La promesa
-
I -
Margarita lloraba con el
rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas
corrían silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por
entre sus dedos para caer en la tierra, hacia la que había doblado
su frente.
Junto a Margarita estaba
Pedro, quien levantaba de cuando en cuando los ojos para mirarla y,
viéndola llorar, tornaba a bajarlos, guardando a su vez un silencio
profundo.
Y todo callaba alrededor
y parecía respetar su pena. Los rumores del campo se apagaban; el
viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban a envolver los
espesos árboles del soto.
Así transcurrieron
algunos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro de
luz que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna
comenzó a dibujarse vagamente sobre el fondo violado del cielo del
crepúsculo, y unas tras otras fueron apareciendo las mayores
estrellas.
Pedro rompió al fin
aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada y
como si hablase consigo mismo:
Después, acercándose a
la desconsolada niña y tomando una de sus manos, prosiguió con
acento más cariñoso y suave:
-Margarita, para ti el
amor es todo, y tú no ves nada más allá del amor. No obstante, hay
algo tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber. Nuestro
señor el conde de Gómara parte mañana de su castillo para reunir
su hueste a las del rey Don Fernando, que va a sacar a Sevilla del
poder de los infieles, y yo debo partir con el conde. Huérfano
oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he
servido en el ocio de las paces, he dormido bajo su techo, me he
calentado en su hogar y he comido el pan a su mesa. Si hoy le
abandono, mañana sus hombres de armas, al salir en tropel por las
poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme:
«¿Dónde está el escudero favorito del conde de Gómara?» Y mi
señor callará con vergüenza, y sus pajes y sus bufones dirán en
son de mofa: «El escudero del conde no es más que un galán de
justas, un lidiador de cortesía».
Al llegar a este punto,
Margarita levantó sus ojos llenos de lágrimas para fijarlos en los
de su amante, y removió los labios como para dirigirle la palabra;
pero su voz se ahogó en un sollozo.
-No llores, por Dios,
Margarita; no llores, porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a
alejarme de ti; mas yo volveré después de haber conseguido un poco
de gloria para mi nombre oscuro.
El cielo nos ayudará en
la santa empresa; conquistaremos a Sevilla, y el rey nos dará feudos
en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores. Entonces
volveré en tu busca y nos iremos juntos a habitar en aquel paraíso
de los árabes, donde dicen que hasta el cielo es más limpio y más
azul que el de Castilla.
Volveré, te lo juro;
volveré a cumplir la palabra solemnemente empeñada el día en que
puse en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.
-¡Pedro! -exclamó
entonces Margarita dominando su emoción y con voz resuelta y firme-.
Ve, ve a mantener tu honra.
-Y al pronunciar estas
palabras se arrojó por última vez en los brazos de su amante.
Después añadió con acento más sordo y conmovido:
Pedro besó la frente de
Margarita, desató su caballo, que estaba sujeto a uno de los árboles
del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.
Margarita siguió a Pedro
con los ojos hasta que su sombra se confundió entre la niebla de la
noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió lentamente al
lugar, donde le aguardaban sus hermanos.
-Ponte tus vestidos de
gala -le dijo uno de ellos al entrar-, que mañana vamos a Gómara
con todos los vecinos del pueblo para ver al conde, que se marcha a
Andalucía.
-A mí más me entristece
que me alegra ver irse a los que acaso no han de volver -respondió
Margarita con un suspiro.
-Sin embargo -insistió
el otro hermano-, has de venir con nosotros, y has de venir compuesta
y alegre; así no dirán las gentes murmuradoras que tienes amores en
el castillo y que tus amores se van a la guerra.
-
II -
Apenas rayaba en el cielo
la primera luz del alba cuando empezó a oírse por todo el campo de
Gómara la aguda trompetería de los soldados del conde, y los
campesinos que llegaban en numerosos grupos de los lugares cercanos
vieron desplegarse al viento el pendón señorial en la torre más
alta de la fortaleza.
