Así es que deseaba y rogaba a Dios que cada día matase a una persona. Y cuando dábamos un sacramento a los enfermos, especialmente la extremaunción,13 mi amo el clérigo mandaba rezar a los presentes, y entonces yo era de los que más rezaban, pero en vez de pedir al Señor la mejoría del enfermo, le rogaba con todo mi corazón y buena voluntad que se lo llevase de este mundo. Y cuando alguno de estos enfermos se escapaba de la muerte, ¡que Dios me perdone!, yo lo mandaba al diablo14 mil veces. En cambio, al que se moría le echaba mil bendiciones. Durante los casi seis meses que estuve al servicio de este clérigo sólo fallecieron veinte personas, y a éstas creo que las maté yo o, por mejor decir, murieron a causa de mis súplicas. Porque viendo el Señor mi rabiosa y continua muerte, pienso que se alegraba de matarlos para darme a mí la vida.
Pero, en fin, a pesar de todo esto, mis padecimientos no tenían remedio, porque si bien es verdad que yo vivía y quedaba harto el día que enterrábamos a alguien, los días que no había muerto notaba más el hambre. Así que en nada hallaba descanso, salvo en la muerte. Yo la deseaba a veces también para mí como para los demás, pero no la veía, aunque estaba siempre en mí.
Pensé muchas veces irme de aquel amo tan mezquino, pero no lo hacía por dos cosas: la primera, porque no me fiaba de mis piernas, pues de pura hambre temía su flojera. Y la otra porque me decía: «Lázaro, ya has tenido dos amos. El primero te traía muerto de hambre, lo dejaste y te encontraste con este otro, que de tanta hambre casi te tiene ya en la sepultura. Así que si dejas a este amo y das con otro peor, ¿no será el morir?». Por esto no osaba moverme, porque estaba seguro de que bajaría otro peldaño más hacia la tumba. Y entonces, adiós Lázaro: no se hablaría nunca más de él ni se le oiría más en el mundo.
Así es que estaba en esta aflicción, sin saber qué hacer. Pero como al Señor le agrada librar del sufrimiento a todo fiel cristiano, viéndome ir de mal en peor, un día en que el desventurado, ruin y miserable de mi amo había salido del pueblo, vino a la puerta un calderero.15 Yo creo que fue un ángel enviado por la mano de Dios disfrazado de calderero. Me preguntó si tenía algo que reparar. «A mí me tendríais que reparar», dije por lo bajo, sin que me oyese; «y no sería poca faena». Pero como no había tiempo para gastarlo en decir cosas graciosas, iluminado por el Espíritu Santo, le dije:
—Tío, he perdido la llave de este arcón, y temo que mi señor me azote. Por vuestra vida, a ver si traéis alguna que lo abra. Yo os la pagaré.
El angélico calderero comenzó a probar una y otra llave de un gran manojo que traía, y yo le ayudaba con mis flacas oraciones. Y cuando menos lo pienso, veo, como se suele decir, la cara de Dios en los panes que había en el arcón, pues lo había abierto. Entonces dije al calderero:
—Yo no tengo dineros para pagaros la llave, pero cobraos de ahí.
Él tomó un panecillo, el que le pareció mejor, me dio la llave y se fue muy contento. Más contento quedé yo. Pero en aquel momento no toqué nada del arcón, para que no se notara la falta, y también porque me vi señor de tantos bienes, que supuse que el hambre no se atrevería a acercárseme.
Llegó el tacaño de mi amo, y a Dios gracias no reparó en el panecillo que se había llevado mi ángel.
Al día siguiente, en cuanto salió de casa, yo abro mi paraíso panal,lb y tomo entre las manos un panecillo, lo pongo entre los dientes y en dos credos17 lo hice invisible. No olvidé cerrar el arca,
y a continuación me puse a barrer la casa con mucha alegría. Con aquel recurso, creí que había encontrado el remedio de mi triste vida.
