DONDE SE CUENTA LA DESGRACIADA AVENTURA DE DON QUIJOTE CON UNOS YANGÜESES Y LO QUE LE SUCEDIÓ EN UNA VENTA
Cuenta
el sabio Cide Hamete Benengeli que don Quijote y su escudero buscaron
a la pastora Marcela más de dos horas por el bosque, pero no
consiguieron encontrarla y fueron a parar a un prado de fresca yerba
junto a un arroyo apacible que convidaba a pasar las horas de la
siesta. Dejaron al jumento y a Rocinante pacer a sus anchas y
ellos comieron en buena paz y compañía de lo que llevaban en las
alforjas.
Ordenó
el diablo, que pocas veces duerme, que en aquel valle estuviera
paciendo una manada de yeguas de unos arrieros yangüeses.1
A Rocinante le vino el deseo de refocilarse2
con las señoras jacas, y en cuanto las olió, sin pedir
licencia a su dueño, tomó un trotecillo brioso y se
fue a comunicar su necesidad con ellas. Pero las yeguas tenían más
gana de pacer que de otra cosa, y lo recibieron con las herraduras y
con los dientes, de tal manera que pronto le rompieron las cinchas
y Rocinante quedó sin silla, en pelota. Pero lo que más debió de
sentir fue que los arrieros acudieron con estacas a defender a sus
yeguas, y tantos palos le dieron, que lo derribaron y lo dejaron
malparado en el suelo. Al ver don Quijote y Sancho la paliza
que recibía Rocinante, se acercaron jadeando.
—Veo,
amigo Sancho —decía don Quijote—, que éstos no son caballeros,
sino gente soez y de baja ralea.3
Ayúdame a vengar la ofensa que le han hecho a Rocinante.
—¿Qué
venganza hemos de tomar —respondió Sancho—, si ellos son más de
veinte, y nosotros sólo dos?
—Yo
valgo por cien —replicó don Quijote.
Y
sin hacer más discursos echó mano a la espada y atacó a los
yangüeses, y lo mismo hizo Sancho Panza, incitado por el ejemplo de
su amo. Don Quijote dio una cuchillada al primero que encontró y le
partió en dos el sayo de cuero que vestía. Entonces los
yangüeses echaron mano de sus estacas y, rodeando a criado y amo,
comenzaron a golpearlos con gran ahínco y vehemencia.
Al segundo repique dieron en el suelo con Sancho y don
Quijote, quien cayó a los pies de Rocinante. Viendo los yangüeses
la maldad que habían hecho, cargaron de prisa su recua y
siguieron su camino.
—¿Señor
don Quijote? ¡Ah, señor don Quijote! —dijo Sancho Panza con voz
enferma y lastimada.
—¿Qué
quieres, Sancho hermano? -—respondió don Quijote, con un tono
afeminado y doliente.
—Quisiera
que vuestra merced me diese dos tragos de aquella bebida del feo
Blas4
para el quebrantamiento de huesos.
—Ojalá
la tuviera a mano —respondió don Quijote—. Pero te juro, Sancho,
que antes de dos días, me haré con ella.
—¿Y
cuántos días tardaremos en mover los pies?
—No
lo sé. Pero yo tengo la culpa de todo, porque no debí sacar la
espada contra hombres que no han sido armados caballeros. Así que
cuando veas que gente canalla nos hace algún agravio, tienes
que castigarlos tú.
—Señor,
yo soy hombre pacífico y sosegado, y sé pasar por alto cualquier
injuria, porque tengo mujer e hijos que sustentar. Así que
sepa vuestra merced que no pienso poner mano a la espada ni contra
villano ni contra caballero.
—Si
no fuera por el dolor que tengo en esta costilla, que apenas me deja
hablar, te haría entender el error en que estás.
—Mire
vuestra merced si se puede levantar, y ayudaremos a Rocinante, aunque
no lo merece, porque él fue la causa principal de este molimiento.
Yo creía que Rocinante era persona casta5
y tan pacífica como yo, pero bien dicen que hace falta mucho tiempo
para conocer a las personas. En fin, él va bien servido. Suerte que
mi jumento ha quedado libre de los estacazos.
