Nataniel a Lotario
Sin duda estarán
inquietos porque hace tanto tiempo que no les escribo. Mamá estará
enfadada y Clara pensará que vivo en tal torbellino de alegría que
he olvidado por completo la dulce imagen angelical tan profundamente
grabada en mi corazón y en mi alma. Pero no es así; cada día, cada
hora, pienso en ustedes y el rostro encantador de Clara vuelve una y
otra vez en mis sueños; sus ojos transparentes me miran con dulzura,
y su boca me sonríe como antaño, cuando volvía junto a ustedes.
¡Ay de mí! ¿Cómo podría haberles escrito con la violencia que
anidaba en mi espíritu y que hasta ahora ha turbado todos mis
pensamientos? ¡Algo espantoso se ha introducido en mi vida! Sombríos
presentimientos de un destino cruel y amenazador se ciernen sobre mí,
como nubes negras, impenetrables a los alegres rayos del sol. Debo
decirte lo que me ha sucedido. Debo hacerlo, es preciso, pero sólo
con pensarlo oigo a mi alrededor risas burlonas. ¡Ay, querido
Lotario, cómo hacer para intentar solamente que comprendas que lo
que me sucedió hace unos días ha podido turbar mi vida de una forma
terrible! Si estuvieras aquí podrías ver con tus propios ojos; pero
ciertamente piensas ahora en mí como en un visionario absurdo. En
pocas palabras, la horrible visión que tuve, y cuya mortal
influencia intento evitar, consiste simplemente en que, hace unos
días, concretamente el 30 de octubre a mediodía, un vendedor de
barómetros entró en mi casa y me ofreció su mercancía. No compré
nada y lo amenacé con precipitarlo escaleras abajo, pero se marchó
al instante.
Sospechas sin duda
que circunstancias concretas que han marcado profundamente mi vida
conceden relevancia a este insignificante acontecimiento, y así es
en efecto. Reúno todas mis fuerzas para contarte con tranquilidad y
paciencia algunas cosas de mi infancia que aportarán luz y claridad
a tu espíritu. En el momento de comenzar te veo reír y oigo a Clara
que dice: "¡son auténticas chiquilladas!" ¡Ríanse!
¡Ríanse de todo corazón, se los suplico! Pero ¡Dios del cielo!,
mis cabellos se erizan, y me parece que los conjuro a burlarse de mí
en el delirio de la desesperación, como Franz Moor conjuraba a
Daniel. Vamos al hecho en cuestión.
Salvo en las horas de
las comidas, mis hermanos y yo veíamos a mi padre bastante poco.
Estaba muy ocupado en su trabajo. Después de la cena, que, conforme
a las antiguas costumbres, se servía a las siete, íbamos todos,
nuestra madre con nosotros, al despacho de nuestro padre, y nos
sentábamos a una mesa redonda. Mi padre fumaba su pipa y bebía un
gran vaso de cerveza. Con frecuencia nos contaba historias
maravillosas, y sus relatos lo apasionaban tanto que dejaba que su
pipa se apagase; yo estaba encargado de encendérsela de nuevo con
una astilla prendida, lo cual me producía un indescriptible placer.
También a menudo nos daba libros con láminas; y permanecía
silencioso e inmóvil en su sillón apartando espesas nubes de humo
que nos envolvían a todos como la niebla. En este tipo de veladas,
mi madre estaba muy triste, y apenas oía sonar las nueve, exclamaba:
"Vamos niños, a la cama... ¡el Hombre de Arena está al
llegar...! ¡ya lo oigo!" Y, en efecto, se oía entonces
retumbar en la escalera graves pasos; debía ser el Hombre de Arena.
En cierta ocasión, aquel ruido me produjo más escalofríos que de
costumbre y pregunté a mi madre mientras nos acompañaba:
—¡Oye mamá!
¿Quién es ese malvado Hombre de Arena que nos aleja siempre del
lado de papá? ¿Qué aspecto tiene?
—No existe tal
Hombre de Arena, cariño —me respondió mi madre—. Cuando digo
"viene el Hombre de Arena" quiero decir que tienen que ir a
la cama y que sus párpados se cierran involuntariamente como si
alguien les hubiera tirado arena a los ojos.
La respuesta de mi
madre no me satisfizo y mi infantil imaginación adivinaba que mi
madre había negado la existencia del Hombre de Arena para no
asustarnos. Pero yo lo oía siempre subir las escaleras.
Lleno de curiosidad,
impaciente por asegurarme de la existencia de este hombre, pregunté
a una vieja criada que cuidaba de la más pequeña de mis hermanas,
quién era aquel personaje.
—¡Ah mi pequeño
Nataniel! —me contestó—, ¿no lo sabes? Es un hombre malo que
viene a buscar a los niños cuando no quieren irse a la cama y les
arroja un puñado de arena a los ojos haciéndolos llorar sangre.
Luego los mete en un saco y se los lleva a la luna creciente para
divertir a sus hijos, que esperan en el nido y tienen picos
encorvados como las lechuzas para comerles los ojos a picotazos.
Desde entonces, la
imagen del Hombre de Arena se grabó en mi espíritu de forma
terrible; y, por la noche, en el instante en que las escaleras
retumbaban con el ruido de sus pasos, temblaba de ansiedad y de
horror; mi madre sólo podía entonces arrancarme estas palabras
ahogadas por mis lágrimas: "¡El Hombre de Arena! ¡El Hombre
de Arena!" Corría al dormitorio y aquella terrible aparición
me atormentaba durante toda la noche.