Unos sentados al borde de
los fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos vagando
por la llanura; aquéllos coronando las cumbres de las colinas, los
de más allá formando un cordón a lo largo de la calzada, ya haría
cerca de una hora que los curiosos esperaban el espectáculo, no sin
que algunos comenzaran a impacientarse, cuando volvió a sonar de
nuevo el toque de los clarines, rechinaron las cadenas del puente,
que cayó con pausa sobre el foso, y se levantaron los rastrillos,
mientras se abrían de par en par y gimiendo sobre sus goznes las
pesadas puertas del arco que conducía al patio de armas.
La multitud corrió a
agolparse en los ribazos del camino para ver más a su sabor las
brillantes armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de
Gómara, célebre en toda la comarca por su esplendidez y sus
riquezas.
Rompieron la marcha los
farautes, que, deteniéndose de trecho en trecho, pregonaban en voz
alta y a son de caja las cédulas del rey llamando a sus feudatarios
a la guerra de moros, y requiriendo a las villas y lugares libres
para que diesen paso y ayuda a sus huestes.
A los farautes siguieron
los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus escudos
bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas
vistosas.
Después vino el escudero
mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero sobre un potro
morcillo, llevando en sus manos el pendón de ricohombre con sus
motes y sus calderas, y al estribo izquierdo el ejecutor de las
justicias del señorío, vestido de negro y rojo.
Precedían al escudero
mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la tierra
llana, célebres en las crónicas de nuestros reyes por la increíble
fuerza de sus pulmones.
Cuando dejó de herir el
viento el agudo clamor de la formidable trompetería comenzó a oírse
un rumor sordo, acompasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada,
armados de largas picas y provistos de sendas adargas de cuero. Tras
éstos no tardaron en aparecer los aparejadores de las máquinas, con
sus herramientas y sus torres de palo, las cuadrillas de escaladores
y la gente menuda del servicio de las acémilas.
Luego, envueltos en la
nube de polvo que levantaba el casco de sus caballos, y lanzando
chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los hombres de armas
del castillo, formados en gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos
un bosque de lanzas.
Por último, precedido de
los timbaleros, que montaban poderosas mulas con gualdrapas y
penachos, rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes de seda y
oro, y seguido de los escuderos de su casa, apareció el conde.
Al verle, la multitud
levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre el confuso vocerío
se ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento cayó desmayada
y como herida de un rayo en los brazos de algunas personas que
acudieron a socorrerla. Era Margarita, Margarita, que había conocido
a su misterioso amante en el muy alto y muy temido señor conde de
Gómara, uno de los más nobles y poderosos feudatarios de la corona
de Castilla.
-
III -
El ejército de Don
Fernando, después de salir de Córdoba, había venido por sus
jornadas hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija, Carmona
y Alcalá del Río de Guadaira, donde, una vez expugnado el famoso
castillo, puso los reales a la vista de la ciudad de los infieles.
El conde de Gómara
estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil,
pálido, terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del
montante y los ojos fijos en el espacio, con esa vaguedad del que
parece mirar un objeto, y, sin embargo, no ve nada de cuanto hay a su
alrededor.
A un lado y de pie le
hablaba el más antiguo de los escuderos de su casa, el único que en
aquellas horas de negra melancolía hubiera osado interrumpirle sin
atraer sobre su cabeza la explosión de su cólera.
-¿Qué tenéis, señor?
-le decía-. ¿Qué mal os aqueja y consume? Triste vais al combate,
y triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando todos los
guerreros duermen rendidos a la fatiga del día, os oigo suspirar
angustiado, y si corro a vuestro lecho, os miro allí luchar con algo
invisible que os atormenta. Abrís los ojos, y vuestro terror no se
desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es un secreto, yo
sabré guardarlo en el fondo de mi memoria como en un sepulcro.