—Sábete,
amigo Sancho —dijo don Quijote—, que la vida de los caballeros
andantes está sujeta a mil peligros y desventuras, pero la desdicha
siempre deja alguna puerta abierta. Y no me repliques más,
Panza amigo. Saca fuerzas de flaqueza, levántame y ponme encima de
tu jumento, y vémonos de aquí antes que la noche venga.
Soltando
treinta ayes, sesenta suspiros y ciento veinte pestes y reniegos,6
Sancho se levantó, y medio doblado como un arco turco, colocó la
albarda a su asno, y sobre ella atravesó el cuerpo de su amo.
Luego levantó a Rocinante y lo ató a su burro, y tirando de la
reata se puso en marcha hacia el camino real.
A
menos de una legua descubrió Sancho una venta, aunque
don Quijote decía que tenía que ser castillo, y él que venta, y
don Quijote que castillo, y sin acabar esta terca disputa
entró Sancho por la puerta con toda su recua. Al ver a don
Quijote atravesado sobre el asno, el ventero preguntó a Sancho qué
le pasaba a su señor. Sancho respondió que había caído de una
peña abajo, y que venía con las costillas maltrechas. La
ventera era mujer muy caritativa y con la ayuda de su hija, una
doncella de muy buen parecer, acudió en seguida a curar a don
Quijote. Servía en la venta asimismo una moza asturiana llamada
Maritornes, ancha de cara, chata, tuerta de un ojo y no muy
sana del otro, cargada de espaldas y que no medía siete palmos de
los pies a la cabeza.7
Entre esta gentil moza y la doncella hicieron la cama a don
Quijote en un cobertizo que había sido pajar, donde se alojaba
también un arriero. La maldita cama eran cuatro tablas y un
colchón tan delgado que parecía una colcha. En ella se acostó don
Quijote, y luego la ventera y su hija le untaron todo el cuerpo de
pomada. Al vérselo lleno de cardenales, la ventera dijo que aquello
más parecían golpes que caída.
—No
fueron golpes —dijo Sancho—, sino que la peña tenía muchos
picos y cada uno hizo su cardenal. También me duelen a mí un poco
los lomos.
—Entonces
-—respondió la ventera—, también vos os caísteis.
—No
caí —dijo Sancho Panza—, sino que, del sobresalto de ver caer a
mi amo, me duele el cuerpo como si me hubieran dado mil palos.
—¿Cómo
se llama este caballero? —preguntó Maritornes.
—Don
Quijote de la Mancha —respondió Sancho—, y es caballero
aventurero, de los mejores y más fuertes que se han visto en el
mundo.
—¿Qué
es un caballero aventurero? —replicó la moza.
—Pues
una cosa que en un santiamén se ve apaleado y emperador: hoy es el
hombre más desdichado del mundo y mañana tendrá dos o tres
reinos para dar a su escudero.
—Entonces
—dijo la ventera—, ¿por qué vos no tenéis algún condado?
—Aún
es pronto —respondió Sancho—, pues hace sólo un mes que andamos
buscando las aventuras.
Toda
esta plática estaba escuchando muy atento don Quijote, que se
sentó en el lecho como pudo, tomó de la mano a la ventera y le
dijo:
—Fermosa
señora, os podéis llamar venturosa por haber alojado en vuestro
castillo a mi persona. Si el amor no me tuviera tan sujeto a sus
leyes, los ojos de esta fermosa doncella serían dueños de mi
libertad.
Confusas
estaban la ventera, su hija y la buena de Maritornes oyendo las
palabras del andante caballero, que así las entendían como si
hablara en griego. Al cabo lo dejaron, y Maritornes acabó de curar a
Sancho. La moza asturiana había dado su palabra de que aquella noche
acudiría a la cama del arriero para refocilarse con él, y no
iba a faltar a su promesa.
El
duro y exiguo lecho de don Quijote era el que estaba primero
en aquel estrellado establo,8
a su lado hizo Sancho el suyo, que consistía en una estera y
una manta, y luego venía la cama del arriero, hecha con las albardas
y mantas de su recua. Fue éste a dar el pienso a sus doce
mulos y luego volvió y se tendió en el camastro a esperar a
Maritornes. La venta estaba en silencio, y no había otra luz que la
que daba una lámpara colgada en medio del portal.