Yo tenía ya la edad suficiente como
para pensar que la historia del Hombre de Arena y sus hijos en el
nido de la luna creciente, según la contaba la vieja criada, no era
del todo exacta; sin embargo, el Hombre de Arena siguió siendo para
mí un espectro amenazador. El terror se apoderaba de mí cuando lo
oía subir al despacho de mi padre. Algunas veces duraba su ausencia
largo tiempo; luego, sus visitas volvían a ser frecuentes; aquello
duró varios años. No podía acostumbrarme a tan extraña aparición,
y la sombría figura de aquel desconocido no palidecía en mi
pensamiento. Su relación con mi padre ocupaba cada vez más mi
imaginación, la idea de preguntarle a él me sumía en un
insuperable temor, y el deseo de indagar el misterio, de ver al
legendario Hombre de Arena, aumentaba en mí con los años. El Hombre
de Arena me había deslizado en el mundo de lo fantástico, donde el
espíritu infantil se introduce tan fácilmente. Nada me complacía
tanto como leer o escuchar horribles historias de genios, brujas y
duendes; pero, por encima de todas las escalofriantes apariciones,
prefería la del Hombre de Arena que dibujaba con tiza y carbón en
las mesas, en los armarios y en las paredes bajo las formas más
espantosas. Cuando cumplí diez años, mi madre me asignó una
habitación para mí solo, en el corredor, no lejos de la de mi
padre. Como siempre, al sonar las nueve el desconocido se hacía oír,
y había que retirarse. Desde mi habitación lo oía entrar en el
despacho de mi padre, y poco después me parecía que un
imperceptible vapor se extendía por toda la casa. La curiosidad por
ver al Hombre de Arena de la forma que fuese crecía en mí cada vez
más. Alguna vez abrí mi puerta, cuando mi padre ya se había ido, y
me deslicé en el corredor; pero no pude oír nada, pues siempre
habían cerrado ya la puerta cuando alcanzaba la posición adecuada
para poder verle. Finalmente, empujado por un deseo irresistible,
decidí esconderme en el gabinete de mi padre, y esperar allí mismo
al Hombre de Arena.
Por el semblante
taciturno de mi padre y por la tristeza de mi madre supe una noche
que vendría el Hombre de Arena. Pretexté un enorme cansancio y
abandonando la sala antes de las nueve fui a esconderme detrás de la
puerta. La puerta de la calle crujió en sus goznes y lentos pasos,
tardos y amenazadores, retumbaron desde el vestíbulo hasta las
escaleras. Mi madre y los niños pasaron apresuradamente ante mí.
Abrí despacio, muy despacio, la puerta del gabinete de mi padre.
Estaba sentado como de costumbre, en silencio y de espaldas a la
puerta. No me vio, y corrí a esconderme detrás de una cortina que
tapaba un armario en el que estaban colgados sus trajes. Después los
pasos se oyeron cada vez más cerca, alguien tosía, resoplaba y
murmuraba de forma singular. El corazón me latía de miedo y
expectación. Muy cerca de la puerta, un paso sonoro, un golpe
violento en el picaporte, los goznes giran ruidosamente. Adelanto a
mi pesar la cabeza con precaución, el Hombre de Arena está en medio
de la habitación ¡el resplandor de las velas ilumina su rostro! ¡El
Hombre de Arena, el terrible Hombre de Arena, es el viejo abogado
Coppelius que a veces se sienta a nuestra mesa! Pero el más horrible
de los rostros no me hubiera causado más espanto que el de aquel
Coppelius. Imagínate un hombre de anchos hombros con una enorme
cabeza deforme, una tez mate, cejas grises y espesas bajo las que
brillan dos ojos verdes como los de los gatos y una nariz gigantesca
que desciende bruscamente sobre sus gruesos labios. Su boca torcida
se encorva aún más con su burlona sonrisa; en sus mejillas dos
manchas rojas y unos acentos a la vez sordos y silbantes se escapan
de entre sus dientes irregulares. Coppelius aparecía siempre con un
traje color ceniza, de una hechura pasada de moda, chaqueta y
pantalones del mismo color, medias negras y zapatos con hebillas de
estrás. Su corta peluca, que apenas cubría su cuello, terminaba en
dos bucles pegados que soportaban sus grandes orejas, de un rojo
vivo, e iba a perderse en un amplio tafetán negro que se desplegaba
aquí y allá en su espalda y dejaba ver el broche de plata que
sujetaba su lazo. Aquella cara ofrecía un aspecto horrible y
repugnante, pero lo que más nos chocaba a nosotros, niños, eran
aquellas grandes manos velludas y huesudas; cuando él las dirigía
hacia algún objeto, nos guardábamos de tocarlo. Él se había dado
cuenta de esto y se complacía en tocar los pasteles o las frutas
confitadas que nuestra madre había puesto sigilosamente en nuestros
platos; entonces él gozaba viendo nuestros ojos llenos de lágrimas
al no poder ya saborear por asco y repulsión las golosinas que él
había rozado. Lo mismo hacía los días de fiesta, cuando nuestro
padre nos servía un vasito de vino dulce. Entonces se apresuraba a
coger el vaso y lo acercaba a sus labios azulados, y reía
diabólicamente viendo cómo sólo podíamos exteriorizar nuestra
rabia con leves sollozos. Acostumbraba a llamarnos los animalitos; en
presencia suya no nos estaba permitido decir una sola palabra y
maldecíamos con toda nuestra alma a aquel personaje odioso, a aquel
enemigo que envenenaba deliberadamente nuestra más pequeña alegría.
