jueves, 8 de marzo de 2012

Don Quijote de la Mancha. Capítulo III

DE LO QUE LE SUCEDIÓ A NUESTRO CABALLERO CUANDO SALIÓ DE LA VENTA

La del alba sería1 cuando don Quijote salió de la venta tan contento por verse ya armado caballero que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo.2 Pero, acordándose de los consejos del ventero, decidió volver a casa para proveerse de dinero y camisas, y tomar por escudero a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy adecuado para el oficio escuderil. Con este pensamiento guió hacia la aldea a Rocinante, el cual, al darse cuenta de que regresaba a su cuadra, comenzó a caminar con tanta gana, que parecía que no ponía los pies en el suelo.
No había andado mucho cuando a mano derecha, de la espesura de un bosque, salieron unas delicadas voces de queja.
¡Doy gracias al cielo porque ya me da ocasión de ayudar a algún me­nesteroso! —exclamó don Quijote.
Encaminó a Rocinante hacia el bosque y, nada más entrar en él, vio a un muchacho de unos quince años atado a una encina y desnudo de medio cuerpo arriba. Era el que daba voces, y con razón, porque un labrador lo estaba azotando con una correa. El muchacho decía:
¡No lo haré más, señor mío! ¡Por la pasión de Dios que en adelante cuidaré mejor el rebaño!
Descortés caballero —dijo don Quijote con voz airada—, ¿cómo maltratáis así a un muchacho indefenso? Subid a vuestro caballo y tomad la lanza, que yo os haré pagar vuestra cobardía.
El labrador, que vio por encima de él aquella figura cargada de armas y blandiendo la lanza sobre su rostro, se dio por muerto, y respondió:
Señor caballero, este muchacho es un criado mío, y tan descuidado que cada día me pierde una oveja. Pero él dice que lo castigo porque soy un tacaño, para no pagarle el sueldo. Por mi alma os digo que miente.
¿Cómo va a mentir delante de mí, ruin villano? —dijo don Quijo­te—. Pagadle ahora mismo, y desatadlo, antes de que os atraviese de parte a parte con mi lanza.
El labrador desató a su criado sin responder palabra. Don Quijote pre­guntó al muchacho cuánto dinero le debía su amo, y él dijo que nueve me­ses, a siete reales cada mes. Don Quijote mandó al labrador desembolsar al momento sesenta y tres reales.
-—Pero aquí no tengo dineros —replicó el medroso3 villano—. Que Andrés se venga a mi casa y yo...
¿Irme con él? —protestó el muchacho—. Ni pensarlo, que en cuanto me vea solo me arrancará el pellejo.
No lo hará —replicó don Quijote—, porque respetará lo que yo le mande. Y jurará pagarte por la ley de caballería.
Mire, señor —dijo el muchacho—, que mi amo no es caballero, que es Juan Haldudo, el rico...
Venid conmigo, Andrés —dijo el labrador—, que juro por todas las órdenes de caballerías del mundo pagaros hasta el último real.
Con eso me doy por satisfecho —dijo don Quijote—. Y si no cum­plís el juramento, volveré a buscaros, y os encontraré aunque os escondáis como una lagartija. Os lo dice el valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios.4
Y, tras decir esto, picó espuelas a Rocinante y salió del bosque. Al verse solo, el labrador le dijo al muchacho:
-Ven acá, que vas a cobrar la deuda.
Y, agarrándolo del brazo, lo ató de nuevo a la encina y lo azotó hasta dejarlo medio muerto.
Llama ahora al desfacedor de agravios —le decía.
Pero, al fin, lo desató y Andrés se marchó llorando y su amo se quedó riendo.
Contentísimo del feliz comienzo de sus caballerías, don Quijote continuó camino de su aldea diciéndose a media voz:
- Dichosa tú, Dulcinea del Toboso, la más bella de las bellas, porque tienes rendido a tu voluntad al valiente y nombrado caballero don Quijote de la Mancha!
Como a dos millas, descubrió un gran tropel de gente.5 Eran seis mercaderes toledanos cubiertos con quitasoles6 que iban a Murcia a comprar sedas, acompañados de cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas los divisó don Quijote cuando se imaginó una nueva aventura, y con gentil continente se afirmó en los estribos, apretó la lanza, acercó el escudo al pecho y, puesto en la mitad del camino, esperó a que llegasen aquellos caballeros andantes. Y cuando ya podían oírlo, levantó la voz y dijo:
¡Todo el mundo se pare! Nadie pasará de aquí si antes no confiesa que no hay en el mundo doncella más hermosa que la Emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.7
Los mercaderes se detuvieron y al instante advirtieron la locura del caballero. Pero uno de ellos, que era ingenioso y un poco burlón, le dijo:
Señor caballero, no conocemos a esa señora. Mostrádnosla, y si es tan hermosa como decís, confesaremos.
Si os la mostrara, no haríais más que confesar una verdad evidente. Lo importante es que sin verla lo tenéis que creer y afirmar. Si no, conmigo sois en batalla.
Señor caballero —replicó el mercader—, no nos obliguéis a confesar una cosa que jamás hemos visto ni oído, y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas de la Alcarria y Extremadura. Enseñadnos algún retrato de esa señora, que, aunque sea tuerta de un ojo y bizca del otro, estamos dispuestos a complacer a vuestra merced.
¡Canalla infame! —dijo don Quijote encendido de cólera—. No es tuerta ni bizca ni jorobada. ¡Pagaréis la blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad!8