En
esta maravillosa quietud estaba Sancho acostado sin poder
dormir por el dolor de sus costillas y nuestro caballero tenía los
ojos abiertos como una liebre.9
A don Quijote le dio por imaginar que la hija del ventero era la hija
del señor del castillo en donde se alojaba y que venía a acostarse
con él en la cama, lo que comenzó a preocuparle y a hacerle pensar
en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver,
pues en su corazón había decidido ser fiel a su señora Dulcinea
del Toboso.
A
la hora convenida, asomó a la puerta la asturiana, en camisa
y descalza. Entró con pasos prudentes, buscando a tientas, con las
manos hacia delante, a su querido arriero. AI verla, don Quijote se
sentó en la cama a pesar del dolor de sus costillas, le tendió los
brazos para recibirla, la asió de una muñeca, tiró hacia sí
y la hizo sentar a su lado sin que ella osase hablar palabra.
Al punto, don Quijote recibió el aliento a ensalada rancia
que la moza arrojaba de la boca, y que a él le pareció olor suave y
aromático. Luego le tentó la camisa, que era de arpillera,10
aunque a él le pareció de seda, y al tocar sus cabellos, que
tiraban a crines, los tuvo por hilos de oro de Arabia que oscurecían
el sol. Era tanta la ceguera del pobre hidalgo que ni el tacto ni el
aliento ni otras cosas que harían vomitar a otro que no fuera
arriero, lo desengañaban. Muy al contrario, la pintó en su
imaginación como las princesas de los libros. Así que, sujetándola
bien, le dijo con voz baja y amorosa:
—Alta
y fermosa señora, aunque quisiera, no podría satisfaceros, porque
estoy molido y quebrantado. Pero hay otra imposibilidad mayor,
y es que debo ser fiel a mi señora Dulcinea del Toboso.
Sin
entender una sola palabra, Maritornes sudaba y forcejeaba por
desasirse. El arriero, que había escuchado atento y celoso
las razones de don Quijote, se acercó al lecho, y como vio que don
Quijote se esforzaba por retener a la moza, alzó el brazo y descargó
tan terrible puñetazo sobre las estrechas quijadas11
del enamorado caballero, que le bañó toda la boca en sangre. Y no
contento con eso, se le subió encima y le pateó las costillas de
cabo a cabo. Pero el lecho, que era un poco endeble, no pudo
sufrir el peso añadido del arriero y se vino al suelo con gran
ruido. Con el estruendo se despertó el ventero y llamó a
Maritornes y, viendo que no le respondía, se levantó, encendió un
candil y fue a donde sonaba la refriega. La asturiana, al ver
acercarse a su amo, que era de condición terrible, se metió toda
medrosica12
en la cama de Sancho, y allí se acurrucó y se hizo un ovillo. El
ventero entró diciendo:
—¿Dónde
estás, puta? Seguro que todo esto es cosa tuya. En esto, Sancho se
despertó asustado
y,
al notar casi encima un bulto de pesadilla, empezó a darle puñadas,
y Maritornes a devolverlas, y los dos abrazados comenzaron la más
reñida y graciosa escaramuza13
del mundo. Acudió el arriero a socorrer a su dama y el ventero a
castigar a la moza, a la que suponía causante de toda aquella sonora
trifulca,
con lo que el arriero golpeaba a Sancho, Sancho a la moza, la moza a
Sancho y el ventero a la moza. En éstas se apagó el candil y, como
no veían nada, se daban todos sin compasión y a bulto, y con tanta
fuerza que allí donde caían sus manos no quedaba cosa sana.
Al
oír el extraño estruendo de la pelea, un guardia de la Santa
Hermandad que se alojaba por casualidad en la venta cogió su bastón14
y entró en el aposento gritando: —¡Ténganse a la justicia!
El
primero al que encontró fue a don Quijote, que estaba en su lecho
boca arriba, sin sentido. A tientas le agarró de las barbas y, como
no se movía, pensó que estaba muerto.
—¡Cierren
la puerta de la venta! ¡Que nadie se vaya! ¡Han matado a un hombre!