Mi madre parecía odiar tanto como nosotros al repugnante Coppelius,
pues, desde el instante en que aparecía, su dulce alegría y su
despreocupada forma de ser se tornaban en una triste y sombría
gravedad. Nuestro padre se comportaba con Coppelius como si éste
perteneciera a un rango superior y hubiera que soportar sus desaires
con buen ánimo. Nunca dejaba de ofrecerle sus platos favoritos y
descorchaba en su honor vinos de reserva.
Al ver entonces a
Coppelius me di cuenta de que ningún otro podía haber sido el
Hombre de Arena; pero el Hombre de Arena ya no era para mí aquel
ogro del cuento de la niñera que se lleva a los niños a la luna, al
nido de sus hijos con pico de lechuza. No. Era una odiosa y
fantasmagórica criatura que dondequiera que se presentase traía
tormento y necesidad, causando un mal durable, eterno.
Yo estaba como
embrujado, con la cabeza entre las cortinas, a riesgo de ser
descubierto y cruelmente castigado. Mi padre recibió alegremente a
Coppelius.
—¡Vamos! ¡al
trabajo! —exclamó el otro con voz sorda quitándose la levita.
Mi padre, con aire
sombrío, se quitó la bata y los dos se pusieron unas túnicas
negras. Mi padre abrió la puerta de un armario empotrado que
ocultaba un profundo nicho donde había un horno. Coppelius se
acercó, y del hogar se elevó una llama azul. Una gran cantidad de
extrañas herramientas se iluminaron con aquella claridad. Pero,
¡Dios mío, qué extraña metamorfosis se había operado en los
rasgos de mi anciano padre! Un dolor violento y terrible parecía
haber cambiado la expresión honesta y leal de su fisonomía, que se
había contraído de forma satánica. ¡Se parecía a Coppelius! Éste
manejaba unas pinzas incandescentes y atizaba los carbones ardientes
del hogar. Creí ver a su alrededor figuras humanas, pero sin ojos.
En su lugar había cavidades negras, profundas, horribles.
—¡Ojos, ojos!
—gritaba Coppelius con voz sorda, amenazadora.
Grité y caí al
suelo, violentamente abatido por el miedo. Entonces Coppelius me
cogió.
—¡Pequeña bestia!
¡Pequeña bestia! —dijo haciendo crujir los dientes de un modo
espantoso. Diciendo esto me arrojó al horno, cuya llama prendía ya
mis cabellos.
—Ahora —exclamó—
ya tenemos ojos, ¡ojos! ¡un hermoso par de ojos de niño! —Y con
sus manos cogió del hogar un puñado de carbones ardientes que se
disponía a arrojar a mis ojos, cuando mi padre, con las manos
juntas, le imploró:
—¡Maestro!
¡Maestro! ¡Deja los ojos a mi Nataniel! ¡Déjaselos!
Coppelius se echó a
reír de forma estrepitosa.
—Que el niño
conserve sus ojos para que éstos realicen su trabajo en el mundo;
pero, puesto que está aquí, observemos atentamente el mecanismo de
sus pies y de sus manos.
Sus dedos apretaron
todas las articulaciones de mis miembros, que crujieron, y me
retorció las manos y los pies de una forma y de otra.
—¡Esto no está
del todo bien! ¡Tan bien como estaba! ¡El viejo lo ha entendido
perfectamente!
Coppelius murmuraba
esto mientras me retorcía; pero pronto todo se volvió oscuro y
confuso a mi alrededor; un dolor nervioso agitó todo mi ser; no
sentí nada más. Un vapor dulce y cálido se derramó sobre mi
rostro; desperté como del sueño de la muerte. Mi madre estaba
inclinada sobre mí.
—¿Está aquí el
Hombre de Arena? —balbucí.
—No, mi niño, está
muy lejos; se fue hace mucho, no te hará daño.
Así decía mi madre,
y me besaba estrechando contra su corazón al niño querido que le
era devuelto.
¿Para qué cansarte
por más tiempo con estas historias, querido Lotario? Fui descubierto
y cruelmente maltratado por Coppelius. La ansiedad y el miedo me
causaron una ardiente fiebre que padecí durante algunas semanas;
"¿Está aún aquí el Hombre de Arena?" Éstas fueron las
primeras palabras de mi salvación y el primer signo de mi curación.
Sólo me queda contarte el instante más horrible de mi infancia;
después te habrás convencido de que no hay que acusar a mis ojos de
que todo me parezca sin color en la vida; pues un sombrío destino ha
levantado una densa nube ante todos los objetos, y sólo mi muerte
podrá disiparla.
Coppelius no volvió
a aparecer, se dijo que había abandonado la ciudad.
Había transcurrido
un año, y cierta noche, según la antigua e invariable costumbre,
estábamos sentados en la mesa redonda. Nuestro padre estaba muy
alegre y nos contaba historias divertidas que le habían sucedido en
los viajes de su juventud. En el momento en que el reloj daba las
nueve oímos sonar los goznes de la puerta de la casa, y unos graves
pasos retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras.
—¡Es Coppelius!
—dijo mi madre palideciendo.
—Sí, es Coppelius
—repitió mi padre con voz entrecortada.
