LOS
MISERABLES, DE VÍCTOR HUGO
Primera parte: "Fantina"
Libro segundo: "La caída"
Capítulo IV: Jean Valjean
Primera parte: "Fantina"
Libro segundo: "La caída"
Capítulo IV: Jean Valjean
Jean
Valjean pertenecía a una humilde familia de Brie. No había
aprendido a leer en su infancia; y cuando fue hombre, tomó el oficio
de su padre, podador en Faverolles. Su padre se llamaba igualmente
Jean Valjean o Vlajean, una contracción probablemente de "voilà
Jean": ahí está Jean.
Su
carácter era pensativo, aunque no triste, propio de las almas
afectuosas. Perdió de muy corta edad a su padre y a su madre. Se
encontró sin más familia que una hermana mayor que él, viuda y con
siete hijos. El marido murió cuando el mayor de los siete hijos
tenía ocho años y el menor uno. Jean Valjean acababa de cumplir
veinticinco. Reemplazó al padre, y mantuvo a su hermana y los niños.
Lo hizo sencillamente, como un deber, y aun con cierta rudeza.
Su
juventud se desperdiciaba, pues, en un trabajo duro y mal pagado.
Nunca se le conoció novia; no había tenido tiempo para enamorarse.
Por la
noche volvía cansado a la casa y comía su sopa sin decir una
palabra. Mientras comía, su hermana a menudo le sacaba de su plato
lo mejor de la comida, el pedazo de carne, la lonja de tocino, el
cogollo de la col, para dárselo a alguno de sus hijos. El, sin dejar
de comer, inclinado sobre la mesa, con la cabeza casi metida en la
sopa, con sus largos cabellos esparcidos alrededor del plato, parecía
que nada observaba; y la dejaba hacer.
Aquella
familia era un triste grupo que la miseria fue oprimiendo poco a
poco. Llegó un invierno muy crudo; Jean no tuvo trabajo. La familia
careció de pan. ¡Ni un bocado de pan y siete niños!
Un
domingo por la noche Maubert Isabeau, panadero de la plaza de la
Iglesia, se disponía a acostarse cuando oyó un golpe violento en la
puerta y en la vidriera de su tienda. Acudió, y llegó a tiempo de
ver pasar un brazo a través del agujero hecho en la vidriera por un
puñetazo. El brazo cogió un pan y se retiró. Isabeau salió
apresuradamente; el ladrón huyó a todo correr pero Isabeau corrió
también y lo detuvo. El ladrón había tirado el pan, pero tenía
aún el brazo ensangrentado. Era Jean Valjean.
Esto
ocurrió en 1795. Jean Valjean fue acusado ante los tribunales de
aquel tiempo como autor de un robo con fractura, de noche, y en casa
habitada. Tenía en su casa un fusil y era un eximio tirador y
aficionado a la caza furtiva, y esto lo perjudicó.
Fue
declarado culpable. Las palabras del código eran terminantes. Hay en
nuestra civilización momentos terribles, y son precisamente aquellos
en que la ley penal pronuncia una condena. ¡Instante fúnebre aquel
en que la sociedad se aleja y consuma el irreparable abandono de un
ser pensante! Jean Valjean fue condenado a cinco años de presidio.
Un
antiguo carcelero de la prisión recuerda aún perfectamente a este
desgraciado, cuya cadena se remachó en la extremidad del patio.
Estaba sentado en el suelo como todos los demás. Parecía que no
comprendía nada de su posición sino que era horrible. Pero es
probable que descubriese, a través de las vagas ideas de un hombre
completamente ignorante, que había en su pena algo excesivo.
Mientras que a grandes martillazos remachaban detrás de él la bala
de su cadena, lloraba; las lágrimas lo ahogaban, le impedían
hablar, y solamente de rato en rato exclamaba: "Yo era podador
en Faverolles". Después sollozando y alzando su mano derecha, y
bajándola gradualmente siete veces, como si tocase sucesivamente
siete cabezas a desigual altura, quería indicar que lo que había
hecho fue para alimentar a siete criaturas.
Por fin
partió para Tolón, donde llegó después de un viaje de veintisiete
días, en una carreta y con la cadena al cuello. En Tolón fue
vestido con la chaqueta roja; y entonces se borró todo lo que había
sido en su vida, hasta su nombre, porque desde entonces ya no fue
Jean Valjean, sino el número 24.601. ¿Qué fue de su hermana? ¿Qué
fue de los siete niños? Pero, ¿a quién le importa?
La
historia es siempre la misma. Esos pobres seres, esas criaturas de
Dios, sin apoyo alguno, sin guía, sin asilo, quedaron a merced de la
casualidad. ¿Qué más se ha de saber? Se fueron cada uno por su
lado, y se sumergieron poco a poco en esa fría bruma en que se
sepultan los destinos solitarios. Apenas, durante todo el tiempo que
pasó en Tolón, oyó hablar una sola vez de su hermana. Al fin del
cuarto año de prisión, recibió noticias por no sé qué conducto.
Alguien que los había conocido en su pueblo había visto a su
hermana: estaba en París. Vivía en un miserable callejón, cerca de
San Sulpicio, y tenía consigo sólo al menor de los niños. Esto fue
lo que le dijeron a Jean Valjean. Nada supo después.
A fines
de ese mismo cuarto año, le llegó su turno para la evasión. Sus
camaradas lo ayudaron como suele hacerse en aquella triste mansión,
y se evadió. Anduvo errante dos días en libertad por el campo, si
es ser libre estar perseguido, volver la cabeza a cada instante y al
menor ruido, tener miedo de todo, del sendero, de los árboles, del
sueño. En la noche del segundo día fue apresado. No había comido
ni dormido hacía treinta seis horas. El tribunal lo condenó por
este delito a un recargo de tres años. Al sexto año le tocó
también el turno para la evasión; por la noche la ronda le encontró
oculto bajo la quilla de un buque en construcción; hizo resistencia
a los guardias que lo cogieron: evasión y rebelión. Este hecho,
previsto por el código especial, fue castigado con un recargo de
cinco años, dos de ellos de doble cadena. Al décimo le llegó otra
vez su turno, y lo aprovechó; pero no salió mejor librado. Tres
años más por esta nueva tentativa. En fin, el año decimotercero,
intentó de nuevo su evasión, y fue cogido a las cuatro horas. Tres
años más por estas cuatro horas: total diecinueve años. En octubre
de 1815 salió en libertad: había entrado al presidio en 1796 por
haber roto un vidrio y haber tomado un pan.
Jean
Valjean entró al presidio sollozando y tembloroso; salió impasible.
Entró desesperado; salió taciturno.
¿Qué
había pasado en su alma?