Y así, aquel día y el siguiente estuve muy gozoso. Pero mi dicha no iba a durar mucho, porque al tercer día me atacó el mal. Y fue que vi a deshora al que me mataba de hambre inclinado sobre nuestro arcón, volviendo y revolviendo, contando y volviendo a contar los panes. Yo disimulaba, y decía en secreto esta oración y esta devota súplica: «¡San Juan, ciégale!».18
Mi amo estuvo un gran rato echando cuentas, contando con los dedos y por días, y luego dijo:
—Si esta arca no fuera tan segura, yo diría que me han cogido panes de ella. Pero para cerrar la puerta a la sospecha, a partir de hoy quiero llevar buena cuenta de ellos. Quedan nueve panes y
un pedazo.
«¡Malas noticias te dé Dios!», dije yo para mí.
Con lo que mi amo me había dicho, creí que una flecha de montero19 me traspasaba el corazón. Mi estómago empezó a notar que el hambre escarbaba en él, pues ya se veía sometido a la misma dieta de antes.
Mi amo se marchó de casa y entonces yo, para consolarme, abrí el arca, y al ver el pan, comencé a adorarlo, pero sin atreverme a comulgar.20 Conté los panes, por si el miserable clérigo se había equivocado, pero los había contado con más exactitud de lo que yo quisiera. Lo más que pude hacer fue darles mil besos y, con la mayor delicadeza que pude, partí un trocito del pan que estaba ya partido, y con eso pasé todo el día, aunque no tan alegre como el anterior.
Pero como desde hacía dos o tres días tenía el estómago hecho a más pan, como he contado, ahora notaba más el hambre y me moría de mala muerte. Tanto que, en cuanto me veía solo, no hacía otra cosa sino abrir y cerrar el arca y contemplar aquella cara de Dios, como dicen los niños. Pero el mismo Dios, que socorre a los afligidos, viéndome en tanto apuro, trajo a mi memoria un
pequeño remedio. Pensando, dije para mí:
«Este arcón viejo y grande está roto, y por algunas partes tiene pequeños agujeros. Se podría pensar que entran en él los ratones y hacen un destrozo a este pan. Lo que no me conviene es sacarlo entero, porque mi amo advertirá la falta del que tanta falta me hace. En cambio, lo que voy a hacer podrá soportarlo».
Y comienzo a desmigajar el pan sobre unos no muy costosos manteles que allí estaban. Y tomo un pan y dejo otro, de manera que saqué unas pocas migas de tres o cuatro panes. Después, como quien toma una gragea,21 comí las migajas, y algo me consolé.
Cuando mi amo vino a comer, abrió el arca, vio el destrozo y creyó sin ninguna duda que habían sido los ratones, porque mi imitación de lo que ellos suelen hacer había sido muy buena. Mi
amo miró toda el arca, de un cabo a otro, y encontró los agujeros por donde sospechaba que habían entrado los ratones. Me llamó y me dijo:
—¡Lázaro! ¡Mira, mira qué persecución ha venido esta noche a por nuestro pan!
Yo me hice el sorprendido, y le pregunté qué podría ser.
—¡Qué ha de ser! —dijo él—. Los ratones, que no dejan cosa con vida.
Nos pusimos a comer, y quiso Dios que también en esto me fuera bien, porque me tocó más pan de la mísera cantidad que solía darme. Y es que mi amo ralló con un cuchillo los trozos que le parecían ratonados,22 y me los dio, diciendo:
—Cómete eso, que el ratón es cosa limpia.
Y así, aquel día añadió la ración del trabajo de mis manos, o, mejor dicho, de mis uñas. Y acabamos de comer, aunque yo nunca empezaba.
Pero de pronto me vino otro sobresalto, pues vi que andaba muy atareado quitando clavos de las paredes y buscando tablillas, con las cuales clavó y cerró todos los agujeros del viejo arcón.