Las lágrimas
asomaron a los ojos de mi madre:
—¡Padre! ¿es
preciso?
—Por última vez
—respondió—. Viene por última vez, te lo juro. Ve con los
niños. Buenas noches.
Yo estaba
petrificado, me faltaba el aire. Mi madre, viéndome inmóvil, me
cogió del brazo.
—Ven, Nataniel —me
dijo—. Me dejé llevar a mi habitación—. Estate tranquilo y
acuéstate. ¡Duerme! —me dijo al irse. Pero un terror invencible
me agitaba y no pude cerrar los ojos. El horrible, el odioso
Coppelius estaba ante mí, con sus ojos destellantes, sonriéndome
hipócrita, e intentaba alejar su imagen. Era cerca de media noche
cuando se oyó un golpe violento, como la detonación de un arma de
fuego. La casa entera se tambaleó, alguien pasó corriendo por
delante de mi cuarto y la puerta de la calle se cerró
estrepitosamente de un porrazo.
—¡Es Coppelius!
—grité fuera de mí, y salté de la cama. Oí gemidos; corrí a la
habitación de mi padre, la puerta estaba abierta, se respiraba un
humo asfixiante, y una criada gritaba:
—¡El señor! El
señor!
Delante del horno
encendido, en el suelo, yacía mi padre muerto, con la cara
destrozada. Mis hermanas, de rodillas a su alrededor, clamaban y
gemían. Mi madre había caído inmóvil junto a su marido.
—¡Coppelius,
monstruo infame! ¡Has asesinado a mi padre! —grité. Y caí sin
sentido. Dos días más tarde, cuando colocaron su cuerpo en el
ataúd, sus rasgos habían vuelto a ser serenos y dulces como lo
fueron durante toda su vida. Aquella imagen mitigó mi dolor, pensé
que su alianza con el infernal Coppelius no lo había llevado a la
condenación eterna.
La explosión había
despertado a los vecinos, el suceso causó sensación, y las
autoridades, que tuvieron conocimiento del mismo, requirieron la
presencia de Coppelius. Pero había desaparecido de la ciudad sin
dejar rastro.
Si te dijera, querido
amigo, que el vendedor de barómetros no era otro sino el miserable
Coppelius, comprenderías el horror que me produjo tan desgraciada y
enemiga aparición. Llevaba otro traje, pero los rasgos de Coppelius
están demasiado profundamente marcados en mi alma como para poder
equivocarme. Además, Coppelius ni siquiera ha cambiado de nombre. Se
hace pasar aquí —según tengo oído—, por un mecánico piamontés
llamado Giuseppe Coppola.
Estoy decidido a
vengar la muerte de mi padre, pase lo que pase. No digas nada a mi
madre de este encuentro cruel. Saluda a la encantadora Clara; le
escribiré con una mayor presencia de ánimo.
Queda con Dios,
etcétera.
Clara a Nataniel
Es cierto que hace
mucho que no me has escrito pero creo, sin embargo, que me llevas en
tu alma y en tus pensamientos; pues pensabas vivamente en mí cuando,
queriendo enviar tu última carta a mi hermano Lotario, la
suscribiste a mi nombre. La abrí con alegría y sólo me di cuenta
de mi error al ver estas palabras: "¡Ay, mi querido Lotario!"
Sin duda no debería haber seguido leyendo y debí entregar la carta
a mi hermano. Alguna vez me has reprochado entre risas el que yo
tuviera un espíritu tan apacible y tranquilo que si la casa se
derrumbara, antes que huir, colocaría en su sitio una cortina mal
puesta; pero apenas podía respirar y todo daba vueltas ante mis
ojos, mi querido Nataniel, al saber la infortunada causa que ha
turbado tu vida. Separación eterna, no verte nunca más, este
presentimiento me atravesaba como un puñal ardiente. Leí y volví a
leer. Tu descripción del repugnante Coppelius es horrible. Así he
sabido la forma cruel en que murió tu anciano y venerable padre. Mi
hermano, a quien remití lo que le pertenecía, intentó
tranquilizarme, sin conseguirlo. El fatal vendedor de barómetros
Giuseppe Coppola me perseguía, y casi me avergüenza confesar que ha
turbado, con terribles imágenes, mi sueño siempre profundo y
tranquilo. Pero de pronto, desde la mañana siguiente, todo me parece
distinto. No estés enfadado conmigo, amor mío, si Lotario te dice
que a pesar de tus funestos presentimientos sobre Coppelius no se
altera mi serenidad en absoluto. Te diré sinceramente lo que pienso.
Las cosas terribles de que hablas tienen su origen dentro de ti
mismo, el mundo exterior y real tiene poco que ver. El viejo
Coppelius sin duda era repelente, pero, como odiaba a los niños,
esto producía en ustedes, niños, verdadero horror hacia él.
El Hombre de Arena de
la niñera se asoció en tu imaginación infantil al viejo Coppelius
quien, sin que te dieras cuenta, permaneció en ti como un fantasma
de tus primeros años. Sus entrevistas nocturnas con tu padre no
tenían otro objeto que realizar experimentos de alquimia, cosa que
afligía a tu madre pues posiblemente costaba mucho dinero; y aquella
ocupación, además de llenar a su esposo de una engañosa esperanza
de sabiduría, lo apartaba del cuidado de su familia. Tu padre sin
duda causó su muerte por imprudencia suya, y Coppelius no es
culpable. ¿Creerías que ayer pregunté a un viejo vecino boticario
si los experimentos químicos podían causar explosiones mortales?