El conde parecía no oír
al escudero; no obstante, después de un largo espacio, y como si las
palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en llegar desde sus oídos
a su inteligencia, salió poco a poco de su inmovilidad y,
atrayéndole hacia sí cariñosamente, le dijo con voz grave y
reposada:
-He sufrido mucho en
silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía, hasta ahora he
callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me sucede. Yo
debo de hallarme bajo la influencia de alguna maldición terrible. El
cielo o el infierno deben de querer algo de mí, y lo avisan con
hechos sobrenaturales. ¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro
con los moros de Nebrija en el aljarafe de Triana? Éramos pocos; la
pelea fue dura, y yo estuve a punto de perecer. Tú lo viste: en lo
más reñido del combate, mi caballo, herido y ciego de furor, se
precipitó hacia el grueso de la hueste mora. Yo pugnaba en balde por
contenerle; las riendas se habían escapado de mis manos, y el fogoso
animal corría llevándome a una muerte segura. Ya los moros,
cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra el cuenco de sus largas
picas para recibirme en ellas; una nube de saetas silbaba en mis
oídos; el caballo estaba a algunos pies de distancia cuando...,
créeme, no fue una ilusión, vi una mano que, agarrándole de la
brida, lo detuvo con una fuerza sobrenatural y, volviéndole en
dirección a las filas de mis soldados, me salvó milagrosamente. En
vano pregunté a unos y otros por mi salvador; nadie le conocía,
nadie le había visto. «Cuando volabais a estrellaros en la muralla
de picas -me dijeron- ibais solo, completamente solo; por eso nos
maravillamos al veros tornar, sabiendo que ya el corcel no obedecía
al jinete». Aquella noche entré preocupado en mi tienda; quería en
vano arrancarme de la imaginación el recuerdo de la extraña
aventura; mas al dirigirme al lecho torné a ver la misma mano, una
mano hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió las cortinas,
desapareciendo después de descorrerlas. Desde entonces, a todas
horas, en todas partes, estoy viendo esa mano misteriosa que previene
mis deseos y se adelanta a mis acciones. La he visto, al expugnar el
castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire una
saeta que venía a herirme; la he visto, en los banquetes donde
procuraba ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto, escanciar
el vino en mi copa, y siempre se halla delante de mis ojos, y por
donde voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día, de noche...
Ahora mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en mis
hombros.
Al pronunciar estas
últimas palabras, el conde se puso de pie y dio algunos pasos como
fuera de sí y embargado de un terror profundo.
El escudero se enjugó
una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco a su señor,
no insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó a
decirle con voz profundamente conmovida:
-Venid..., salgamos un
momento de la tienda; acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras
sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el que yo no hallo
palabras de consuelo.
-
IV -
El real de los cristianos
se extendía por todo el campo de Guadaira, hasta tocar en la margen
izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose sobre
el luminoso horizonte se alzaban los muros de Sevilla flanqueados de
torres almenadas y fuertes. Por encima de la corona de almenas
rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca ciudad, y entre
las oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos como la
nieve, los minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya, sobre
cuyo aéreo pretil alzaban chispas de luz, heridas por el sol, las
cuatro grandes bolas de oro, que desde el campo de los cristianos
parecían cuatro llamas.
La empresa de Don
Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de aquella época,
había traído a su alrededor a los más célebres guerreros de los
diferentes reinos de la Península, no faltando algunos que de países
extraños y distantes vinieran también, llamados por la fama, a unir
sus esfuerzos a los del santo rey.
Tendidas a lo largo de la
llanura, mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas y
colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas
enseñas con escudos partidos, astros, grifos, leones, cadenas,
barras y calderas, y otras cien y cien figuras o símbolos heráldicos
que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños. Por entre las
calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones
multitud de soldados, que, hablando dialectos diversos y vestidos
cada cual al uso de su país, y cada cual armado a su guisa, formaban
un extraño y pintoresco contraste.
Aquí descansaban algunos
señores de las fatigas del combate sentados en escaños de alerce a
la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus
pajes les escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones
aprovechaban un momento de ocio para aderezar y componer sus armas,
rotas en la última refriega; más allá cubrían de saetas un blanco
los más expertos ballesteros de la hueste entre las aclamaciones de
la multitud, pasmada de su destreza; y el rumor de los tambores, el
clamor de las trompetas, las voces de los mercaderes ambulantes, el
galopar del hierro contra el hierro, los cánticos de los juglares
que entretenían a sus oyentes con la relación de hazañas
portentosas, y los gritos de los farautes que publicaban las
ordenanzas de los maestros del campo, llenando los aires de mil y mil
ruidos discordes, prestaban a aquel cuadro de costumbres guerreras
una vida y una animación imposibles de pintar con palabras.