Esta
voz sobresaltó a todos y la pendencia se paró al instante,
pues el ventero se retiró a su cuarto, la moza al suyo y el arriero
se acostó a toda prisa en su lecho. Sólo don Quijote y Sancho no
podían moverse. El cuadrillero salió a buscar luz para
detener a los delincuentes, pero el ventero había apagado la lámpara
del portal, así que el de la Santa Hermandad tuvo que acudir a la
chimenea para encender otro candil.15
Cuando
don Quijote volvió en sí del desmayo, dijo con el mismo tono
doliente de antes:
—Sancho
amigo, ¿duermes? ¿Duermes, amigo Sancho?
—¡Qué
diablos voy a dormir! —respondió Sancho, lleno de pesadumbre.
—Me
has de jurar guardar un secreto hasta después de mi muerte.
—Lo
juro —respondió Sancho—, aunque yo soy enemigo de guardar
secretos, porque se me acaban pudriendo las tripas.
-—Sea
lo que fuere, me fío de tu amor y cortesía. Has de saber que esta
noche me ha sucedido una de las más extrañas aventuras que puedan
vivirse. Te la contaré brevemente. Hace poco vino a mí la hija del
señor de este castillo, que es la más fermosa doncella que hay en
gran parte de la tierra. ¿Qué te podría decir de su belleza, de su
entendimiento y de otras cosas ocultas que me callo por respeto a mi
Dulcinea? La ventura la puso en mis manos y estaba yo con ella
en dulcísimo y amorosísimo coloquio, pero, como este
castillo está encantado, sin saber cómo, la mano de un descomunal
gigante me asestó tal puñada en las quijadas, que las
tengo bañadas en sangre. Y después me molió tanto, que estoy peor
que ayer, cuando los arrieros nos agraviaron por los excesos
de Rocinante.
—Pues
a mí —respondió Sancho—, me han aporreado más de cuatrocientos
moros. Al menos vuestra merced tuvo en sus manos la incomparable
fermosura que ha dicho, pero yo, ¿qué tuve, sino los mayores
porrazos que pienso recibir en toda mi vida? ¡Desdichado de mí y de
la madre que me parió, que no soy caballero andante y en todas las
malandanzas me cabe la peor parte!
—Entonces,
¿también tú estás aporreado? —dijo don Quijote.
—¿No
le he dicho que sí?
—No
tengas pena, amigo, que yo haré ahora el bálsamo precioso con el
que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.
En
esto entró el cuadrillero con un candil de aceite en la mano, en
camisa, y con gorro de dormir, y al verlo Sancho dijo:
—Señor,
¿acaso será éste el moro encantado, que viene a castigarnos otra
vez?16
—No
puede ser el moro —respondió don Quijote—, porque los encantados
son invisibles.
Aunque
don Quijote estaba pálido, boca arriba y sin poder moverse, el
guardia se quedó suspenso de verlo vivo y en tan sosegada
conversación, y preguntó:
—¿Cómo
va, buen hombre?
—¿Así
se habla en esta tierra a los caballeros andantes, majadero?17El
cuadrillero, que se vio tratar tan mal, no se pudo contener y dio a
don Quijote un candilazo en la cabeza que lo descalabró.
—Sin
duda, señor, que el moro era encantado —dijo Sancho en la
oscuridad cuando el cuadrillero ya se había ido—. A otros guarda
el tesoro,18y
los puñetazos los guarda para nosotros.
—Así
es —respondió don Quijote—, pero no hagas caso de estas cosas de
encantamiento, sino levántate si puedes y llama al alcaide de
esta fortaleza para que me dé un poco de aceite, vino, sal y romero
para hacer el bálsamo de Fierabrás, que ahora lo necesito más
que nunca.