«¡Oh Dios mío!», me dije entonces, «¡a cuánta miseria y cuántos azares y desastres estamos expuestos los nacidos, y cuán poco duran los placeres de esta trabajosa vida nuestra!23 Y yo que pensaba que con el pobre y triste remedio de las migajas remediaría mi escasez, y me sentía ya un tanto alegre y con buena ventura... Pero no lo quiere así mi desdicha, que ha despertado a este desgraciado amo mío y le ha puesto más diligencia24 de la habitual (pues la mayoría de los miserables no carecen nunca de ella) en tapar los agujeros del arca, y así me cierra también la puerta al consuelo y la abre a mis penalidades».
Así me lamentaba yo, en tanto que mi solícito25 carpintero dio fin a su obra con muchos clavos y tablillas. Y luego dijo:
—Ahora, señores ratones, traidores, os conviene cambiar de propósito, porque mal porvenir vais a tener en esta casa.
En cuanto mi amo salió de casa, fui a ver la obra y hallé que no dejó en la triste y vieja arca ni un agujero por el que pudiese entrar ni siquiera un mosquito. Abro el arca con mi desaprovechada llave, sin esperanza de sacar provecho, y vi los dos o tres panes comenzados, aquellos que mi amo creyó que habían sido ratonados, y de ellos todavía saqué alguna migaja, tocándolos muy ligeramente, como un hábil esgrimidor.26
Como la necesidad es tan buena maestra, y yo me veía tan necesitado, siempre estaba pensando, de noche y de día, en la manera de conservar la vida. Y pienso que el hambre me daba luz
para encontrar estos negros remedios, pues por algo se dice que el hambre despierta el ingenio, y, por el contrario, la hartura lo adormece. Y eso me ocurría a mí.
Una noche que estaba desvelado, pensando en cómo me las podría arreglar y aprovecharme del arcón, sentí que mi amo dormía, pues no paraba de roncar y de dar grandes resoplidos. Como durante el día ya había pensado en lo que tenía que hacer y había mirado por dónde el arca tenía menos defensa, me levanté con muchísimo cuidado, me acerqué al triste arcón y lo acometí con un cuchillo viejo que usé como si fuese una barrena.'7 Y como la antiquísima arca estaba blanda y carcomida, sin fuerzas y sin corazón por tener tantos años, en seguida se me rindió y recibió en un costado un buen agujero, para remedio mío. Una vez hecho esto, abro muy despacito la llagada28 arca y, al tiento, hice en un pan partido lo mismo que dije antes: lo ratoné. Con eso me consolé algo. Luego cerré el arca, volví a mi lecho de paja y me tumbé a reposar y a dormir. La verdad es que dormía más bien poco, cosa que achacaba al no comer, porque, desde luego, no eran las preocupaciones del rey de Francia lo que me quitaba el sueño.29
Al día siguiente mi amo vio el daño del pan y el agujero que yo había hecho, y comenzó a mandar al diablo los ratones.
—¿Qué explicación tiene esto? —decía—. ¡Nunca había sentido a los ratones en esta casa hasta ahora!
Y decía la verdad, sin duda, porque si en el reino había alguna casa libre de ratones, ésa era la suya, pues ya se sabe que los ratones no suelen morar30 donde no hay qué comer.
El clérigo volvió a buscar más clavos por toda la casa y tablillas para tapar los agujeros. Y en cuanto llegaba la noche y el descanso, en seguida estaba yo en pie con mi cuchillo, de manera que
cuantos agujeros tapaba él de día, los destapaba yo de noche.
Por la manera en que lo hacíamos y la prisa que nos dábamos se debió de decir aquello de que «donde una puerta se cierra, otra se abre». En fin, que parecía que tejíamos a destajo la tela de Penélope, pues cuanto él tejía de día, lo rompía yo de noche.31 Y así, en unos pocos días y noches dejamos la pobre despensa tan llena de clavos y tachuelas que parecía una vieja coraza32 más que un
arca.
Cuando mi amo vio que de nada le servía su remedio, me dijo:
—Este arcón está tan maltratado y es de madera tan vieja y endeble, que no se defiende de ningún ratón. Y si seguimos así, no valdrá para guardar nada. Pero no me puedo desprender de él, pues, aunque sirve de poco, algún servicio hace, porque si no lotuviera me tendría que gastar tres o cuatro reales en uno nuevo. En adelante el mejor remedio contra los malditos ratones será ponerles dentro una trampa.
