En
la cumbre de una de las alturas de Odenwald, país salvaje y
romántico de la Alta Germania, situado cerca de donde confluyen el
Mosa y el Rin, se alzaba hace muchos años el castillo del barón
Von Landshort. Ahora, por el tiempo en que transcurre mi historia,
se hallaba en ruinas y casi sepultado por un bosque de hayas y de
negros abetos; no obstante, la vieja torre que servía de punto de
observación y vigilancia más importante del castillo aún se
elevaba por encima de los árboles, de igual manera que el barón del
que hablo se esforzaba en mantener su dominio sobre los campesinos de
la comarca. El barón era un descendiente venido a menos de la gran
familia de los Katzenellenbogen y heredero de sus bienes y del
orgullo de la estirpe. Aunque el afán guerrero de sus
antepasados había hecho que disminuyera el número de sus
propiedades, pretendía el barón, sin embargo, seguir dando muestras
de una opulencia infinita. Eran tiempos de paz y todos los
nobles de Alemania habían abandonado sus góticos torreones
defensivos, colgados de las montañas como nidos de águilas, para
afincarse en los valles, lugares más placenteros y que propician una
existencia, por ello, más cómoda.
Tenía
el barón una hija, su única descendiente; pero la naturaleza
compensó no haberle dado más que esa hija, haciendo de ella, en
cambio, un prodigio de virtudes. Tanto sus primas como todas las
nodrizas y comadres de la comarca aseguraban al padre que no había
en toda Germania quien pudiera rivalizar con ella en belleza. ¿Quién
mejor que ellas para aseverarlo? Había recibido la educación
más esmerada, siempre bajo la vigilancia de dos de sus tías, unas
viejas solteronas que, habiendo pasado varios años de su juventud en
uno de los pequeños principados de Alemania, estaban, por ello,
versadas en todas las ramas del saber, en todos los
conocimientos precisos para instruir convenientemente a una joven de
abolengo y belleza tan notables como los de su sobrina. Por la
virtud de los consejos recibidos de sus tías, así, la hija del
barón accedió a un grado sumo de perfección espiritual. Aún no
había dejado atrás sus maravillosos dieciocho años, y ya hacía
encantadores bordados y representaba escenas santas prodigiosas en
los telares, tan expresivas que se podía jurar al verlas que las
ánimas del purgatorio habían vuelto a la vida. Era capaz de leer,
además, y sin mayores esfuerzos, lo mismo libros religiosos que
otros con las historias de
caballeros andantes del Heldenbuch.
Había
hecho, en fin, grandes progresos en la literatura,
con lo que ya era capaz de escribir su nombre sin olvidarse de una
sola letra; lo hacía de manera muy pulcra, harto
legible, a tal punto que sus tías podían leerlo sin necesidad de
ponerse las antiparras para tratar de adivinar cuál sería
una u otra letra... Mas, muy especialmente, sobresalía en artes
tales como las de cuál era la danza del día, tocar en el arpa
distintos aires de la tierra, y también en el laúd, además de
saberse de memorias las más tiernas baladas de los Minnielieders
Las
tías de la joven, que en sus años mozos habían sido, sin embargo,
mujeres coquetas y de virtud más que en entredicho, eran las
personas más idóneas para vigilar como auténticas cancerberas
la conducta de su sobrina, pues no hay dueña de una virtud tan
rigurosa y de un decoro tan sobrio como una coqueta que se
quedó soltera... Raramente consentían que la bella se alejara de su
vista y pocas veces le permitían salir de las estancias del castillo
sin que cayera sobre sus espaldas su mirada. Sin cesar leían en voz
alta, para que lo oyese bien la muchacha, tratados sobre las
conveniencias sociales y la obediencia pasiva. Y en lo que a los
hombres respecta, ¡ah, caramba!, le decían que jamás habría de
consentir en mirarlos, salvo si se hallaba a gran distancia de ellos,
y en cualquier caso con tanta desconfianza y prevención, que sin una
autorización especial de ellas mismas no se hubiera atrevido la
pobre, jamás, a recrearse la vista en la contemplación del más
bello doncel del mundo... Eso, pues, mirar a un hombre, no,
nunca, jamás... Tal atrevimiento, estaba segura, le hubiera supuesto
morir de inmediato a sus pies.
Pronto dieron sus frutos los rigores de aquella educación. La joven dama era un perfecto ejemplo de discreción. Mientras las demás muchachas de su edad, cual flores mundanas que cada mano puede acariciar y tirar después, marchitaban el brillo de su hermosura encantadora en los torbellinos del mundo y la vida, nuestra modesta y encantadora virgen, tan hermosa, dirigida siempre por sus virtuosas cancerberas, florecía como el botón de una rosa solitaria que se alza y abre magnífica en su esplendor entre todas las espinas que la cercan. Sus tías, ni que decirlo, la contemplaban más orgullosas de sí mismas que de su sobrina, y se decían que aunque todas las demás jóvenes se alejaran del recto camino, gracias al cielo, semejante baldón nunca caería sobre la hermosa heredera de los Katzenellenbogen. Sin embargo, aunque el barón de Landshort no tenía más que aquella hija única, no por eso era menos numerosa su familia, pues había querido darle la Providencia toda una legión de parientes sin fortuna, que, cual es de común en todos aquellos parientes cuyo afecto conviene poco, mostraban una clara disposición y hasta un cariño enorme hacia el barón, al que se sentían muy apegados, y aprovechaban cualquier circunstancias para dejarse caer como un enjambre sobre el castillo para darle muestras de su amor. Cada fiesta familiar era celebrada por estas buenas gentes a costa del barón, y cuando ya habían comido y bebido hasta reventar declaraban enternecidos que nada había sobre la faz de la tierra, y aun en los cielos, como las deliciosas reuniones de familia que tanto les alegraban los corazones.
Pronto dieron sus frutos los rigores de aquella educación. La joven dama era un perfecto ejemplo de discreción. Mientras las demás muchachas de su edad, cual flores mundanas que cada mano puede acariciar y tirar después, marchitaban el brillo de su hermosura encantadora en los torbellinos del mundo y la vida, nuestra modesta y encantadora virgen, tan hermosa, dirigida siempre por sus virtuosas cancerberas, florecía como el botón de una rosa solitaria que se alza y abre magnífica en su esplendor entre todas las espinas que la cercan. Sus tías, ni que decirlo, la contemplaban más orgullosas de sí mismas que de su sobrina, y se decían que aunque todas las demás jóvenes se alejaran del recto camino, gracias al cielo, semejante baldón nunca caería sobre la hermosa heredera de los Katzenellenbogen. Sin embargo, aunque el barón de Landshort no tenía más que aquella hija única, no por eso era menos numerosa su familia, pues había querido darle la Providencia toda una legión de parientes sin fortuna, que, cual es de común en todos aquellos parientes cuyo afecto conviene poco, mostraban una clara disposición y hasta un cariño enorme hacia el barón, al que se sentían muy apegados, y aprovechaban cualquier circunstancias para dejarse caer como un enjambre sobre el castillo para darle muestras de su amor. Cada fiesta familiar era celebrada por estas buenas gentes a costa del barón, y cuando ya habían comido y bebido hasta reventar declaraban enternecidos que nada había sobre la faz de la tierra, y aun en los cielos, como las deliciosas reuniones de familia que tanto les alegraban los corazones.