Asintió describiéndome largamente a su manera cómo se hacían
tales cosas, citándome gran número de palabras extrañas que no he
podido retener en mi memoria. Ahora vas a enfadarte con tu Clara;
dices: "en su frío espíritu no entra ni un solo rayo
misterioso de los que tantas veces abrazan al hombre con sus alas
invisibles; ella percibe tan sólo la superficie coloreada del mundo
y se alegra como un niño a la vista de frutas cuya dorada cáscara
esconde un mortal veneno."
¡Ah, mi bienamado
Nataniel! ¿Acaso no piensas que el sentimiento de un poder enemigo
que se agita de manera funesta sobre nuestro ser, no puede penetrar
en las almas sonrientes y serenas? Perdóname si yo, una simple
jovencita, intento expresar lo que siento ante la idea de una lucha
semejante. Quizá no encuentro las palabras adecuadas y tú te ríes,
no de mis pensamientos, sino de mi torpeza para expresarlos. Si
realmente existe un poder oculto que tan traidoramente hunde sus
garras en nuestro interior para cogernos y arrastrarnos a un camino
peligroso que habríamos evitado, si tal fuerza existe, debe
doblegarse ante nosotros mismos, pues sólo así ganará nuestra
confianza y un lugar en nuestro corazón, lugar que necesita para
realizar su obra. Si tenemos la suficiente firmeza, el valor
necesario para reconocer el camino hacia el que deben conducirnos
nuestra vocación y nuestras inclinaciones, para caminar con paso
tranquilo, nuestro enemigo interior perecerá en los vanos esfuerzos
que haga por ilusionarnos. También es cierto, añade Lotario, que la
tenebrosa presencia a la que nos entregamos crea con frecuencia en
nosotros imágenes tan atrayentes que nosotros mismos producimos el
engaño que nos consume. Es el fantasma de nuestro propio Yo cuya
influencia mueve nuestra alma y nos sumerge en el infierno o nos
conduce al cielo. ¡Te das cuenta, querido Nataniel! Mi hermano y yo
hemos hablado de oscuras fuerzas y poderes que a mí, después de
haber escrito, no sin esfuerzo, lo más importante, se me aparecen
sosegadas, profundas. Las últimas palabras de Lotario no las
entiendo del todo bien, sólo intuyo lo que piensa; sin embargo, me
parece rigurosamente cierto. Te lo suplico, aparta de tu pensamiento
al odioso abogado Coppelius y al vendedor de barómetros Coppola.
Convéncete de que esas extrañas figuras no tienen influencia sobre
ti. Sólo la creencia en su poder enemigo las vuelve enemigas. Si
cada línea de tu carta no expresara la profunda exaltación de tu
espíritu, si el estado de tu alma no afligiera mi corazón, podría
bromear sobre tu Hombre de Arena y tu abogado alquimista. ¡Alégrate!
Me he prometido estar a tu lado como un ángel guardián y arrojar al
odioso Coppola de una loca carcajada si viniera a turbar tu sueño.
No le temo en absoluto, ni a él ni a sus horribles manos que no
podrían estropearme las golosinas ni arrojarme arena a los ojos.
Hasta siempre, mi
bienamado Nataniel, etcétera.
Nataniel a Lotario
Me resulta muy penoso
el que Clara, por un error que causó mi negligencia, haya roto el
sello de mi carta y la haya leído. Me ha escrito una epístola llena
de una profunda filosofía, según la cual me demuestra
explícitamente que Coppelius y Coppola sólo existen en mi interior
y que se trata de fantasmas de mi Yo que se verán reducidos a polvo
en cuanto los reconozca como tales. Uno jamás podría imaginar que
el espíritu que brilla en sus claros y estremecedores ojos, como un
delicioso sueño, sea tan inteligente y pueda razonar de una forma
tan metódica. Se apoya en tu autoridad. ¡Han hablado de mí los dos
juntos! Le has dado un curso de lógica para que pueda ver las cosas
con claridad y razonadamente. ¡Déjalo! Además, es cierto que el
vendedor de barómetros Coppola no es el viejo abogado Coppelius.
Asisto a las clases de un profesor de física de origen italiano que
acaba de llegar a la ciudad, un célebre naturalista llamado
Spalanzani. Conoce a Coppola desde hace muchos años y, por otra
parte, es fácil observar su acento piamontés. Coppelius era alemán,
pero no un alemán honesto. Aun así, no estoy del todo tranquilo. Tú
y Clara pueden seguir considerándome un sombrío soñador, pero no
puedo apartar de mí la impresión que Coppola y su espantoso rostro
causaron en mí. Estoy contento de que haya abandonado la ciudad,
según dice Spalanzani. Este profesor es un personaje singular, un
hombre rechoncho, de pómulos salientes, nariz puntiaguda y ojos
pequeños y penetrantes. Te lo podrías imaginar mejor que con mi
descripción mirando el retrato de Cagliostro realizado por
Chodowiecki y que aparece en cualquier calendario berlinés; así es
Spalanzani. Hace unos días, subiendo a su apartamento, observé que
una cortina que habitualmente cubre una puerta de cristal estaba un
poco separada. Ignoro yo mismo cómo me encontré mirando a través
del cristal. Una mujer alta, muy delgada, de armoniosa silueta,
magníficamente vestida, estaba sentada con sus manos apoyadas en una
mesa pequeña. Estaba situada frente a la puerta, y de este modo pude
contemplar su rostro arrebatador. Pareció no darse cuenta de que la
miraba, y sus ojos estaban fijos, parecían no ver; era como si
durmiera con los ojos abiertos. Me sentí tan mal que corrí a
meterme en el salón de actos que está justo al lado. Más tarde
supe que la persona que había visto era la hija de Spalanzani,
llamada Olimpia, a la que éste guarda con celo, de forma que nadie
puede acercarse a ella. Esta medida debe ocultar algún misterio, y
Olimpia tiene sin duda alguna tara. Pero, ¿por qué te escribo estas
cosas? Podría contártelas personalmente. Debes saber que dentro de
dos semanas estaré con ustedes. Tengo que ver a mi ángel, a mi
Clara. Entonces podrá borrarse la impresión que se apoderó de mí
(lo confieso) al leer su carta tan fatal y razonable. Por eso no le
escribo hoy.