Pidió una ratonera y unas cortezas de queso prestadas a los vecinos, y dejó el gato33 armado de continuo dentro del arcón. Esto fue para mí un auxilio extraordinario, porque aunque yo no necesitaba muchas salsas en la comida,34 disfrutaba con las cortezas del queso que sacaba de la ratonera. Y además de esto, no perdonaba ratonar los panecillos.
El clérigo encontraba el pan ratonado y el queso comido, pero el ratón no caía en la trampa; de manera que se desesperaba, y preguntaba a los vecinos cómo podía ser eso de que el ratón se
comiera las cortezas de queso y saliera de la ratonera sin quedarse atrapado, pese a haber caído la trampilla del gato.
Los vecinos llegaron a la conclusión de que no era un ratón el que hacía este daño, porque era imposible que no hubiera caído al menos una vez en la trampa. Un vecino dijo a mi amo:
—Me acuerdo de que en vuestra casa solía andar una culebra. Sin duda que debe ser ella la culpable. Y claro, como es larga, toma el cebo, y aunque se le caiga encima la trampilla, como no entra entera dentro de la trampa, vuelve a salir.
Lo que dijo este vecino pareció razonable a todos y alteró mucho a mi amo, y desde entonces ya no dormía tan a pierna suelta, pues cualquier gusano de la madera que sonase de noche, pensaba que era la culebra que le estaba royendo el arca. Y al instante se ponía en pie, cogía un garrote que, desde que le dijeron lo dedel arca grandes garrotazos para espantar la culebra. Hacía tal estruendo que despertaba a los vecinos, y a mí no me dejaba dormir. Luego venía a mi lecho y revolvía entre las pajas, y a mí con ellas, pensando que la culebra se había ocultado entre la paja o entre mi ropa, porque la gente le decía que estos animales buscan calor de noche, y por eso van a las cunas de los niños, y a veces los muerden y los hacen peligrar.35 Yo las más de las veces me hacía el dormido.
Por las mañanas, me decía mi amo:
—Lázaro, ¿no has oído nada esta noche? Pues anduve tras la culebra. Creo que irá a meterse en tu cama, porque son muy frías y buscan calor.
—Dios quiera que no me muerda —contestaba yo—, porque le tengo mucho miedo.
Por todo esto, mi amo andaba tan falto de sueño, que la culebra —o el culebro, para ser más exactos— no se atrevía a levantarse para roer algo del arca. Pero de día, mientras el clérigo estaba en la iglesia o andaba por el pueblo, yo hacía mis asaltos. Cuando regresaba, veía los daños y el poco remedio que podía poner, así que, en cuanto llegaba la noche, como ya he dicho, andaba por la casa como un trasgo.36
Yo empecé a temer que con aquellas diligencias nocturnas encontrase la llave que tenía debajo de las pajas, así que me pareció más seguro metérmela de noche en la boca. Porque desde que viví con el ciego, mi boca se convirtió en una bolsa donde llegué a guardar hasta doce o quince maravedís, todo en medias blancas, sin que me estorbasen para comer.3' Era la única manera de tener una moneda, porque a menudo el maldito ciego no me dejaba costura ni remiendo sin rebuscar.
En fin, que, como acabo de decir, cada noche me metía la llave en la boca, y dormía sin miedo de que el brujo de mi amo diese con ella. Pero cuando la desdicha ha de venir, de nada sirven las precauciones. Quiso el destino —o, por mejor decir, mis pecados— que una noche, mientras ormía, la llave se me colocara en la boca, que debía tener abierta, de tal manera y posición, que el aire y el resoplido que yo echaba salía por el mango hueco de la llave, y, para mi desgracia, silbaba fuerte. Lo oyó el sobresaltado de mi amo y creyó sin duda que era el silbo de la culebra, y algún parecido debía de haber. Así que se levantó despacito y sin hacer ruido, y con el garrote en la mano se acercó a tientas hacia el sonido de la culebra, hasta que se paró junto a mí, muy quieto, para no espantarla, porque estaba convencido de que la culebra se había ocultado entre las pajas donde yo estaba echado, buscando el calor de mi cuerpo. Y de pronto, levantó bien el palo para matarla de un garrotazo y lo descargó con toda su fuerza sobre mi cabeza. Fue tan grande el golpe, que me dejó sin sentido y muy descalabrado.