Por
el tiempo a que se refiere mi relato, se celebró en el castillo una
gran reunión de familia para tratar de un asunto de la mayor
importancia: buscar un marido conveniente a la hija del barón. A
tales efectos habíase celebrado una reunión entre el barón de
Landshort y un viejo y noble caballero de Baviera, para negociar
acerca de la unión de las casas de ambos mediante el
matrimonio de sus hijos; incluso se habían iniciado ya los
preparativos del casamiento con toda la escrupulosidad que la
empresa requería, aunque aún no se hubieran visto ni hablado los
futuros contrayentes... Se designó hasta el día para la ceremonia,
por lo que se cursó recado urgente al joven conde Von Altenburg, el
futuro esposo, que servía en los ejércitos imperiales, a fin de que
se pusiera en camino para recibir la blanca y pura mano de la hija
del barón. Desde Würtzburg, donde había hecho noche, llegaron al
castillo cartas suyas anunciando en una el día, y en la otra la hora
aproximada, en que llegaría.
Todo
el castillo se dispuso a darle la bienvenida adecuada. La novia se
había vestido para la ocasión con especial cuidado. Sus tías
habían vigilado con minuciosidad máxima su tocado,
escogiendo cada adorno del vestido no sin discutirlo largo rato, cosa
que aprovechó la joven, dicho sea de paso, para seguir su propio
gusto, que, por ventura, era muy delicado. Cabe decir que estaba todo
lo hermosa que podía desear un esposo, pues además la emoción de
la espera hacía que le brillasen los ojos, y que lucieran sus
encantos todos, con un fulgor nuevo. El rubor que
cubría su cara; las palpitaciones de su seno, tibia y dulcemente
agitado; sus ojos, de tanto en tanto ensoñecidos, todo, en fin,
proclamaba el tumulto de emociones que se había despertado en su
joven y tierno corazón. Sus tías, siempre a su lado, le daban
graves consejos sobre las maneras que debía observar, sobre las
cosas que debía decir, para dar al futuro esposo el recibimiento más
honesto.
El
barón no era ajeno a todas aquellas expectativas; aunque nada tenía
que hacer, pues ya se encargaban los demás de todo, su naturaleza de
hombre inquieto le hacía ir y venir de aquí para allá, entre
criados y amas, exhortándoles a trabajar duramente aunque no
se concedieran un breve descanso, de forma tal que se le oía zumbar
en las habitaciones y en los patios, como esas moscas inclementes e
inoportunas que no hacen otra cosa que incomodarnos en los días del
verano. Mientras tanto, ya había sido sacrificada y dispuesta para
los pucheros la ternera más grande de cuantas tenía en la granja;
ya por los bosques habían resonado los gritos de alerta y victoria
de los cazadores dedicados a cobrar exquisitas piezas; ya estaba la
cocina atiborrada de viandas para preparar; ya las bodegas
rebosaban de océanos de Rhein-Wein y hasta el gran tonel de
Heidelberg prestó su contribución a la fiesta... Todo, en fin,
estaba dispuesto para recibir cual era debido hacerlo al distinguido
huésped, con tanto Sausy Braus como es propio de las normas de la
hospitalidad germana; pero el novio tan esperado no aparecía;
pasaron horas y más horas y no llegó.
El
sol, cuyos rayos penetraban hasta lo más profundo de los ricos
bosques de Odenwald, acabó por derramar su luz sólo sobre las
cumbres de la montaña. El barón, desde la más alta torre de su
castillo, se fatigaba la vista inútilmente mirando en lontananza,
ansioso por avistar al conde y su séquito. Una vez creyó
verlo al fin; el sonido de un cuerno, prolongado en el aire por los
ecos del valle, resonó en sus oídos y le alegró el corazón. Vio a
lo lejos muchos hombres a caballo que avanzaban por el camino... Mas
apenas llegaron al pie de la montaña, tomaron de pronto una
dirección que desde luego no conducía al castillo.
Se
ocultó al fin el sol lentamente. A la tenue luz del crepúsculo, los
murciélagos empezaron a revolotear girando enloquecidos sobre su
cabeza; el camino se hacía cada vez más oscuro; ya no se veía ni
oía a nadie; sólo, de vez en vez, a cualquier labriego fatigado por
la dura jornada que caminaba pesadamente hacia su choza. Todos los
que estaban en el castillo del barón mostraban una perplejidad
absoluta, cuando no gran inquietud... Mientras, en otro lugar de
Odenwald, acontecía en el mismo momento una escena al menos curiosa.
El joven conde Von Altenburg marchaba tranquilamente; iba al trote
corto, sin prisa, con esa satisfacción propia de un hombre que en
breve tomará por esposa a una bella y joven dama, cuando ya sus
amistades lo han liberado de todas las trabas y han disipado todas
sus incertidumbres, propias, por lo demás, de quien se ve obligado a
hacer la corte. Estaba seguro el conde de que su futura esposa le
esperaba para ofrecerle una magnífica mesa con la que regalarse tras
el largo camino. Mas ocurrió que se había encontrado en Würtzburg
con un compañero de armas, con el que había servido algún tiempo
atrás en la frontera. Herman Von Starkenfaust era uno de los
guerreros más fornidos, intrépidos y temibles de la
caballería alemana. Volvía ahora, ya licenciado, al castillo de su
padre, no muy alejado del de Landshort, aunque hay que mencionar que
una antigua querella mantenía aún, por aquel tiempo, la
enemistad de las dos familias, a la que sin embargo eran ajenos el
conde y el caballero. En la alegría que a los dos embargó
por su encuentro, ambos se contaron sus últimas aventuras y
avatares; el conde, naturalmente, le dijo que iba a contraer
matrimonio con una dama a la que jamás había visto, pero de la que
tenía las mejores nuevas, incluso las referencias más maravillosas.
Como iban en la misma dirección, convinieron en hacer juntos el
resto del viaje; a fin de hacerlo aún con mayor comodidad,
abandonaron Würtzburg a hora muy temprana de la mañana, ordenando
el conde a su séquito que saliera más tarde para darles
alcance y reunirse de nuevo.
Con
el relato de sus aventuras, entre las que no faltaban tales o cuales
combates, fueron haciéndose más grato el viaje, de común tedioso;
el conde, por lo demás, en ocasiones se excedía al hablar de
aquella prometida a la que jamás había visto, diciendo por ejemplo
que era la mujer más hermosa del mundo y otras y muy felices cosas
por el estilo... Sin que se hiciera apenas un silencio entre ellos,
se adentraron, pues, en las montañas de Odenwald y atravesaron uno
de los desfiladeros más oscuros y peligrosos del viaje.
Es
bien sabido que los bosques de Germania albergaban por aquel tiempo
muchos bandidos, casi tantos como castillos llenos de fantasmas
había, y en la época en que transcurre esta verídica narración,
eran muchos los desertores
de la milicia a los
que no les había quedado otro remedio, a fin de evitar la muerte,
que echarse a los caminos organizados en bandas de salteadores. Nadie
ha de sorprenderse, así las cosas, si digo que nuestros dos
caballeros fueron atacados al cabo por una banda de ladrones cuando,
atrás ya el desfiladero, se adentraron en el bosque. Se defendieron
con gran coraje, como es lógico; lucharon largo tiempo, y ya estaban
a punto de sucumbir, empero, cuando acudió el séquito del conde en
su auxilio. Huyeron los bandidos entonces; mas el conde había
recibido una herida mortal y no tardaría mucho en fallecer. Antes,
sin embargo, se le llevó con cuidado a Würtzburg para que fuese
atendido por un sabio monje que lo mismo curaba las almas que los
cuerpos...