El conde de Gómara,
acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los animados
grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como
si ningún objeto hiriese su vista ni llegase a su oído el rumor más
leve. Andaba maquinalmente, a la manera que un sonámbulo, cuyo
espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin
la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad
ajena a la suya.
Próximo a la tienda del
rey y en medio de un corro de soldados, pajecillos y gente menuda que
le escuchaban con la boca abierta, apresurándose a comprarle algunas
baratijas que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había
un extraño personaje, mitad romero, mitad juglar, que, ora recitando
una especie de letanía en latín bárbaro, ora diciendo una bufonada
o una chocarrería, mezclaba en su interminable relación chistes
capaces de poner colorado a un ballestero, con oraciones devotas;
historias de amores picarescos, con leyendas de santos. En las
inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y
confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de
Santiago; cédulas con palabras que él decía ser hebraicas, las
mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo, y las
únicas para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas;
bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad;
Evangelios cosidos en bolsitas de brocatel; secretos para hacerse
amar de todas las mujeres; reliquias de los santos patronos de todos
los lugares de España; joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y
otras muchas baratijas de alquimia de vidrio y de plomo.
Cuando el conde llegó
cerca del grupo que formaban el romero y sus admiradores, comenzaba
éste a templar una especie de bandolina o guzla árabe con que se
acompaña en la relación de sus romances. Después que hubo estirado
bien las cuerdas unas tras otras y con mucha calma, mientras su
acompañante daba la vuelta al corro sacando los últimos cornados de
la flaca escarcela de los oyentes, el romero empezó a cantar con voz
gangosa y con un aire monótono y plañidero un romance que siempre
terminaba con el mismo estribillo.
El conde se acercó al
grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña,
el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres
pensamientos que embargaban su ánimo. Según había anunciado el
cantor antes de comenzar, el romance se titulaba el Romance
de la mano muerta.
Al oír el escudero tan
extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio;
pero el conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció inmóvil,
escuchando esta cantiga:
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Apenas
el cantor había terminado la última estrofa cuando, rompiendo el
muro de curiosos que se apartaban con respeto al reconocerle, el
conde llegó adonde se encontraba el romero y, cogiéndole con fuerza
del brazo, le preguntó en voz baja y convulsa:
-¿Y dónde has aprendido
ese romance? ¿A quién se refiere la historia que cuentas? -volvió
a exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de emoción más
profunda.
-Señor -dijo el romero
clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable-:
esta cantiga la repiten de unos en otros los aldeanos del campo de
Gómara, y se refiere a una desdichada cruelmente ofendida por un
poderoso. Altos juicios de Dios han permitido que al enterrarla
quedase siempre fuera de la sepultura la mano en que su amante le
puso un anillo al hacerle una promesa. Vos sabréis quizá a quién
toca cumplirla.
-
V -
En un lugarejo miserable
y que se encuentra a un lado del camino que conduce a Gómara he
visto no hace mucho el sitio en donde se asegura tuvo lugar la
extraña ceremonia del casamiento del conde.
Después que éste,
arrodillado sobre la humilde fosa, estrechó en la suya la mano de
Margarita, y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la lúgubre
unión, es fama que cesó el prodigio, y la
mano muerta
se hundió para siempre.
Al pie de unos árboles
añosos y corpulentos hay un pedacito de prado que, al llegar la
primavera, se cubre espontáneamente de flores.
El rayo de luna
Yo no sé si esto es una
historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que
puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste,
de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas
mis condiciones de imaginación.
Otro, con esta idea, tal
vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta
leyenda, que a los demás que nada vean en su fondo al menos podrá
entretenerles un rato.
