martes, 5 de junio de 2012

Camilo José Cela, La colmena (1951)


Doña Rosa madruga bastante, va todos los días a misa de siete.
Doña Rosa duerme, en este tiempo, con camisón de abrigo, un camisón de franela inventado por ella.
Doña Rosa, de vuelta de la iglesia, se compra unos churros, se mete en su Café por la puerta del portal -en su Café que semeja un desierto cementerio, con las sillas patas arriba, encima de las mesas, y la cafetera y el piano enfundados -, se sirve una copeja de ojén, y desayuna.
Doña Rosa, mientras desayuna, piensa en lo inseguro de los tiempos; en la guerra que, ¡Dios no lo haga!, van perdiendo los alemanes; en que los camareros, el encargado, el echador, los músicos, hasta el botones, tienen cada día más exigencias, más pretensiones, más humos.
Doña Rosa, entre sorbo y sorbo de ojén, habla sola, en voz baja, un poco sin sentido, sin ton ni son y a la buena de Dios.
-Pero quien manda aquí soy yo, ¡mal que os pese! Si quiero me echo otra copa y no tengo que dar cuenta a nadie. Y si me da la gana, tiro la botella contra un espejo. No lo hago porque no quiero. Y si quiero, echo el cierre para siempre y aquí no se despacha un café ni a Dios. Todo esto es mío, mi trabajo me costó levantarlo.
Doña Rosa, por la mañana temprano, siente que el Café es más suyo que nunca.
El Café es como el gato, sólo que más grande. Como el gato es mío, si me da la gana le doy morcilla o lo mato a palos


Don Roberto González ha de calcular que, desde su casa a la Diputación, hay más de media hora andando.
Don Roberto González, salvo que esté muy cansado, va siempre a pie a todas partes. Dando un paseíto se estiran las piernas y se ahorra, por lo menos, una veinte a diario, treinta y seis pesetas al mes, casi noventa duros al año.
Don Roberto González desayuna una taza de malta con leche bien caliente y media barra de pan. La otra media la lleva, con un poco de queso manchego, para tomársela a media mañana.
Don Roberto González no se queja, los hay que están peor. Después de todo, tiene salud, que es lo principal.


El niño que canta flamenco duerme debajo de un puente, en el camino del cementerio. El niño que canta flamenco vive con algo parecido a una familia gitanta, con algo en lo que, cada uno de los miembros que la formas, de las agencia como mejor puede, con una libertad y una autonomía absolutas.
El niño que canta flamenco se moja cuando llueve, se hiela si hace frío, se achicharra en el mes de agosto, mal guarecido a la escasa sombra del puente: es la vieja ley del Dios del Sinaí.
El niño que canta flamenco tiene un pie algo torcido; rodó por un desmonte, el dolío mucho, anduvo cojeando algún tiempo...

(...)


La señorita Elvira se despierta pronto, pero no madruga. A la señorita Elvira le gusta estarse en la cama, muy tapada, pensando en sus cosas, o leyendo Los misterios de París, sacando sólo un poco la mano para sujetar el grueso, el mugriento, el desportillado volumen.
La mañana sube, poco a poco, trepando como un gusano por los corazones de los hombres y de las mujeres de la ciudad; golpeando, casi con mimo, sobre los mirares recién despiertos, esos mirares que jamás descubren horizontes nuevos, paisajes nuevos, nuevas decoraciones.
La mañana, esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, esa cucaña, esa colmena...
¡Qué Dios nos coja confesados!

PREGUNTAS
1.- Primera secuencia. Describe a doña Rosa con cinco adjetivos. ¿Qué ideología política crees que representa?
2.- Segunda secuencia. ¿Por qué crees que el niño no tiene nombre? ¿Qué crees que simboliza su estilo de vida? ¿Qué recurso literario preside todo el fragmento?
3.- Tercera secuencia. ¿De qué recursos literarios se sirve el autor para describir la ciudad? ¿Qué crees que pretende el autor decir de la ciudad al elegir esos nombres?