Se
levantó Sancho con harto dolor de sus huesos y fue a oscuras en
busca del ventero, que le dio cuanto quiso. Cuando volvió al
aposento, don Quijote estaba con las manos en la cabeza quejándose
del dolor del candilazo, que le había levantado dos buenos
chichones, y palpando lo que creía que era sangre, aunque en verdad
no eran más que gotas de sudor. En presencia de Sancho y del
ventero, el malherido caballero echó los ingredientes en una
aceitera de hojalata y dijo más de ochenta padrenuestros y otras
tantas avemarias, salves y credos, y a cada palabra acompañaba una
cruz, a modo de bendición. Hecho esto, se bebió casi medio
azumbre,19
y apenas lo acabó de beber, cuando comenzó a vomitar, hasta que no
le quedó cosa en el estómago; y con la agitación del vómito le
dio un sudor abundantísimo, por lo cual mandó que le arropasen y le
dejasen solo. Así lo hicieron, y durmió más de tres horas, al cabo
de las cuales despertó y se sintió muy aliviado, de tal manera que
se tuvo por sano y creyó que había acertado con el bálsamo de
Fierabrás.
También
a Sancho Panza le pareció un milagro la mejoría de su amo, así que
le pidió lo que quedaba en la lata, que no era poco. Se lo concedió
don Quijote, y él, a dos manos y con mucha fe, se lo tragó. Pero el
estómago del pobre Sancho no debía de ser tan delicado como el de
su amo, y, así, antes de vomitar le dieron tantas arcadas,
sudores y desmayos, que pensó que verdaderamente había llegado su
última hora, por lo que maldecía el bálsamo y al ladrón que se lo
había dado. Viéndole así, don Quijote le dijo:
—Yo
creo, Sancho, que este mal te viene por no haber sido armado
caballero. Creo que este licor no aprovecha a los que no lo son.
—Si
eso sabía vuestra merced —replicó Sancho—, ¿por qué permitió
que lo gustase?
En
esto hizo su operación el brebaje y comenzó el pobre
escudero a desaguar por los dos canales20
con tanta prisa que ni la manta ni la estera donde estaba echado
sirvieron en adelante para nada. Y sudaba con tales agobios que él y
todos pensaron que se le acababa la vida. Le duró esta borrasca casi
dos horas, al cabo de las cuales se quedó tan molido y quebrantado,
que no se podía tener en pie.
En
cambio, don Quijote ya se encontraba aliviado y sano, y ardía en
deseos de partir en busca de aventuras. Así que él mismo ensilló a
Rocinante y puso la albarda al jumento. Luego fue a buscar a su
escudero, a quien ayudó a vestirse y a subir al asno, mientras lo
miraban todos cuantos estaban en la venta, que eran más de veinte.
Don Quijote montó a caballo y con voz muy reposada se despidió del
ventero:
—Señor
alcaide, muchas y grandes mercedes he recibido en vuestro castillo.
Si os las puedo pagar vengándoos de algún ofensor, decídmelo.
-—Señor
caballero —respondió el ventero con el mismo sosiego—, sólo
necesito que me pague la cena, la cama y la cebada de las dos
bestias.
—Entonces,
¿esto es una venta?
—Y
muy honrada —respondió el ventero.
-—En
verdad pensé que era castillo, y no malo. Pero si es venta, perdonad
por ahora el pago, porque nunca he leído en los libros que los
caballeros andantes pagasen posada. Al contrario: se les debe buena
acogida, porque padecen muchos trabajos buscando aventuras de día y
de noche, con calor y con frío, con sed y con hambre, a pie y a
caballo.
—Poco
tengo que ver yo con eso —respondió el ventero—. Págueme lo que
me debe y dejémonos de cuentos.
—¡Sois
un necio y un mal hostelero! —sentenció don Quijote, y, arreando a
Rocinante, salió de la venta sin mirar si le seguía su escudero.
El
ventero, que le vio ir y que no le pagaba, fue a cobrar de Sancho, el
cual dijo que tampoco él pagaba, porque la misma regla regía para
el escudero que para el caballero andante.
—Pagadme
si no queréis arrepentiros —le amenazó el ventero.