Mil abrazos,
etcétera.
Nadie podría
imaginar algo tan extraño y maravilloso como lo que le sucedió a mi
pobre amigo, el joven estudiante Nataniel, y que voy a referirte,
lector. ¿Acaso no has sentido alguna vez tu interior lleno de
extraños pensamientos? ¿Quién no ha sentido latir su sangre en las
venas y un rojo ardiente en las mejillas? Las miradas parecen buscar
entonces imágenes fantásticas e invisibles en el espacio y las
palabras se exhalan entrecortadas. En vano los amigos te rodean y te
preguntan qué te sucede. Y tú querrías pintar con sus brillantes
colores, sus sombras y sus luces destellantes, las vaporosas figuras
que percibes, y te esfuerzas inútilmente en encontrar palabras para
expresar tu pensamiento. Querrías reproducir con una sola palabra
todo cuanto estas apariciones tienen de maravilloso, de magnífico,
de sombrío horror y de alegría inaudita, para sacudir a los amigos
como con una descarga eléctrica, pero toda palabra, cada frase, te
parece descolorida, glacial, sin vida. Buscas y rebuscas, y balbuces
y murmuras, y las tímidas preguntas de tus amigos vienen a golpear,
como el soplo del viento, tu ardiente imaginación hasta acabar
apagándola. Pero si tú, como un hábil pintor, trazas un rápido
esbozo de tales imágenes interiores, del mismo modo puedes también
animar con poco esfuerzo los colores y hacerlos cada vez más
brillantes, y las diversas figuras fascinan a los amigos que te ven
en medio del mundo que tu alma ha creado. Debo confesar que, a mí,
querido lector, nadie me ha preguntado por la historia del joven
Nataniel; pero tú sabes que yo pertenezco a esa clase de autores que
cuando se encuentra en el estado de ánimo que acabo de describir se
imagina que cuantos lo rodean, e incluso el mundo entero, le
preguntan, "¿qué te pasa? ¡cuéntanos!" Así, una fuerza
poderosa me obliga a hablarte del fatal destino de Nataniel. Su vida
singular me impresionaba, y por esta razón me atormentaba la idea de
comenzar su historia de una manera significativa, original. "Érase
una vez..." bonito principio, para aburrir a todo el mundo. "En
la pequeña ciudad de S...., vivía..." algo mejor, si se tiene
en cuenta que prepara ya el desenlace. O bien entrar in medias
res: "—¡Váyase al diablo! —exclamó colérico con los
ojos llenos de furia y de espanto el estudiante Nataniel cuando el
vendedor de barómetros Giuseppe Coppola... " Así había
empezado ya a escribir cuando creí ver algo de burla en la
enfurecida mirada de Nataniel, aunque la historia no es en absoluto
divertida. No me vino a la mente ninguna frase que reflejara el
estallido de colores de la imagen que brillaba en mi interior. Decidí
entonces no empezar. Toma, querido lector, las tres cartas que mi
amigo Lotario me invitó a compartir como el esbozo del cuadro que me
esforzaré, en el curso de la narración, en animar cada vez con más
colorido, lo mejor que pueda. Quizá consiga, como un buen
retratista, dar a algún personaje un toque expresivo de manera que
al verlo lo encuentres parecido al original, aun sin conocerlo, y te
parecerá verlo en persona. Quizá creerás, lector, que no hay nada
tan maravilloso y fantástico como la vida real, y que el poeta se
limita a recoger un pálido brillo, como en un espejo sin pulir.
Para que desde el
principio quede claro lo que es necesario saber, hay que añadir como
aclaración a las cartas que, inmediatamente después de la muerte
del padre de Nataniel, Clara y Lotario, hijos de un pariente lejano
también recientemente fallecido, fueron recogidos por la madre de
aquél. Clara y Nataniel sintieron una fuerte inclinación mutua,
contra la que nadie tuvo nada que oponer. Estaban, pues, prometidos
cuando Nataniel abandonó la ciudad para proseguir sus estudios en G.
Aquí se encuentra mientras escribe su última carta y asiste al
curso del célebre profesor de física Spalanzani.
Ahora podría
continuar mi relato tranquilamente, pero la imagen de Clara se
presenta ante mis ojos tan llena de vida que no puedo apartarla de
mí, como me pasaba siempre que me miraba dulcemente.
No podía decirse que
Clara fuese bella, esto pensaban al menos los entendidos en belleza.