Yo debí dar algunos quejidos de dolor, y entonces mi amo, según contó luego, se dio cuenta de que había descargado sobre mí el terrible golpe. Empezó a llamarme a voces para despertarme y, al tocarme, notó en las manos la mucha sangre que perdía y advirtió el daño que me había hecho. A toda prisa fue a buscar lumbre, volvió con una vela y me halló lamentándome, todavía con media llave en la boca y la otra media fuera, porque nunca la había desamparado del todo. La llave estaba, más o menos, como cuando silbaba.
El matador de culebras miró con sorpresa la llave, me la sacó entera de la boca, y entonces se dio cuenta de que las muescas eran iguales a las de la llave de su arca. Fue a probarla, y comprobó la fechoría.38 El cruel cazador debió decirse: «Ya he encontrado el ratón y la culebra que me daban guerra y se comían todas mis posesiones».
De lo que sucedió en los tres días siguientes no puedo asegurar nada, porque los pasé sepultado en el vientre de la ballena.39 Pero doy fe de lo que acabo de contar, porque, después de volver en mí, oí a mi amo relatarlo con mucho detalle a todos los que venían por casa.
Al cabo de tres días recobré el sentido y me vi echado en mis pajas, con toda la cabeza cubierta de emplastos40 de aceite y ungüentos.
Lleno de espanto, pregunté:
—¿Qué es esto?
—En verdad —me respondió el cruel sacerdote—, que ya he cazado los ratones y culebras que me robaban.
Me vi tan maltratado que en seguida sospeché mi mal.
En esto entró una vieja que hacía ensalmos,41 acompañada de varios vecinos, y empezaron a quitarme los trapos de la cabeza y a curarme el garrotazo. Y al ver que había recobrado el sentido, se
alegraron mucho y me dijeron:
—Ya ha vuelto en sí, de manera que esto no será nada. Dios lo quiera.
Volvieron a hablar de mis males y a reírse, y yo, desdichado de mí, a llorarlos. Pero al menos me dieron de comer, porque estaba muerto de hambre, aunque apenas me pudieron remediar. Y así,
poco a poco, a los quince días me levanté del lecho y estuve fuera de peligro, medio sano, pero con hambre.
Al día siguiente de ponerme en pie, el señor mi amo me cogió de la mano y me sacó fuera de casa, y ya en la calle, me dijo:
—Lázaro, desde hoy eres libre. Ya no estás a mi servicio. Así que búscate otro amo y vete con Dios. Yo no quiero en mi compañía un criado tan diligente como tú. Tienes que haber sido mozo de ciego. Si no, no me lo explico.
Y se santiguó como si yo estuviera endemoniado. Luego se metió en casa y cerró la puerta.



1 Maqueda se encuentra entre Escalona y Torrijos; por tanto, Lázaro desanda en parte el camino.
2 clérigo: sacerdote.
3 El emperador Alejandro Magno (356-323 a.C.) era tenido por modelo de generosidad.
4 Esto es, 'la vestimenta de los clérigos', que tenía las mangas muy estrechas. De los tacaños se decía que tenían «la manga estrecha» (hoy diríamos «el puño cerrado»).
5 Las mujeres solían entregar un pan o bollo como ofrenda a la iglesia.
6 El tocino y los embutidos se ponían a secar al humo de la chimenea.
7 golosinear, comer algo muy apetitoso pero de poco alimento.
8 Eran famosos los dulces y las conservas de Valencia.
9 tasa: cantidad asignada, ración.