En vano. La mitad de su talento, la que curaba los cuerpos, se demostró incapaz de evitar que allí concluyesen los días del pobre conde Von Altenburg. En su lecho de muerte suplicó el conde a su amigo que se dirigiese al castillo del barón de Landshort tan presto como pudiera para comunicar la causa de que no hubiese estado junto a su prometida en la hora anunciada; aunque no se tratase del amante más apasionado, sí hay que hacer notar que era probablemente el hombre más cumplidor de sus obligaciones y palabra, y se mostraba ciertamente dolido por no haber hecho acto de presencia donde se le esperaba. También por la misma razón suplicaba al amigo que cumpliese cuanto antes su encargo. «Si no se hace así —le dijo—, no reposaré tranquilo en mi tumba». Lo repitió hasta dos veces más, solemnemente.
Tan viva súplica no necesitaba más que ser atendida, sin otras consideraciones; así, pues, el guerrero Starkenfaust calmó a su amigo prometiéndole cumplir fielmente su última voluntad y le tendió su mano para darle la prueba necesaria de la validez de su palabra. El moribundo llevó la mano del amigo a su corazón, muy agradecido por su gesto noble, y apenas unos pocos segundos después comenzaba a delirar trágicamente. Habló, en su sinrazón, de su prometida, de la felicidad que le aguardaba junto a ella; dio órdenes para que se le preparase un caballo con el que dirigirse cuanto antes hacia el castillo de Landshort... Y murió soñando que galopaba.
Starkenfaust exhaló entonces un suspiro y se echó a llorar, lamentándose de tan trágica como prematura muerte; no obstante, pronto pensó en el encargo hecho por su amigo antes de expirar; sentía una opresión terrible en el pecho y tenía la cabeza atormentada por la inquietud y la prisa de cumplir cuanto antes aquella última voluntad del conde, pues no en vano tenía que presentarse en la casa de los enemigos históricos de su familia sin haber sido invitado, y encima para acabar con las ilusiones y con la alegría de los allí reunidos, comunicándoles tan triste nueva... Pero, al tiempo, cobraba en él fuerza, paulatinamente, una cierta curiosidad por ver de cerca a la bella Katzenellenbogen, cuya fama de hermosa se extendía ya más allá de la comarca y a quien tan alejada del mundo habían tenido siempre... No en vano era Starkenfaust un rendido, si no devoto, admirador del bello sexo, y se daba en su carácter, además, una cierta tendencia a la originalidad en sus comportamientos, que lo llevaba a emprender cualquier aventura con que sólo se le pasara una vez por la cabeza. Antes de partir, cuidadoso como lo era con los detalles, hizo los necesarios arreglos con los frailes del convento para la celebración del funeral por su amigo, que sería enterrado posteriormente en la catedral de Würtzbug, en la cripta de sus antepasados, y los servidores del conde, llenos de tristeza, cargaron con sus restos para hacer el trágico traslado hasta la iglesia.
En vano. La mitad de su talento, la que curaba los cuerpos, se demostró incapaz de evitar que allí concluyesen los días del pobre conde Von Altenburg. En su lecho de muerte suplicó el conde a su amigo que se dirigiese al castillo del barón de Landshort tan presto como pudiera para comunicar la causa de que no hubiese estado junto a su prometida en la hora anunciada; aunque no se tratase del amante más apasionado, sí hay que hacer notar que era probablemente el hombre más cumplidor de sus obligaciones y palabra, y se mostraba ciertamente dolido por no haber hecho acto de presencia donde se le esperaba. También por la misma razón suplicaba al amigo que cumpliese cuanto antes su encargo. «Si no se hace así —le dijo—, no reposaré tranquilo en mi tumba». Lo repitió hasta dos veces más, solemnemente.
Tan viva súplica no necesitaba más que ser atendida, sin otras consideraciones; así, pues, el guerrero Starkenfaust calmó a su amigo prometiéndole cumplir fielmente su última voluntad y le tendió su mano para darle la prueba necesaria de la validez de su palabra. El moribundo llevó la mano del amigo a su corazón, muy agradecido por su gesto noble, y apenas unos pocos segundos después comenzaba a delirar trágicamente. Habló, en su sinrazón, de su prometida, de la felicidad que le aguardaba junto a ella; dio órdenes para que se le preparase un caballo con el que dirigirse cuanto antes hacia el castillo de Landshort... Y murió soñando que galopaba.
Starkenfaust exhaló entonces un suspiro y se echó a llorar, lamentándose de tan trágica como prematura muerte; no obstante, pronto pensó en el encargo hecho por su amigo antes de expirar; sentía una opresión terrible en el pecho y tenía la cabeza atormentada por la inquietud y la prisa de cumplir cuanto antes aquella última voluntad del conde, pues no en vano tenía que presentarse en la casa de los enemigos históricos de su familia sin haber sido invitado, y encima para acabar con las ilusiones y con la alegría de los allí reunidos, comunicándoles tan triste nueva... Pero, al tiempo, cobraba en él fuerza, paulatinamente, una cierta curiosidad por ver de cerca a la bella Katzenellenbogen, cuya fama de hermosa se extendía ya más allá de la comarca y a quien tan alejada del mundo habían tenido siempre... No en vano era Starkenfaust un rendido, si no devoto, admirador del bello sexo, y se daba en su carácter, además, una cierta tendencia a la originalidad en sus comportamientos, que lo llevaba a emprender cualquier aventura con que sólo se le pasara una vez por la cabeza. Antes de partir, cuidadoso como lo era con los detalles, hizo los necesarios arreglos con los frailes del convento para la celebración del funeral por su amigo, que sería enterrado posteriormente en la catedral de Würtzbug, en la cripta de sus antepasados, y los servidores del conde, llenos de tristeza, cargaron con sus restos para hacer el trágico traslado hasta la iglesia.
Mas,
volvamos de nuevo a la familia de los Katzenellenbogen... Esperaban
todos impacientemente al novio, y no menos impacientemente, que se
sirviera la comida... Y volvamos al barón, al que dejamos en su
torre vigía... Desesperado el barón porque ya se había
cerrado la noche sin que diera señales de vida el futuro esposo de
su hija, bajó de la torre. El banquete, que se había retrasado ya
más de lo necesario, no se podía demorar por más tiempo pues
comenzaban a secarse algunas de las viandas preparadas; el jefe de
los cocineros, muy apurado y nervioso, pero no sólo él, sino la
servidumbre toda, y los pinches de la cocina, y naturalmente los
parientes, todos, en fin, mostraban un hambre semejante al que pueda
tener todo un batallón de soldados tras días y días sin probar
bocado. Muy a su pesar, no le quedó al barón más remedio que dar
su consentimiento para que todos ellos recibieran la ración
pertinente, aunque aún no hubiera hecho acto de presencia el
invitado de honor.