Quiso
la mala suerte de Sancho que entre los huéspedes de la venta hubiera
cuatro tejedores de Segovia, tres alfileteros21
cordobeses y dos sevillanos, gente alegre, maleante y juguetona. Uno
de ellos entró por una manta y los demás se acercaron a Sancho, lo
apearon del asno y lo sacaron al corral, que tenía por límite
el cielo, y allí lo echaron en mitad de la manta y comenzaron a
lanzarlo a lo alto y a divertirse con él como con perro en
carnaval.22
El
pobre manteado daba tantas voces que llegaron a oídos de su amo, el
cual creyó que una nueva aventura se le avecinaba hasta que
reconoció los gritos de su escudero. Entonces volvió riendas y con
torpe galopar llegó a la venta, pero, al encontrarla cerrada, la
rodeó para ver si hallaba otra entrada. Fue entonces cuando por
encima de la pared del corral, que no era muy alta, vio subir y bajar
a Sancho por el aire con mucha gracia y rapidez. Probó desde el
caballo a subir a lo alto de la tapia para saltar al patio,
pero estaba tan molido y quebrantado que no pudo ni apearse, así que
empezó a lanzar tantas injurias y palabras ofensivas contra
los manteadores, que no se pueden escribir. Estos no dejaban de reír,
y Sancho de mezclar quejas con ruegos y amenazas. Cuando se cansaron
de mantearlo, lo montaron en su asno y lo arroparon con su gabán.23
La compasiva Maritornes, viendo a Sancho tan fatigado, lo
socorrió con un jarro de agua fría recién sacada del pozo. El
escudero se lo llevó a la boca, pero se paró a las voces que su amo
le daba:
—¡Hijo
Sancho, no bebas agua! ¡Hijo, no la bebas, que te matará! Aquí
tengo el santísimo bálsamo —añadió, enseñándole la lata del
brebaje—, que con sólo dos gotas te sanará.
Sancho
volvió los ojos con enfado, y dijo con mayores voces:
—¿Se
ha olvidado vuestra merced de que no soy caballero? ¿O quiere que
vomite las entrañas que me quedaron de anoche? ¡Guarde su licor con
todos los diablos!
Dio
un trago, pero como era agua no siguió bebiendo, y le rogó a
Maritornes que le trajera vino. Ella se lo trajo, y Sancho lo pagó
con su dinero. Después de beber, el escudero arreó el asno
con los talones y, como ya habían abierto la puerta de par en par,
salió de la venta muy contento de no haber pagado nada, aunque
hubiera sido a costa de sus espaldas. Verdad es que el ventero se
quedó con sus alforjas, pero Sancho no las echó entonces en falta,
de tan turbado como iba.
3 Es
decir, 'gente grosera y de baja condición'.
4 Sancho
se refiere al bálsamo de Fierabrás (véase pág. 70). Al no
entender la palabra
Fierabrás, la ha deformado asimilándola a dos palabras que conoce
mejor:
feo y
Blas.
7 Esto
es 'menos de metro y medio', pues cada palmo equivale a unos 21
centímetros.
9 Se
creía que las liebres no cerraban los ojos ni siquiera para dormir.
14 Como
signo de su autoridad, los cuadrilleros o guardias de la Santa I
Iermandad llevaban un bastón corto.
16 El
cuadrillero parece un moro porque va en camisa y lleva un gorro, lo
que recuerda la imagen de los moros con albornoz
y turbante.
18 La
figura del moro que vigila los tesoros de su señor abundaba en los
cuentos populares.
19 Esto
es, 'casi un litro'.
20
Es decir, 'por la boca y por el ano'.
22 Mantear
a los perros era una diversión habitual durante el Carnaval.
CUESTIONES
1.-
¿Quiénes son los yangüeses?
2.-
¿Por qué los yangüeses apalean a Rocinante?
3.-
¿Cómo termina el enfrentamiento? ¿Qué explicación da don Quijote
al haber quedado malparados?
4.-
¿Qué propone el caballero para la próxima vez? ¿Qué objeta
Sancho Panza?
5.-
¿Quién y cómo es Maritornes?
6.-
¿Por qué acude esa noche al aposento de don Quijote?
7.-
La locura de nuestro caballero hace que confunda realidad con
ficción. ¿Cómo es Maritornes y cómo la ve don Quijote?
8.-
¿Qué cree don Quijote que quiere Maritornes y cómo se excusa?
9.-
¿Cómo y por qué reacciona el arriero?
10.-
¿A qué achaca don Quijote la pendencia que allí se arma?
11.-
¿Qué es el bálsamo de Fierabrás? ¿Qué propiedades posee, en
teoría, y qué provoca en don Quijote y Sancho?
12.-
¿Por qué “mantean” a Sancho?
13-
¿Cómo socorre Maritornes al pobre Sancho?