-
I -
Era noble, había nacido
entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa
de guerra no lo hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni
apartar sus ojos de un punto del oscuro pergamino en que leía la
última cantiga de un trovador.
Los que quisieran
encontrarle no le debían buscar en el anchuroso patio de su
castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes
enseñaban a volar a los halcones y los soldados se entretenían los
días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.
-No sabemos -respondían
sus servidores-; acaso estará en el claustro del monasterio de la
Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si
sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos, o en el
puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo
de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en
contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o
contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el
haz de las lagunas. En cualquiera parte estará, menos en donde esté
todo el mundo.
En efecto, Manrique amaba
la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado
no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.
Amaba la soledad, porque
en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo
fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios
y sus ensueños de poeta; porque Manrique era poeta, tanto, que nunca
le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus
pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.
Creía que entre las
rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores,
que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos
encendidos o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide
de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel
junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la
lumbre.
Creía que en el fondo de
las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores
del lago vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u
ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros o cantaban y se reían en
el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando
traducirlo.
En las nubes, en el aire,
en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba
percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres
sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.
¡Amar! Había nacido
para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un
instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los
labios rojos, a la otra porque se cimbreaba, al andar, como un junco.
Algunas veces llegaba su
delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la
luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las
estrellas, que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las
piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio,
exclamaba:
-Si es verdad, como el
prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz
sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre
las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las
mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no
podré amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su
amor?
Manrique no estaba aún
lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo
suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se
empieza.
-
II -
Sobre el Duero, que
pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de
Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de
los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la
opuesta margen del río.
En la época a que nos
referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus
históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los
anchos torreones de sus muros; aún se veían, como en parte se ven
hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de
su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de
armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las
altas hierbas.
En los huertos y en los
jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas
de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba
todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase,
creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose
por los añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de
álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían
cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en
medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica,
próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el
penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules,
balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles
tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.
Era de noche; una noche
de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con
una luna blanca y serena en mitad de un cielo azul, luminoso y
transparente.
Manrique, presa su
imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el
puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la
ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas
y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas
ruinas de los Templarios.
La media noche tocaba a
su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya
en lo más alto del cielo, cuando, al entrar en una oscura alameda
que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero,
Manrique exhaló un grito leve, ahogado, mezcla extraña de sorpresa,
de temor y de júbilo.
En el fondo de la sombría
alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento
y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de
una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el
follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o
imposibles penetraba en los jardines.
-
III -
Llegó al punto en que
había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer
misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos creyó
divisar, por entre los cruzados troncos de los árboles, como una
claridad o una forma blanca que se movía.
-¡Es ella, es ella, que
lleva alas en los pies y huye como una sombra! -dijo; y se precipitó
en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se
extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo
por entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de
rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! -¡Ah, por
aquí, por aquí va! -exclamó entonces-. Oigo sus pisadas sobre las
hojas secas, y el crujido de su traje, que arrastra por el suelo y
roza en los arbustos -y corría, y corría como un loco de aquí para
allá, y no la veía-. Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra
vez-; creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento que
suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja,
me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí,
ha hablado..., ha hablado... ¿En qué idioma? No sé, pero es una
lengua extranjera...
Y tornó a correr en su
seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya
notando que las ramas por entre las cuales había desaparecido se
movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus breves
pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que
aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que
se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas
intrincadas malezas. ¡Afán inútil!
Vagó algunas horas de un
lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya
deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una
carrera frenética y desesperada.
Avanzando, avanzando por
entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó
al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San
Saturio.
-Tal vez desde esta
altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese
confuso laberinto -exclamó trepando de peña en peña con la ayuda
de su daga.
Llegó a la cima, desde
la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero
que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y
oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.
Manrique, una vez en lo
alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla
y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.
La luz de la luna rielaba
chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se
dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En aquella barca había
creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer, sin duda la
mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la
realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas
con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y
larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho
capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el
puente.
Pensaba atravesarlo y
llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla.
¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor, a la
entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San
Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en
aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se
retrataban sus pardas almenas.
-
IV -
Aunque desvanecida su
esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San
Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en
la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en
la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó
a vagar por sus calles a la ventura.
Las calles de Soria eran
entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un
silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían
ora el lejano ladrido de un perro, ora el rumor de una puerta al
cerrarse, ora el relincho de un corcel que, piafando, hacía sonar la
cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.
Manrique, con el oído
atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los
pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de
un callejón desierto; otras, voces confusas de gentes que hablaban a
sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo
algunas horas corriendo al azar de un sitio a otro.
Por último, se detuvo al
pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse
brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En
una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar
palacio se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a
través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se
reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente.
-No cabe duda; aquí vive
mi desconocida -murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto
sus ojos de la ventana gótica-, aquí vive. Ella entró por el
postigo de San Saturio...; por el postigo de San Saturio se viene a
este barrio...; en este barrio hay una casa donde, pasada la media
noche, aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que
vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?...
No hay más; ésta es su casa.
En esta firme persuasión,
y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas
imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que
en toda la noche no faltó la luz, ni él separó la vista un
momento.
Cuando llegó el día,
las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre
cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron
pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un
escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano,
restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes
capaces de dar envidia a un cocodrilo.
-¿Quién habita en esta
casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a
Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal.
Ésta fue la salutación
que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre
escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de tiempo con
ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por
la sorpresa:
-En esta casa vive el muy
honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro
señor el rey, que, herido en la guerra contra moros, se encuentra en
esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.
-¿Pero y su hija?
-interrumpió el joven, impaciente-. ¿Y su hija, o su hermana, o su
esposa, o lo que sea?
-¡No tiene ninguna!...
¿Pues quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he
visto arder una luz?
-¿Allí? Allí duerme mi
señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su
lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de
improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le
causaron estas palabras.
-
V -
-Yo la he de encontrar,
la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de
conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir..., pero he
de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que
vuelva a oír; un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a
ver me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar
delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y
blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de
la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus
ininteligibles palabras... ¿Qué dijo?... ¿Qué dijo? ¡Ah!, si yo
pudiera saber lo que dijo, acaso...; pero, aún sin saberlo, la
encontraré..., la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón
no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas
las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho
poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas en oro en
hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San
Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de
anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata
una noche de maitines he seguido como un tonto la litera del
arcediano, creyendo que el extremo de sus hopalandas era el del traje
de mi desconocida; pero no importa...; yo la he de encontrar, y la
gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.
¿Cómo serán sus
ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la
noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan
melancólicos, tan... Sí..., no hay duda; azules deben de ser;
azules son, seguramente, y sus cabellos, negros, muy negros y largos
para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par
que su traje, y eran negros...; no me engaño, no; eran negros.
¡Y qué bien sientan
unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta,
flotando y oscura, a una mujer alta...; porque... ella es alta, alta
y esbelta, como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas,
cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las
sombras de sus doseles de granito!
¡Su voz!... Su voz la he
oído... su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los
álamos, y su andar, acompasado y majestuoso como las cadencias de
una música.
Y esa mujer, que es
hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que
piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo
odio, que es un espíritu hermano de mi espíritu, que es el
complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme?
¿No me ha de amar como yo la amaré, como yo la amo ya, con todas
las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?
Vamos, vamos al sitio
donde la vi la primera y única vez que la he visto... ¿Quién sabe
si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas
las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en
el silencio de la noche?
Dos meses habían
transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos
desengañó al iluso Manrique; dos meses, durante los cuales en cada
hora había formado un castillo en el aire, que la realidad
desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales había
buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba
creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones,
cuando, después de atravesar, absorto en estas ideas, el puente que
conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las
intrincadas sendas de sus jardines.
-
VI -
La noche estaba serena y
hermosa; la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del
cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas
de los árboles.
Manrique llegó al
claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las
macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.
Salió de él, encaminó
sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no
había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de
júbilo.
Había visto flotar un
instante, y desaparecer, el extremo del traje blanco, del traje
blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un
loco.