Tomaron
todos asiento, al fin, ante su plato; ya iban a dar cuenta del
banquete, cuando se dejó sentir a poca distancia la llamada de un
cuerno, lo que inequívocamente anunciaba la presencia inminente
de un viajero... Sonaron más toques, prolongados por los ecos de los
patios del castillo, que fueron respondidos por los cuernos de la
guardia para dar cuenta de que se le franqueaba el paso al que
llegaba. El barón salió apresuradamente a dar la bienvenida a quien
creía su futuro yerno.
Ya
habían bajado los guardias el puente levadizo, ya se encontraba el
viajero ante la reja de la puerta... Era un caballero alto y muy
fuerte, a lomos de un poderoso caballo negro; llegaba muy pálido,
pero tenía brillantes los ojos; una muy honda melancolía parecía
haber impresionado su semblante y le daba un aspecto más que notable
de héroe romántico... El barón se lamentó de verle llegar solo y
sin equipaje; por un momento se sintió herido en su dignidad, pues
aquel a quien tenía por el prometido de su hija se presentaba con
tales y tan lamentables trazas ante la familia, de rancio abolengo
y gran distinción, a la que iba a unirse... En suma, se dijo que su
futuro yerno era un tanto descortés, no importaba lo muy duro que le
hubiera resultado el viaje... Así y todo, se calmó pronto el barón,
diciendo para sus adentros que a buen seguro había procedido así
debido a la ansiedad que tenía por conocer a su hija, lo que le
llevó a ponerse en camino sin aguardar a su servidumbre y sin
acicalarse siquiera.
—Lo
siento —dijo el recién llegado—; no quería llegar a vuestra
casa a hora tan intempestiva...
El barón lo interrumpió entonces con un auténtico chaparrón de cumplidos, que acompañaba de miles de saludos cordiales, ya que, olvidada su desazón y su resentimiento anteriores, el caballero se había expresado de manera tan elocuente y diplomática. Quiso el extraño detener aquel torrente de palabras, un par de veces, alzando la mano; pero viendo que era imposible hacer que el barón callase para escucharle, se resignó, bajó la cabeza y esperó a que acabara.
El barón lo interrumpió entonces con un auténtico chaparrón de cumplidos, que acompañaba de miles de saludos cordiales, ya que, olvidada su desazón y su resentimiento anteriores, el caballero se había expresado de manera tan elocuente y diplomática. Quiso el extraño detener aquel torrente de palabras, un par de veces, alzando la mano; pero viendo que era imposible hacer que el barón callase para escucharle, se resignó, bajó la cabeza y esperó a que acabara.
Así
llegaron al último patio del castillo. Al fin hizo el barón una
pausa; mas en cuanto el caballero intentó abrir la boca para
explicarse, de nuevo fue interrumpido, ahora por la irrupción de las
mujeres de la familia, que llevaban de las manos a la novia, modosa
ésta, pugnando vergonzosa por esconderse tras ellas,
ruborizada dulcemente en su sonrisa... No pudo por menos que
contemplarla arrebatado el caballero, como en éxtasis; tal parecía
que se hubiera enajenado su alma al contemplar a tan bella
damita. Una de las tías solteronas murmuró entonces unas palabras
al oído de la hermosa y virginal muchacha, que hizo un gran esfuerzo
para hablar, alzando tímidamente sus ojos de un azul profundo,
húmedos por las alegres lágrimas que intentaba reprimir. Miró al
caballero, pero fue sólo un segundo, pues de inmediato bajó los
ojos otra vez. No le brotó una sola palabra de entre los labios,
pero una graciosa sonrisa que vagaba por su boca le marcó dos no
menos lindos hoyuelos en sus mejillas de rosa, como si hubiera
querido demostrarle que nada le placía más que su presencia. Era
imposible, ciertamente, que una damita en la tierna y feliz edad de
los dieciocho años, dispuesta a entregarse al amor y al matrimonio
en cuerpo y en alma, no quedase encantada ante la presencia de un
caballero como aquél, de porte tan impresionante y de nobleza
más que evidente. El caballero se presentaba muy tarde, por lo que
no había tiempo para más preámbulos, ni mucho menos para
seguir hablando. El barón era hombre que se distinguía por adoptar
decisiones rápidamente, así que, dejando para el día siguiente
cualquier explicación, hizo que todos tomaran asiento a la mesa para
que se diera inicio, de una vez por todas, al banquete de bienvenida,
aún intacto.
La
mesa estaba servida en el gran salón del castillo. Los muros,
cubiertos de retratos de los héroes de la familia Katzenellenbogen,
alguno de los cuales, por cierto, era incluso bien parecido, y
de incontables trofeos de caza, y otros obtenidos en justas
memorables a lo largo de los tiempos. Había también, en tan severa
decoración, petos y cotas destrozados, lanzas rotas, pendones
desgarrados, estandartes pisoteados por los caballos,
salpicado todo ello con los despojos de los animales cazados:
la quijada de algún lobo, los colmillos de un jabalí, algunos de
aspecto tan amenazador como las ballestas y las flechas junto
a las que eran exhibidos, al lado de mazas, hachas y espadas
cruzadas. Aquel a quien tenían por el novio prestó poca atención,
sin embargo, a la sociedad que lo rodeaba y al mismísimo festín que
se le ofrecía, con ser extraordinario; por el contrario, no hacía
más que mirar a la hermosa novia. Hablaba tan bajo que los
convidados no podían oírle, pues téngase en cuenta que los
enamorados apenas tienen voz, de tan arrebatados; el amor
murmura suave y dulcemente su lenguaje. Sólo esperaba el caballero
una palabra de la novia, pues qué amante es tan poco sutil
como para no estremecerse de gozo con el más leve sonido de la voz
de su amada?
Aquella ternura y aquella gravedad que se daban en el recién llegado, la exquisitez de sus modales en contraste con su aspecto fiero, impresionaron profundamente a la virginal damita, que le prestaba una atención máxima mientras cambiaba del suave arrebol al rubor intenso; de vez en vez balbucía una respuesta, y cuando los ojos del caballero dejaban de mirarla, le lanzaba ella una mirada, de reojo y a hurtadillas, para saciarse con su romántica apostura... Naturalmente, exhalaba entonces un suspiro encantador. Era más que evidente que ambos habían sucumbido ya a la más ardorosa pasión. Las tías solteronas de la damita, harto versadas ellas en los secretos del corazón, se decían por lo bajo que ambos se habían enamorado nada más verse, cosa de la que se congratulaban.
Aquella ternura y aquella gravedad que se daban en el recién llegado, la exquisitez de sus modales en contraste con su aspecto fiero, impresionaron profundamente a la virginal damita, que le prestaba una atención máxima mientras cambiaba del suave arrebol al rubor intenso; de vez en vez balbucía una respuesta, y cuando los ojos del caballero dejaban de mirarla, le lanzaba ella una mirada, de reojo y a hurtadillas, para saciarse con su romántica apostura... Naturalmente, exhalaba entonces un suspiro encantador. Era más que evidente que ambos habían sucumbido ya a la más ardorosa pasión. Las tías solteronas de la damita, harto versadas ellas en los secretos del corazón, se decían por lo bajo que ambos se habían enamorado nada más verse, cosa de la que se congratulaban.