Y con la lanza baja arremetió contra el atrevido mercader con tanta furia y enojo que lo habría pasado muy mal, de no ser porque Rocinante tropezó y cayó en mitad del camino. Rodó nuestro caballero un buen trecho por el campo, y aunque lo intentó, no pudo levantarse por el peso y el impedimento de las armas.
¡Non fuyáis, gente cobarde! —gritaba—, que no estoy aquí tendido por culpa mía, sino de mi caballo.
Un mozo de mulas, oyendo decir tantas arrogancias, se acercó al pobre caído, tomó la lanza, la partió en varios pedazos y con uno de ellos comenzó a dar tantos palos a nuestro don Quijote que lo dejó molido como harina de trigo. Sin embargo, el vencido hidalgo no cerraba la boca, amenazando a los malandrines9 que lo atacaban, por lo que el mulero entonces se picó más y siguió moliéndolo a palos, hasta que deshizo los demás trozos de la lanza. Pero al fin se cansó y siguió su camino con los demás mercaderes.
Al verse solo, don Quijote intentó levantarse, pero si no había podido cuando estaba sano, ¿cómo iba a hacerlo ahora, apaleado y casi deshecho? Pese a todo, se sentía dichoso, porque atribuía toda su desgracia al mal paso del caballo. Como no podía menearse, decidió pensar en los libros de caballerías. Recordó el romance que Valdovinos, el sobrino del marqués de Mantua, había recitado cuando quedó herido en el monte, y, revolcándose por el suelo, empezó a repetirlo con un hilo de voz:
¿Dónde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal.
Quiso la suerte que pasase por allí un labrador vecino suyo, que venía de llevar trigo al molino. Viendo a un hombre tendido en tierra, se acercó y le preguntó quién era y por qué tan tristemente se quejaba. Don Quijote, que en aquel momento se creía Valdovinos, pensó que estaba ante su tío el marqués de Mantua, y por toda respuesta prosiguió con el romance que habla de los amores del hijo del emperador Carlomagno. El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates. Le quitó la visera medio rota y cuando acabó de limpiarle el rostro cubierto de polvo, lo reconoció. —¡Señor Quijana! —le dijo—, ¿quién ha puesto a vuestra merced de esta suerte? Pero don Quijote siguió recitando su romance.
El buen hombre le quitó el peto y el espaldar, y con bastante trabajo lo levantó del suelo y lo subió sobre su jumento.9 Luego recogió las armas, hasta las astillas de la lanza, las ató y las colocó sobre Rocinante, y se encaminó a su pueblo llevando el caballo de la rienda, y al asno del cabestro.10Don Quijote, de puro molido y quebrantado, apenas se podía sostener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que llegaban al cielo. El labrador volvió a preguntarle cómo estaba, y el malherido le respondió:
Sepa, señor marqués de Mantua, que lo que yo he hecho, hago y haré es por la linda Dulcinea del Toboso.
El labrador se dio cuenta de que su vecino estaba loco, y le contestó:
Mire, señor, que yo no soy el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; y vuestra merced no es Valdovinos, sino el honrado hidalgo señor Quijana.
Yo sé quién soy —respondió don Quijote—, y si me viene en gana puedo ser el mismísimo Carlomagno, y sé también que mis hazañas pueden superar a las de los Doce Pares de Francia.11
En estas y otras pláticas12 llegaron al pueblo al anochecer, pero el labrador aguardó a que fuese de noche para que no viesen al molido hidalgo tan mal caballero. Ya a oscuras, llegó a la casa de don Quijote, que estaba muy alborotada. El ama hablaba a voces con el cura y el barbero, que eran gran­des amigos del hidalgo.
¿Qué le parece, señor licenciado Pedro Pérez —que así se llamaba el cura—, la desgracia de mi señor? Los malditos libros de caballerías le han trastocado el juicio. Hace tres días que no aparecen ni él, ni el rocín, ni las armas.
La sobrina decía lo mismo:
Sepa, maese Nicolás —éste era el nombre del barbero—,13 que muchas veces mi tío se pasaba leyendo dos días con sus noches, al cabo de los cuales arrojaba el libro, echaba mano a la espada y andaba a cuchilladas con las paredes. Y cuando se cansaba, decía que había matado a cuatro gigantes como cuatro torres. Estos libros merecen ser quemados como si fuesen de herejes.14
Así lo haremos —añadió el cura.
En esto el labrador comenzó a decir a voces:
¡Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al marqués de Mantua!
A estas voces salieron todos los de la casa, y cuando reconocieron al herido que venía sobre el jumento, corrieron a abrazarle. Él dijo:
Cuidado, que vengo malferido, por culpa de mi caballo. Llévenme a mi lecho, y llamad a la sabia Urganda, que cure mis feridas.15
¡Malditos sean cien veces los libros de caballerías! —exclamó el ama.
Lo llevaron a la cama, pero no le hallaron ninguna herida. Él dijo que todo era molimiento, por haber caído con su caballo Rocinante, combatiendo contra diez gigantes.
Conque gigantes... —dijo el cura—. Por la señal de la cruz que mañana mismo quemaré los libros.
Le hicieron a don Quijote mil preguntas, pero no quiso el hidalgo responder a ninguna. Luego pidió que le diesen de comer y que le dejasen dormir, que era lo que más le importaba.