Corre, corre en su busca,
llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se
detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato
inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros; un temblor
que va creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas de una
verdadera convulsión, y prorrumpe, al fin, en una carcajada sonora,
estridente, horrible.
Aquella cosa blanca,
ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había
brillado a sus pies un instante, no más que un instante.
Era un rayo de luna, un
rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de
los árboles cuando el viento movía sus ramas.
Habían pasado algunos
años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica
de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como
la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su
madre ni a los consuelos de sus servidores.
-Tú eres joven, tú eres
hermoso -le decía aquélla-; ¿por qué te consumes en la soledad?
¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que, amándote, pueda
hacerte feliz?
-¿Por qué no despertáis
de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos-; os vestís de
hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón
de ricohombre, y marchamos a la guerra; en la guerra se encuentra la
gloria.
-¡No! ¡No! -exclamó el
joven incorporándose, colérico, en su sitial-. No quiero nada...;
es decir, sí quiero...: quiero que me dejéis solo... Cantigas...,
mujeres..., glorias..., felicidad..., mentiras todo, fantasmas vanos
que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y
los amamos y corremos tras ellos. ¿Para qué? ¿Para qué? Para
encontrar un rayo de luna.
El monte de las ánimas
La noche de difuntos me despertó,
a no sé qué hora, el doble de las campanas; su tañido monótono y
eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en
Soria.
Intenté
dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es
un caballo que se desboca, y al que no sirve tirarle de la rienda.
Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como, en efecto, lo hice.
Yo no la oí en el mismo lugar en
que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza, con
miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos
por el aire frío de la noche.
-
I -
-Atad los perros; haced la señal
con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta
a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y
estamos en el Monte de las Ánimas.
-A ser otro día no dejara yo de
concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han
arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco
sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos
comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
-No, hermosa prima; tú ignoras
cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has
venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua; yo también pondré
la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré la historia.
Los pajes se reunieron en alegres
y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en
sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos
Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.
«Ese monte que hoy llaman de las
Ánimas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la
margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez.
Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas
tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en
ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran
sabido solos defenderla como solos la conquistaron.
»Entre los caballeros de la nueva
y poderosa orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos
años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían
acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer
sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos
determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las
severas prohibiciones de los clérigos
con espuelas,
como llamaban a sus enemigos.
»Cundió la voz del reto, y nada
fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en
su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo.
No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente
tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no
fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado
de cadáveres; los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un
sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey; el
monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado,
y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo
atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
»Desde entonces dicen que, cuando
llega la noche de Difuntos, se oye doblar sola la campana de la
capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de
sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las
breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos
aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han
visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los
esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y
por eso he querido salir de él antes que cierre la noche».
La relación de Alonso concluyó
justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que
da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la
comitiva, la cual, después de incorporársele los dos jinetes, se
perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
-
II -
Los servidores acababan de
levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los
condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando algunos
grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban
familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las
ojivas del salón.
Sólo dos personas parecían
ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía
con los ojos, absortos en un vago pensamiento, los caprichos de la
llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules
pupilas de Beatriz.
Las dueñas referían, a propósito
de la noche de Difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y
los aparecidos representaban el principal papel, y las campanas de
las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y
triste.
-Hermosa prima -exclamó al fin
Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-: pronto
vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de
Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y
patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces,
acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría
indiferencia; todo su carácter de mujer se reveló en aquella
desdeñosa contracción de sus delgados labios.
-Tal vez por la pompa de la corte
francesa, donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el
joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en
perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía...
¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por
haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El
joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué
hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha
prendido el de una desposada: mi padre se lo regaló a la que me dio
el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo -contestó la
hermosa-, pero en mi país, una prenda recibida compromete la
voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de
manos de un deudo..., que aún puede ir a Roma sin volver con las
manos vacías.
El acento helado con que Beatriz
pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de
serenarse dijo con tristeza:
-Lo sé prima; pero hoy se
celebran Todos los Santos, y el tuyo entre todos; hoy es día de
ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los
labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una
palabra.