10 Durante la misa, mientras el sacerdote ofrecía a Dios la hostia y el vino (el ofertorio), los feligreses hacían su ofrenda a la iglesia, depositando monedas en un cestito.
11 El azogue o mercurio suele formar unas bolitas.
12 cofradías-, 'reuniones de sacerdotes'. Por otro lado, durante los velatorios o tras el entierro,
la familia del difunto solía ofrecer a los asistentes algo de comer y beber.
13 extremauncióji: sacramento dado a los moribundos para prepararles a bien morir.
14 Esto es, 'lo maldecía', aunque aquí, l o enviaba al infierno', 'le deseaba la muerte'.
15 calderero: persona que hacía y vendía sartenes y calderos de cobre y hierro.
16 Esto es, 'paraíso de panes'.
17 en dos credos: en un santiamén. El credo es una oración.
18 Lázaro invoca a San Juan porque este santo era el patrón de los criados.
19 Los monteros usaban flechas muy puntiagudas para traspasar con más facilidad la piel gruesa y dura de algunos animales.
20 A lo largo de este pasaje, Lázaro usa un lenguaje religioso para referirse al pan y al arca.
21 gragea: trocito de confitura en forma de pequeño grano redondo.
22 ratonados: mordidos o roídos por los ratones.
23 Lázaro se lamenta de la brevedad de los placeres de la vida del mismo modo que Jorge Manrique en sus Coplas: «¡Cuán presto se va el placer!», escribió el poeta.
24 diligencia-, cuidado, interés y prontitud con que se hace algo.
25 solícito', cuidadoso, diligente.
26 esgrimidor, el que con la espada deja una señal al contrario pero no lo hiere.
27 barrena: instrumento que sirve para hacer agujeros.
28 llagada: 'herida', puesto que está agujereada. Lázaro compara el arca con el cuerpo de Jesucristo en la cruz, que, ya sin vida, fue atravesado por una lanza en el costado.
29 El rey de Francia Francisco I fue derrotado en 1525 por Carlos V y encarcelado en
Madrid durante un año.
30 morar, habitar.
31 El que trabaja a destajo produce mucho porque cobra por hora o pieza terminada. Por otro lado, en la Odisea del griego Homero se cuenta que, ante la larga ausencia de su marido Ulises, Penélope es asediada por numerosos pretendientes hasta que al fin promete casarse con uno de ellos en cuanto acabe de tejer una túnica. Para retrasar su elección, destejía de noche lo que tejía de día.
32 Lázaro dice que el arca (lapobre despensa) parece una vieja coraza (la armadura que cubre el pecho)
33 gato: ratonera.
34 Porque dice el refrán que «la mejor salsa es el hambre».
35 peligrar: 'correr riesgo de perder la vida'. El comentario de la gente sobre las culebras
obedece a una creencia popular.
36 El trasgo o duende es un espíritu o diablillo que hace travesuras en las casas.
37 Es decir, que Lázaro llegaba a meterse en la boca entre 48 y 60 monedas.
38 fechoría: mala acción.
39 En la Biblia se cuenta que el profeta Jonás pasó tres días en el vientre de una ballena. De manera indirecta, el protagonista puede referirse también a otro episodio bíblico en que Jesucristo resucitó a su amigo Lázaro, que llevaba tres días muerto.
40 emplasto', pomada que se aplica sobre las heridas.
41 hacía ensalmos: curaba diciendo oraciones, haciendo cruces sobre las heridas y poniendo sobre ellas pomadas y aceite.


CUESTIONES




1.- ¿Por qué Lázaro dice: "escapé del trueno y di en el relámpago"?
2.- ¿En qué consistía el sustento diario de Lázaro?
3.- ¿Por qué Lázaro siente remordimientos en los velatorios?
4.- ¿Cómo accede Lázaro al interior del arca?
5.- ¿Qué explicación da el pícaro Lázaro a su amo respecto a la falta de pan?
6.- ¿Qué opinan los vecinos al respecto?
7.- ¿En qué se beneficia Lázaro de las ratoneras?
8.- ¿Cómo descubre el clérigo la argucia de su criado?