Sin embargo, los arquitectos elogiaban la pureza de las líneas de su
talle; los pintores decían que su nuca, sus hombros y su seno eran
tal vez demasiado castos, pero todos amaban su maravillosa cabellera
que recordaba a la de la Magdalena y coincidían en el color de su
tez, digno de un Battoni. Uno de ellos, un auténtico extravagante,
comparaba sus ojos a un lago de Ruisdael, donde se reflejan el azul
del cielo, el colorido del bosque y las flores del campo, la vida
apacible. Poetas y virtuosos iban más lejos y decían:
—¡Cómo hablan de
lagos y de espejos! No podemos contemplar a esta muchacha sin que su
mirada haga brotar de nuestra alma cantos y armonías celestes que
nos sobrecogen y nos animan. ¿Acaso no cantamos nosotros también, y
alguna vez hasta creemos leer en la tenue sonrisa de Clara que es
como un cántico, no obstante algunos tonos disonantes?
Así era. Clara
poseía la imaginación alegre y vivaz de un niño inocente, un alma
de mujer tierna y delicada, y una inteligencia penetrante y lúcida.
Los espíritus ligeros y presuntuosos no tenían nada que hacer a su
lado, pues ella, sin muchas palabras, conforme a su temperamento
silencioso, parecía decirles con su mirada transparente y su sonrisa
irónica: "Queridos amigos, ¿pretenden que mire sus tristes
sombras como auténticas figuras animadas y con vida?" Por esta
razón Clara fue acusada por muchos de ser fría, prosaica e
insensible. Pero otros, que veían la vida con más claridad, amaban
fervorosamente a esta joven y encantadora muchacha; pero nadie tanto
como Nataniel, quien se dedicaba a las ciencias y a las artes con
pasión. Clara le correspondía con toda su alma. Las primeras nubes
de tristeza pasaron por su vida cuando se separó de ella. ¡Con
cuánta alegría se arrojó en sus brazos cuando él, al volver a su
ciudad natal, entró en casa de su madre, como había anunciado en su
última carta a Lotario! Sucedió entonces lo que Nataniel había
imaginado; en el momento en que volvió a ver a Clara desapareció la
imagen del abogado Coppelius y la fatal y razonable carta de Clara,
que tanto lo había contrariado.
Sin embargo, Nataniel
tenía razón cuando escribía a su amigo Lotario que su encuentro
con el repugnante vendedor de barómetros había ejercido una funesta
influencia en su vida. Todos sintieron desde los primeros días de su
estancia que Nataniel había cambiado su forma de ser. Se hundía en
sombrías ensoñaciones y se comportaba de un modo extraño, no
habitual en él. La vida era sólo sueños y presentimientos; hablaba
siempre de cómo los hombres, creyéndose libres, son sólo juguete
de oscuros poderes, y humildemente deben conformarse con lo que el
destino les depara. Aún iba más lejos, y afirmaba que era una
locura creer que el arte y las ciencias pueden ser creados a nuestro
antojo, puesto que la exaltación necesaria para crear no proviene de
nuestro interior sino de una fuerza exterior de la que no somos
dueños.
Clara no estaba de
acuerdo con esos delirios místicos pero era inútil refutarlos. Sólo
cuando Nataniel afirmaba que Coppelius era el principio maligno que
se había apoderado de él en el momento en que se escondió tras la
cortina para observarlo, y que aquel demonio enemigo turbaría su
dichoso amor, Clara decía seriamente:
—Sí, Nataniel,
tienes razón, Coppelius es un principio maligno y enemigo, puede
actuar de forma espantosa, como una fuerza diabólica que se
introduce visiblemente en tu vida, pero sólo si no lo destierras de
tu pensamiento y de tu alma. Mientras tú creas en él, existirá; su
poder está en tu credulidad.
Nataniel, irritado al
ver que Clara sólo admitía la existencia del demonio en su
interior, quiso probársela por medio de doctrinas místicas de
demonios y fuerzas oscuras, pero Clara interrumpió la discusión con
una frase indiferente, con gran disgusto de Nataniel. Pensó entonces
que las almas frías encerraban estos profundos misterios sin
saberlo, y que Clara pertenecía a esta naturaleza secundaria, por lo
cual decidió hacer todo lo posible para iniciarla en tales secretos.
Al día siguiente, mientras Clara preparaba el desayuno, fue a su
lado y empezó a leer diversos pasajes de libros místicos, hasta que
Clara dijo:
—Pero, mi querido
Nataniel, ¿y si yo te considerase a ti como el principio diabólico
que actúa contra mi café? Porque, si me pasara el día escuchándote
mientras lees y mirándote a los ojos como tú quieres, el café
herviría en el fuego y no desayunaríais ninguno.
Nataniel cerró el
libro de golpe y se dirigió malhumorado a su habitación. En otro
tiempo había escrito cuentos agradables y animados que Clara
escuchaba con indescriptible placer, pero ahora sus composiciones
eran sombrías, incomprensibles, vagas, y podía sentir en el
indulgente silencio de Clara que no eran de su gusto. Nada era peor
para Clara que el aburrimiento; su mirada y sus palabras dejaban ver
que el sueño se apoderaba de ella. Las obras de Nataniel eran de
hecho muy aburridas. Su disgusto por el frío y prosaico carácter de
Clara fue en aumento, y Clara no podía vencer el mal humor que le
producía el sombrío y aburrido misticismo de Nataniel; y así, sus
almas se fueron alejando una de otra, sin que se dieran cuenta.