Los dos jóvenes volvieron a
quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas
que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía
crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de
las campanas.
-Y antes de que concluya el día
de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y
puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás?
-dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un
relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta,
llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa
entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro...
Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul
que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su
color me dijiste que era la divisa de tu alma?
-¡Se ha perdido! ¿Y dónde?
-preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una
indescriptible expresión de temor y esperanza.
-¡En el Monte de las Ánimas
-murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-, ¡en el
Monte de las Ánimas!
-Tú lo sabes, porque lo habrás
oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla me llaman el rey de
los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los
combates, como mis ascendientes, he llevado a esta diversión imagen
de la guerra todos los bríos de mi juventud, todo el ardor
hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos
de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus
costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a
caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el
peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y
volaría gozoso como a una fiesta; esta noche..., esta noche, ¿a qué
ocultarlo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha
sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora
a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren
sus fosas...; ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror
la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o
arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja
que arrastra el viento, sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una
sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando
hubo concluido exclamó, con un tono indiferente y mientras atizaba
el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña arrojando
chispas de mil colores:
-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué
locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan
oscura, noche de Difuntos, y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase, la
recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de
comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte, se
puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el
miedo que estaba en su cabeza, y no en su corazón, y con voz firme
exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre
el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
-¡Alonso, Alonso! -dijo ésta,
volviéndose con rapidez; pero cuando quiso, o aparentó querer,
detenerle, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el
rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una
radiante expresión de orgullo satisfecho, que coloreó sus mejillas,
prestó atento oído a aquel rumor, que se debilitaba, que se perdía,
que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban
en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios
del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
-
III -
Había pasado una hora, dos, tres;
la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su
oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora
pudiera haberlo hecho.
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó
la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho,
después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los
rezos que la iglesia consagra en el día de Difuntos a los que ya no
existen.
Después de haber apagado la
lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió
con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del
Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana,
lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber
oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y
por una voz apagada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la
ventana.
-Será el viento -dijo; y
poniéndose la mano sobre el corazón procuró tranquilizarse. Pero
su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce
del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo
prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más
cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban
sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y suave; aquéllas
con un lamento largo y crispador. Después, silencio; un silencio
lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un
murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros,
voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y
vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan,
respiraciones fatigosas que casi no se sienten, estremecimientos
involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya
aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa,
adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento.
Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a
escuchar; nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de
la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en
todas direcciones; y cuando, dilatándose, las fijaba en un punto,
nada; oscuridad, las sombras impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, yendo a
recostar su hermosa cabeza sobre la almohada, de raso azul, del
lecho-. ¿Soy yo tan miedosa como estas pobres gentes, cuyo corazón
palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de
aparecidos?
Y cerrando los ojos intentó
dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma.
Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más
aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la
puerta habían rozado al separarse y unas pisadas lentas sonaban
sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi
imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una
cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió
el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un
grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría escondió la
cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del
balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor
eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las
ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca,
otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los
difuntos.
Así pasó una hora, dos, la
noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz.
Al fin despuntó la aurora; vuelta de su temor, entreabrió los ojos
a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y
de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó
las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus
temores pasados cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo,
sus ojos se desencajaron y una palidez mortal decoloró sus mejillas:
sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda
azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron
despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que
a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las
malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada,
asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho,
desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios,
rígidos los miembros: muerta, ¡muerta de horror!
-
IV -
Dicen que después de acaecido
este suceso un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin
poder salir del Monte de las Ánimas y que al otro día, antes de
morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre
otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y
de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla,
levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y
caballeros sobre osamentas de corceles perseguir como a una fiera a
una mujer hermosa, pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y
sangrientos y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de
la tumba de Alonso.
MIRA LA VERSIÓN EN CÓMIC:
http://blog.cangrejorojo.com/2012/comics/el-monte-de-las-animas/attachment/coverema/