Así
transcurrió el festín, pues, entre el beneplácito de
los invitados; mas acabó un poco salvajemente, pues los parientes
del barón dieron cuenta de las viandas con ese apetito depredador
que es propio de quien anda de común con la bolsa vacía y encima
respirando de continuo el sano aire de las montañas. Como no podía
ser de otra forma, narró el barón lo más granado de sus historias
y anecdotario, pero hay que decir que pocas veces lo había hecho tan
bien como entonces. Si en una de sus narraciones había algún
acontecimiento maravilloso, quienes lo escuchaban quedaban aún más
encantados que los personajes de la historia; si decía alguna
jocosidad, sabían cuándo reírse en el momento oportuno
Cabe
añadir que el barón, como la gran mayoría de los señores de su
tiempo, poseía una dignidad enorme y no era, por ello, hombre dado a
las excentricidades y a los chascarrillos groseros, por
lo que pocos eran los que tenían por una tontería plena sus
historias; y si creía haber consentido en cualquier cosa chocarrera,
bien que a su pesar, y aunque los demás no lo hubiesen advertido,
acudía presto al vino el barón para llenarles las copas,
forzar un brindis y dejar que cayera el velo del vino así de
gratamente bebido sobre su desliz anterior. Naturalmente, una gracia,
por muy absurda e involuntaria que sea, siempre es bien recibida
cuando el dueño de la casa la acompaña con una invitación a beber
un caldo excelente.
Entre los invitados, por lo demás, los espíritus más pobres y mezquinos de la parentela del barón aprovechaban el contento general para decir cosas que en otra ocasión jamás se hubieran atrevido a proclamar. Susurraban al oído de las mujeres mil cuentos festivos, algunos incluso procaces, que atacaban de risa convulsa a quienes los oían... y a quienes los contaban, claro... Un primo carnal del barón, por ejemplo, un hombre muy pobre pero que no por ello era malhumorado y sombrío, sino todo lo contrario, un hombre sanote y de cara muy colorada, se puso a aullar en un momento dado, más que a cantar, varias de esas cancioncillas populares que las púdicas tías solteronas de la novia oyeron a través del abanico abierto con el que se tapaban la cara.
Entre los invitados, por lo demás, los espíritus más pobres y mezquinos de la parentela del barón aprovechaban el contento general para decir cosas que en otra ocasión jamás se hubieran atrevido a proclamar. Susurraban al oído de las mujeres mil cuentos festivos, algunos incluso procaces, que atacaban de risa convulsa a quienes los oían... y a quienes los contaban, claro... Un primo carnal del barón, por ejemplo, un hombre muy pobre pero que no por ello era malhumorado y sombrío, sino todo lo contrario, un hombre sanote y de cara muy colorada, se puso a aullar en un momento dado, más que a cantar, varias de esas cancioncillas populares que las púdicas tías solteronas de la novia oyeron a través del abanico abierto con el que se tapaban la cara.
En
medio de tan tumultuosa como alegre reunión, el recién
llegado, sin embargo, mantenía una extraña gravedad que
contrastaba, no obstante con su delicada educación, de la que hacía
gala en todo momento, con la algarabía reinante a su
alrededor. A medida que avanzaba la noche, sin embargo, se le vio más
triste y pensativo, y cosa aún más sorprendente, las historias del
barón, en vez de divertirle, como a los demás, le hacían sentirse
más melancólico y evocador... A veces parecía sumido en una honda
meditación; otras, un vistazo huraño, inquieto y furtivo que
echase a los demás, denotaban la turbación en que se
debatían sus pensamientos y el sentir de su alma. No obstante,
conversaba con la novia; mas eran sus palabras, con ella, tan
animadas como misteriosas. Aquel misterio que había en algunas de
las cosas que decía el caballero, hizo que la frente antes serena de
la doncella comenzara a oscurecerse con nubes negras de pena; su
corazón comenzaba a palpitar sobresaltado, no por el entusiasmo del
amor, sino por el temor de una pena muy grande.
Aquello,
naturalmente, no pudo escapar a la atención de varios de los allí
presentes. La inexplicable y súbita tristeza de la novia, y
la rigidez del caballero, llenó de inquietud a quienes les
observaban, al punto de que, poco después, todos hablaban en voz
baja, habían cesado los cánticos y las bromas, se miraban
acongojados... Se testimoniaban, en fin, su sorpresa ante
aquella melancolía de los amantes, cuya causa ignoraban. Poco a poco
fue haciéndose el silencio en el gran salón del castillo. Se
entrecortaban las conversaciones, aun las que se hacían en voz más
baja, con un lúgubre silencio... Y donde antes hubo
algarabía, fiesta, relatos jocosos y hasta indecentes,
comenzaron a producirse narraciones trágicas, de aventuras
sobrenaturales las más... A un cuento realmente pavoroso
sucedía otro aún más terrible. El barón hizo que más de una dama
estuviera a punto de sufrir un síncope, con el relato sobre un
espectro que llevaba a la grupa de su caballo a la bella Leonora...
Una historia espantosa, es cierto, pero real; una historia que
después de sucedida apareció en versos magníficos que en el
presente admira el mundo entero.
El
caballero al que todos tenían por el prometido de la hija del barón
escuchó aquella historia atentamente y quedó impresionado a tal
punto, que hubo de levantarse de su silla, haciendo mucho ruido,
antes de que el anfitrión la concluyera. Al hacerlo, destacó
sobremanera su gran estatura; el barón, que era hombre de corta
talla, como ya se ha señalado, creyó hallarse entonces ante la
presencia de un gigante, o de algún otro ser nacido de las historias
fantásticas a las que tanto propendía. Oyó el caballero de pie,
pues, el final de la narración del padre de la novia; lanzó
entonces un hondo suspiro y se despidió de los allí presentes con
educación y mucha solemnidad, dejándolos perplejos. Miraron
todos al barón, entonces, que además de atónito parecía
haber sido tocado por un rayo.
—¡No
podéis abandonar el castillo a estas horas! —le dijo el barón,
rehaciéndose—. Es la recepción que os brindamos... Y ya os hemos
dispuesto aposentos para que descanséis...
Pero el caballero movió la cabeza triste y misteriosamente.
—Debo —dijo al fin— pasar esta noche en otros aposentos, bien distintos de los que me ofrecéis.
Algo en su tono hizo que el barón se conmoviera, mas, como era hombre orgulloso, repitió su hospitalario ofrecimiento. El caballero, no obstante, se limitaba a negar con la cabeza, sin decir palabra, mirando al suelo. Al fin alzó la mano, en señal de despedida, y abandonó el salón. Las tías solteronas de la bella novia se quedaron de piedra; la hermosa virgen escondió sus ojos a la mirada de los demás para que no viesen que lloraba.
Pero el caballero movió la cabeza triste y misteriosamente.
—Debo —dijo al fin— pasar esta noche en otros aposentos, bien distintos de los que me ofrecéis.
Algo en su tono hizo que el barón se conmoviera, mas, como era hombre orgulloso, repitió su hospitalario ofrecimiento. El caballero, no obstante, se limitaba a negar con la cabeza, sin decir palabra, mirando al suelo. Al fin alzó la mano, en señal de despedida, y abandonó el salón. Las tías solteronas de la bella novia se quedaron de piedra; la hermosa virgen escondió sus ojos a la mirada de los demás para que no viesen que lloraba.