1 Es decir, 'sería la hora del alba'; hora era la última palabra del capítulo anterior.
2 cinchas: correas con que se sujeta la silla de montar.
3 medroso: cobarde.
4 Esto es, 'el justiciero, el reparador de injusticias'.
5 dos millas: unos cuatro kilómetros; tropel: muchedumbre.
6 quitasol: sombrilla atada a la silla de montar para protegerse del sol
7 sin par: 'incomparable'. Don Quijote imita a los caballeros que demostraban su valor impidiendo el paso por un lugar y obligando a luchar a todo el que se acercaba.
8 Es decir, 'contra una mujer de tan extraordinaria belleza'.
 9 jumento-, asno, burro.
 10 cabestro: cuerda que se ata a la cabeza de las caballerías para conducirlas caminando. 
 11 Es decir, los doce paladines o caballeros que protegían al emperador Carlomagno.
 12 plática: conversación.
  13 maese. 'maestro'; así se llamaba a los barberos, que en la época hacían de médicos.
  14 hereje: el que se oponía a la doctrina de la Iglesia.
15 Urganda la desconocida era la maga que protegía a Amadís de Gaula, el personaje más famoso de los libros de caballerías que la agente leía en aquella época. 
16 dos millas: unos cuatro kilómetros; tropel: muchedumbre.
17 quitasol: sombrilla atada a la silla de montar para protegerse del sol
18 sin par: 'incomparable'. Don Quijote imita a los caballeros que demostraban su valor impidiendo el paso por un lugar y obligando a luchar a todo el que se acercaba.
19 Es decir, 'contra una mujer de tan extraordinaria belleza'.
 20 jumento-, asno, burro.
 21 cabestro: cuerda que se ata a la cabeza de las caballerías para conducirlas caminando.
 22 Es decir, los doce paladines o caballeros que protegían al emperador Carlomagno.
23 plática: conversación.
24 maese. 'maestro'; así se llamaba a los barberos, que en la época hacían de médicos.
25 hereje: el que se oponía a la doctrina de la Iglesia.
26 Urganda la desconocida era la maga que protegía a Amadís de Gaula.

CUESTIONES

1.- ¿Por qué regresa Don Quijote a su casa?
2.- En la aventura del Juan Haldudo ¿De qué acusa el labrador a su criado? ¿De qué acusa el muchacho a su amo?
3.- En la aventura de los mercaderes toledanos ¿por qué se desata la ira de Don Quijote? ¿Dónde se observa el humor en este pasaje?
4.- El mulero apalea a Don Quijote y este comienza a delirar ¿Quién cree que es?
5.- ¿Cómo regresa Don Quijote a su aldea?
6.- ¿Quiénes son los amigos de Don Quijote?