El
barón, no obstante, y por hacer que prevaleciera su dignidad, se
levantó para ir tras el caballero, alcanzándole cuando llegaba al
patio donde su poderoso caballo negro golpeaba impacientemente el
suelo de piedra con sus cascos. El caballero, entonces, y como no
quería mostrar descortesía para con su anfitrión, se volvió
y dijo con voz ahogada, casi sepulcral:
—Ahora que nadie nos oye puedo deciros el secreto de mi marcha... He hecho una promesa solemne y he de cumplirla...
—¿Cómo? —dijo el barón—. ¿Y no os puede reemplazar alguien de vuestra confianza para cumplir ese compromiso?
—Nadie puede reemplazarme. Estoy obligado por mi palabra a ir a la catedral de Würtzburg
—Bien, de acuerdo —aceptó el barón—. Id presto, pero tendréis que regresar mañana en busca de mi hija.
—No —dijo muy lúgubre el caballero—; no he dado mi palabra de llevar a vuestra hija al altar de la catedral de Wützburg. Me esperan los gusanos de la sepultura... Estoy muerto... Me asesinaron unos salteadores de caminos... Mi cuerpo yace ahora en la catedral de Wützburg y seré enterrado a medianoche... Mi tumba, pues, me aguarda abierta; es preciso que cumpla mi palabra.
Montó rápidamente a caballo, cruzó como una flecha el puente levadizo y pronto se perdió el eco de los cascos de su montura, barridos por un súbito viento feroz y la oscuridad de la noche.
El barón, profundamente consternado, volvió al salón del castillo donde se había celebrado el festín y contó lo que acababa de pasarle... Dos damas de las allí presentes se desmayaron de golpe. Otras se pusieron enfermas sólo de pensar que habían compartido mesa con un espectro. Varios de los parientes del barón creyeron que aquel caballero fantasmagórico podía ser el cazador al que aluden tantas leyendas alemanas. Otros hablaron de los espíritus de las montañas, de los duendes y demonios de los bosques, en fin, de una buena cantidad de seres sobrenaturales, cuyas historias han espantado desde tiempo inmemorial a las buenas gentes de Germania. Uno de los parientes más pobres del barón incluso supuso, y así lo proclamó, que acaso aquello no fuera más que una broma del novio, una disculpa para retirarse, añadiendo que su sombría apariencia, y hasta su clara extravagancia, no hacían presagiar nada bueno, a pesar de sus modales. Ni que decir tiene que de inmediato mostraron su indignación ante aquellas palabras los allí presentes, y sobre todo el barón, que lo miró como si fuera un renegado de la fe verdadera...
El pobre incrédulo no tuvo más remedio que abjurar de inmediato de su herejía y abrazar con fervor la fe de los verdaderos creyentes, aun en los espectros. Mas, cualesquiera que hubieran sido las dudas, quedaron disipadas por completo a la mañana siguiente, cuando llegaron al castillo heraldos con la mala nueva de la muerte del joven conde y de su entierro en la catedral de Wützburg... Es fácil imaginar la consternación que aquellas noticias causaron en el castillo. El barón se encerró en su cuarto para llorar sin ser visto; los invitados que la noche anterior tanto regocijo mostraran no querían, sin embargo, dejarle solo con su dolor y vagaban por los patios, o se reunían en los salones, para lamentarse, más que por el fallecimiento del novio, por la tristeza de tan gran hombre como era el barón, valedor de muchos de ellos. Acaso por afán de cobrar fuerza y valor ante la desgracia fue por lo que comieron y bebieron abundantemente a lo largo del día. La pobre y virginal doncella, viuda antes de casarse, era quien más lástima daba... ¡Había perdido a su esposo antes de haberlo abrazado siquiera! ¡Y qué esposo!
—Ahora que nadie nos oye puedo deciros el secreto de mi marcha... He hecho una promesa solemne y he de cumplirla...
—¿Cómo? —dijo el barón—. ¿Y no os puede reemplazar alguien de vuestra confianza para cumplir ese compromiso?
—Nadie puede reemplazarme. Estoy obligado por mi palabra a ir a la catedral de Würtzburg
—Bien, de acuerdo —aceptó el barón—. Id presto, pero tendréis que regresar mañana en busca de mi hija.
—No —dijo muy lúgubre el caballero—; no he dado mi palabra de llevar a vuestra hija al altar de la catedral de Wützburg. Me esperan los gusanos de la sepultura... Estoy muerto... Me asesinaron unos salteadores de caminos... Mi cuerpo yace ahora en la catedral de Wützburg y seré enterrado a medianoche... Mi tumba, pues, me aguarda abierta; es preciso que cumpla mi palabra.
Montó rápidamente a caballo, cruzó como una flecha el puente levadizo y pronto se perdió el eco de los cascos de su montura, barridos por un súbito viento feroz y la oscuridad de la noche.
El barón, profundamente consternado, volvió al salón del castillo donde se había celebrado el festín y contó lo que acababa de pasarle... Dos damas de las allí presentes se desmayaron de golpe. Otras se pusieron enfermas sólo de pensar que habían compartido mesa con un espectro. Varios de los parientes del barón creyeron que aquel caballero fantasmagórico podía ser el cazador al que aluden tantas leyendas alemanas. Otros hablaron de los espíritus de las montañas, de los duendes y demonios de los bosques, en fin, de una buena cantidad de seres sobrenaturales, cuyas historias han espantado desde tiempo inmemorial a las buenas gentes de Germania. Uno de los parientes más pobres del barón incluso supuso, y así lo proclamó, que acaso aquello no fuera más que una broma del novio, una disculpa para retirarse, añadiendo que su sombría apariencia, y hasta su clara extravagancia, no hacían presagiar nada bueno, a pesar de sus modales. Ni que decir tiene que de inmediato mostraron su indignación ante aquellas palabras los allí presentes, y sobre todo el barón, que lo miró como si fuera un renegado de la fe verdadera...
El pobre incrédulo no tuvo más remedio que abjurar de inmediato de su herejía y abrazar con fervor la fe de los verdaderos creyentes, aun en los espectros. Mas, cualesquiera que hubieran sido las dudas, quedaron disipadas por completo a la mañana siguiente, cuando llegaron al castillo heraldos con la mala nueva de la muerte del joven conde y de su entierro en la catedral de Wützburg... Es fácil imaginar la consternación que aquellas noticias causaron en el castillo. El barón se encerró en su cuarto para llorar sin ser visto; los invitados que la noche anterior tanto regocijo mostraran no querían, sin embargo, dejarle solo con su dolor y vagaban por los patios, o se reunían en los salones, para lamentarse, más que por el fallecimiento del novio, por la tristeza de tan gran hombre como era el barón, valedor de muchos de ellos. Acaso por afán de cobrar fuerza y valor ante la desgracia fue por lo que comieron y bebieron abundantemente a lo largo del día. La pobre y virginal doncella, viuda antes de casarse, era quien más lástima daba... ¡Había perdido a su esposo antes de haberlo abrazado siquiera! ¡Y qué esposo!
Si
era así de agraciado e imponente como espectro, ¿cómo
habría sido en vida? Lloraba y se lamentaba llenando las estancias
todas del castillo con su dolor, salvo el comedor donde se hartaban
los parientes. Pasó la segunda noche de su viudez en su cuarto,
acompañada de una de sus tías, que tenía el decidido empeño de
dormir junto a ella. Esta mujer, su tía, a la que conmocionaban
especialmente las historias de fantasmas y aparecidos en general, y
que además sabía narrarlas muy bien, contó uno de aquellos cuentos
a su sobrina, para que se quedase dormida, mas la que se durmió al
cabo fue ella misma, aun sin terminarla, pero hay que decir que
escogió para la ocasión una de las historias más largas de cuantas
se sabía... Aquella habitación estaba bastante apartada de las
demás y daba a un pequeño jardín; la hija del barón, dormida ya
su tía, sumida en sus recuerdos y en las expectativas frustradas, la
virginal y contrita muchacha, contemplaba la pálida claridad
de la luna en cuarto creciente, que parecía temblar entre las hojas
de las ramas de un álamo que se alzaba frente a la ventana. El reloj
del castillo había dado ya las doce cundo se dejó sentir en el
jardín una dulce música de laúd, muy melodiosa y grata. La
joven se levnató de inmediato del lecho y acudió para
asomarse a la ventana. Oculto entre las sombras de los árboles
apenas se divisaba un fantasma; mas la luna le prestó su luz para
que pudiera verlo... ¡Era el espectro de su novio! Más que de la
visión espectral, se asustó entonces la doncella por el grito de
terror que escuchó justo tras ella... Su tía, a la que había
despertado aquella música, también acudió a la ventana; gritó al
contemplar al fantasma y se desmayó. Cuando recuperó el sentido, la
visión ya se había esfumado.
De las dos, fue la tía quien requirió más atenciones, pues el terror experimentado ante aquello acabó por trastornarla durante un tiempo. La muchacha, por el contrario, hasta en el espectro de su novio encontraba dulzura y encantamiento placentero; a fin de cuentas, siempre que se le aparecía conservaba su apostura y su belleza varonil, y aunque el fantasma de un hombre sea cosa poco propicia para satisfacer los más ardientes deseos de una joven dama enferma de amor, pues no es un fantasma, en el fondo, otra cosa que una sombra leve y fugaz, sólo verlo le daba el necesario consuelo. La tía había declarado que jamás volvería a dormir en aquella habitación e intentó que tampoco su sobrina lo hiciera, pero en esta ocasión la joven fue tenaz en su porfía y se negó a dormir en otros aposentos del castillo. Quería, como es lógico pensarlo, dormir sola en su habitación para recibir tranquilamente la visita del espectro de su novio. Antes, sin embargo, rogó a su tía que no contara la historia del fantasma, si no quería arrebatarle el único placer melancólico que le quedaba sobre la tierra, cual lo era el de dormir en una habitación guardada durante la noche por la sombra expectante de su amado. No sé cuánto tiempo hubiera podido mantener la tía solterona su secreto, pues era dada a hablar apasionadamente de prodigios y contar aquello le podía haber supuesto un auténtico triunfo; seguro que ninguna otra solterona, en toda la comarca, tenía una historia tan pavorosa como la suya. Aún hoy se dice por aquellos lugares, con admiración, que guardó silencio durante una semana entera... Pero pronto quedó libre del tormento de seguir haciéndolo, pues comprobó una mañana, cuando se disponía a bajar de sus aposentos para desayunar, la mala nueva de que la joven había desaparecido. No estaba en su cuarto, ni había dormido en su lecho; tenía la ventana abierta; la tierna palomita, pues, parecía haber volado.
De las dos, fue la tía quien requirió más atenciones, pues el terror experimentado ante aquello acabó por trastornarla durante un tiempo. La muchacha, por el contrario, hasta en el espectro de su novio encontraba dulzura y encantamiento placentero; a fin de cuentas, siempre que se le aparecía conservaba su apostura y su belleza varonil, y aunque el fantasma de un hombre sea cosa poco propicia para satisfacer los más ardientes deseos de una joven dama enferma de amor, pues no es un fantasma, en el fondo, otra cosa que una sombra leve y fugaz, sólo verlo le daba el necesario consuelo. La tía había declarado que jamás volvería a dormir en aquella habitación e intentó que tampoco su sobrina lo hiciera, pero en esta ocasión la joven fue tenaz en su porfía y se negó a dormir en otros aposentos del castillo. Quería, como es lógico pensarlo, dormir sola en su habitación para recibir tranquilamente la visita del espectro de su novio. Antes, sin embargo, rogó a su tía que no contara la historia del fantasma, si no quería arrebatarle el único placer melancólico que le quedaba sobre la tierra, cual lo era el de dormir en una habitación guardada durante la noche por la sombra expectante de su amado. No sé cuánto tiempo hubiera podido mantener la tía solterona su secreto, pues era dada a hablar apasionadamente de prodigios y contar aquello le podía haber supuesto un auténtico triunfo; seguro que ninguna otra solterona, en toda la comarca, tenía una historia tan pavorosa como la suya. Aún hoy se dice por aquellos lugares, con admiración, que guardó silencio durante una semana entera... Pero pronto quedó libre del tormento de seguir haciéndolo, pues comprobó una mañana, cuando se disponía a bajar de sus aposentos para desayunar, la mala nueva de que la joven había desaparecido. No estaba en su cuarto, ni había dormido en su lecho; tenía la ventana abierta; la tierna palomita, pues, parecía haber volado.
Es
difícil hacerse una idea de la estupefacción en que se
sumieron los moradores del castillo ante la ausencia de la hija del
barón. Hasta los parientes del barón que comían a dos carrillos
hicieron una pausa y cesaron en su voraz apetito, cuando la tía
solterona, llevándose las manos a la cabeza, recorrió todas las
estancias del castillo diciendo con un hilo de voz: «El fantasma,
el fantasma... Se la ha llevado el fantasma».
Con
muy pocas y acongojadas palabras refirió entonces la pavorosa
escena del jardín, de la que ella mismo había sido testigo. Y
repetía una y otra vez que el espectro había raptado a su
sobrina, opinión secundada por dos jóvenes criadas, además, que
aseguraron haber oído trotar a un caballo hacia la medianoche; no
cupieron dudas a los allí presentes de que era el brioso
corcel negro del caballero, que así se había llevado a su
tumba a la virginal doncella. Tan cruel acontecimiento consternó
pronto a los moradores de la región toda, aunque tales sucesos,
según lo atestiguan las historias
que por allí se refieren, son tristemente habituales en
Alemania.
Mas, ¡cuán lamentable era el estado del barón! ¡Cuán dura la puñalada que había atravesado su corazón de padre y miembro de la muy digna estirpe de los Katzenellenbogen! Una de dos: o su hija había sido arrastrada a la tumba, o tenía por yerno a un espectro... Y hasta podía darse la circunstancia, se decía lloroso, de que tuviera por nietos a una banda de duendecillos... El pobre hombre perdió la cabeza, por lo que todo el castillo, como suele decirse, anduvo en lo sucesivo patas arriba... Dio el barón, en su dolor, órdenes tales como la de que su guardia recorriera a caballo todos los rincones, senderos y grutas de Odenwald, y él mismo llegó a ceñir su espada y a capitanear alguna partida durante muchas y largas jornadas de infructuosa búsqueda, bien ceñidos los estribos a sus pies, para dar con la hija desaparecida... Mas, en tales afanes estaba un día cuando una nueva visión lo dejó petrificado a las puertas de su castillo: era una dama montada en un palafrén, que se dirigía al castillo acompañada de un caballero... Puso la dama su caballo al galope hasta llegar a las mismas puertas del castillo, y desmontando allí cayó a los pies del barón y se abrazó a sus rodillas: era la hija a la que creía perdida para siempre; el caballero, claro está, el espectro del novio.
Mas, ¡cuán lamentable era el estado del barón! ¡Cuán dura la puñalada que había atravesado su corazón de padre y miembro de la muy digna estirpe de los Katzenellenbogen! Una de dos: o su hija había sido arrastrada a la tumba, o tenía por yerno a un espectro... Y hasta podía darse la circunstancia, se decía lloroso, de que tuviera por nietos a una banda de duendecillos... El pobre hombre perdió la cabeza, por lo que todo el castillo, como suele decirse, anduvo en lo sucesivo patas arriba... Dio el barón, en su dolor, órdenes tales como la de que su guardia recorriera a caballo todos los rincones, senderos y grutas de Odenwald, y él mismo llegó a ceñir su espada y a capitanear alguna partida durante muchas y largas jornadas de infructuosa búsqueda, bien ceñidos los estribos a sus pies, para dar con la hija desaparecida... Mas, en tales afanes estaba un día cuando una nueva visión lo dejó petrificado a las puertas de su castillo: era una dama montada en un palafrén, que se dirigía al castillo acompañada de un caballero... Puso la dama su caballo al galope hasta llegar a las mismas puertas del castillo, y desmontando allí cayó a los pies del barón y se abrazó a sus rodillas: era la hija a la que creía perdida para siempre; el caballero, claro está, el espectro del novio.
Confuso,
el barón miraba alternativamente a su hija y al espectro, y difícil
le resultaba dar crédito a lo que sus ojos le mostraban. El espectro
tenía mucho mejor aspecto que cuando lo conoció, como si el reino
de las sombras le sentara estupendamente; vestía de maravilla, con
lo que su imponente estampa se realzaba. Ya no estaba pálido ni
parecía melancólico; por el contrario, su apostura parecía
apasionada, juvenil, y le brillaban sus grandes ojos negros de tanta
alegría. Bien, digamos que muy pronto se aclaró todo aquel
misterio... El caballero en cuestión no era otro que Herman Von
Starkenfaust, que muy pronto pasó a referir al dueño del castillo
aquella trágica aventura que viviera con el malogrado conde Von
Altenburg. Confesó, así, que fue él quien se presentó aquella
noche en el castillo, cuando todos aguardaban al novio; que como el
barón no le dejaba decir una palabra, cada vez que quiso
transmitirle la mala nueva que llevaba, nada pudo contarle antes de
que le fuera presentada la novia y antes de que lo sentaran a la
mesa; y que, como al ver a la bella novia su corazón le dio un
vuelco y quedó prendido de ella al instante, dejó que se le tomara
por el pretendiente verdadero, quien ya estaba muerto, añadiendo que
fueron las historias de aparecidos que contó el barón aquella noche
lo que le sugirió la idea que puso en práctica, deseoso de irse de
allí de una vez por todas para atender a la promesa hecha al buen
amigo en su lecho de muerte.
El
caballero, por lo demás, había seguido visitando a la muchacha
furtivamente, presentándose en el jardín como si fuera un fantasma,
porque, según dijo, temía no ser aceptado como quien en realidad
era a causa del histórico enfrentamiento de sus familias, pues
también con la de los Katzenellenbogen, además de con los
Altenburg, estaba enfrentada la suya. El caballero y la dama
aseguraron que ya se habían desposado.
El
barón, en cualquier otra circunstancia, se hubiera mostrado
inflexible y duro, pues tenía en muy alta estima los fueros de la
autoridad paterna, mas adoraba a su hija, había llorado largamente
su ausencia, y se regocijaba de verla aún viva y si cabe más
hermosa, aunque tuviera por esposo a un caballero de una casa
enemiga. Pero, al menos, y gracias a los cielos, no era un espectro.
Es
preciso señalar, sin embargo, que la
estrategia del caballero, haciéndose pasar por un muerto, no
se avenía rigurosamente con sus principios, de una observación
absoluta de la verdad; pero algunos viejos amigos que estaban allí
presentes y que habían guerreado más que ampliamente, dijeron al
barón que toda estratagema es lícita tanto en el amor como
en la guerra, y que el caballero Von Starkenfaust tenía derecho a un
privilegio especial después de haber servido en la caballería,
fuerza obligada a librar encarnizados combates por aquellos tiempos.
Así, dichosamente, concluyó todo, pues... El barón perdonó su
fuga a los amantes y el castillo vivió festejos y celebraciones
varios, en los que los parientes del barón abrumaban al
caballero con sus lisonjas y atenciones, pues no en vano era
galante, generoso... y muy rico, de muy buena casa, aunque
históricamente enemiga.
De
las tías solteronas, digamos que se escandalizaron un poco ante todo
lo acontecido, y que se dolieron algo más pues con ello resultó
evidente que su rígido sistema educativo, basado en la reclusión y
en la obediencia pasiva, había fracasado con su sobrina... Eso sí,
de lo que más se lamentaron fue de no haber puesto una celosía
bien forjada en la ventana de la habitación de la entonces doncella.
Una de ellas, ya sabemos quién, se sentía mortificada pues al cabo
su maravillosa historia del rapto de la joven a manos del espectro,
al que juraba haber visto, además, no era sino causa de burla de los
otros. Así y todo, trataba de consolarse diciéndose que su sobrina,
por lo menos, había encontrado un hombre de carne y hueso con el que
amar, para no verse obligada a hacerlo con una vana y fugaz sombra.
Washington
Irving (1783-1859)
CUESTIONES:
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PREGUNTAS
SOBRE EL RELATO: LA N OVIA DEL ESPECTRO
1.-
¿Dónde y cuándo transcurre la acción?
2.-
Describe brevemente a la hija del barón de Landshort (su físico y
sus aptitudes)
3.-
¿Quién se ocupa de la educación de la joven? ¿Cómo son?
4.-
¿Cómo es la familia del barón?
5.-
¿Quién es el conde Von Altenburg?
6.- ¿Por
qué el barón mira insistentemente la lontananza?
7.-
¿Quién es el fornido Herman Von Starkenfaust
8.-
¿Cómo es la relación entre la familia del barón de Landshort y la
de la familia
Starkenfaust?
9.- ¿Qué
ocurre cuando los dos amigos se adentran en las montañas de
Germania?
10.-
¿qué ocurre cuando el séquito lleva al conde a Würtzburg?
11.-
¿Qué encargo hace el conde a Herman antes de expirar?
12.-
Cuando este llega al castillo, ¿Qué equívoco se produce ?
13.-
¿Por qué Herman no cuenta la verdad?
14.-
¿Qué confiesa Herman antes de partir al barón?
15.-
¿Qué noticia llega a la mañana siguiente?
16.-
¿Qué ocurre por la noche bajo la ventana de la joven?
17.-
¿Qué le sucede a una de las tías?
18.-
¿Qué decisión adopta la joven una noche?
19.-
¿Qué cree el barón y todo el mundo que ha pasado?
20.-
¿Qué ocurre finalmente? ¿Se deshace el equívoco?