La imagen del odioso
Coppelius, como el mismo Nataniel podía reconocer, cada vez era más
pálida en su fantasía, y hasta le costaba a menudo un esfuerzo
darle vida y color en sus poemas, donde aparecía como un horrible
espantajo del destino. Finalmente, el atormentado presentimiento de
que Coppelius destruiría su amor le inspiró el tema de una de sus
composiciones. Se describía a él mismo y a Clara unidos por un amor
fiel, pero de vez en cuando una mano amenazadora aparecía en su vida
y les arrebataba la alegría. Cuando por fin se encontraban ante el
altar aparecía el horrible Coppelius que tocaba los maravillosos
ojos de Clara; éstos saltaban al pecho de Nataniel como chispas
sangrientas encendidas y ardientes, luego Coppelius se apoderaba de
él, lo arrojaba a un círculo de fuego que giraba con la velocidad
de la tormenta y lo arrastraba en medio de sordos bramidos, de un
rugido como cuando el huracán azota la espuma de las olas en el mar,
que se alzan, como negros gigantes de cabeza blanca, en furiosa
lucha. En medio de aquel salvaje bramido oyó la voz de Clara:
—¿No puedes
mirarme? Coppelius te ha engañado, no eran mis ojos los que ardían
en tu pecho, eran ardientes gotas de sangre de tu propio corazón...
yo tengo mis ojos, ¡mírame!
Nataniel piensa: "Es
Clara, y yo soy eternamente suyo". Es como si dominase el
círculo de fuego donde se encuentra, y el sordo estruendo desaparece
en un negro abismo. Nataniel mira los ojos de Clara, pero es la
muerte la que lo contempla amigablemente con los ojos de Clara.
Mientras Nataniel
escribía este poema estaba muy tranquilo y reflexivo, limaba y
perfeccionaba cada línea, y volcado por completo en la rima, no
descansaba hasta conseguir que todo fuera puro y armonioso. Cuando
terminó y leyó el poema en voz alta, el horror se apoderó de él y
exclamó espantado:
—¿De quién es esa
horrible voz?
Enseguida le pareció,
sin embargo, que había escrito un poema excelente, y que podría
inflamar el frío ánimo de Clara, sin darse cuenta de que así
conseguiría sobresaltarla con terribles imágenes que presagiaban un
destino fatal que destruiría su amor.
Nataniel y Clara se
hallaban sentados en el pequeño jardín de su madre. Clara estaba
muy alegre porque Nataniel, desde hacía tres días durante los
cuales había trabajado en el poema, no la había atormentado con sus
sueños y presentimientos. También Nataniel hablaba con entusiasmo y
alegría de cosas divertidas, de modo que Clara dijo:
—Ahora vuelvo a
tenerte, ¿ves cómo hemos desterrado al odioso Coppelius?
Nataniel entonces se
acordó de que llevaba el poema en el bolsillo y de que deseaba
leérselo. Sacó las hojas y comenzó su lectura.
Clara, esperando algo
aburrido como de costumbre, y resignándose, empezó a hacer punto.
Pero, del mismo modo que se van levantando los negros y cada vez más
sombríos nubarrones, dejó caer su labor y miró fijamente a
Nataniel a los ojos. Éste seguía su lectura fascinado, con las
mejillas encendidas y los ojos llenos de lágrimas. Cuando terminó
suspiró profundamente abatido, cogió la mano de Clara y sollozando
exclamó desconsolado:
—¡Ah, Clara,
Clara! —Clara lo estrechó contra su pecho y le dijo dulcemente
pero seria:
—Nataniel, querido
Nataniel, ¡arroja al fuego esa loca y absurda historia!
Nataniel se levantó
indignado y exclamó apartándose de Clara:
—Eres un autómata
inanimado y maldito —y se alejó corriendo.
Clara se echó a
llorar amargamente, y decía entre sollozos:
—Nunca me ha amado,
pues no me comprende.
Lotario apareció en
el cenador y Clara tuvo que contarle lo que había sucedido; como
amaba a su hermana con toda su alma, cada una de sus quejas caía
como una chispa en su interior de tal modo que el disgusto que
llevaba en su corazón desde hacía tiempo contra el visionario
Nataniel se transformó en una cólera terrible. Corrió tras él y
le reprochó con tan duras palabras su loca conducta para con su
querida hermana, que el fogoso Nataniel contestó de igual manera.
Los insultos de fatuo, insensato y loco, fueron contestados por los
de desgraciado y vulgar. El duelo era inevitable. Decidieron batirse
a la mañana siguiente detrás del jardín y conforme a las reglas
académicas, con afilados floretes. Se separaron sombríos y
silenciosos. Clara había oído la violenta discusión, y al ver que
el padrino traía los floretes al atardecer, presintió lo que iba a
ocurrir.
Llegados al lugar del
desafío se quitaron las levitas en medio de un hondo silencio, e
iban a abalanzarse uno sobre otro con los ojos relampagueantes de
ardor sangriento cuando apareció Clara en la puerta del jardín.
Separándolos, exclamó entre sollozos:
—¡Locos, salvajes,
tendrán que matarme a mí antes que uno de ustedes caiga! ¿Cómo
podría seguir viviendo en este mundo si mi amado matara a mi hermano
o mi hermano a mi amado?
Lotario dejó caer el
arma y bajó los ojos en silencio; pero Nataniel sintió renacer
dentro de sí toda la fuerza de su amor hacia Clara de la misma
manera que lo había sentido en los hermosos días de la juventud. El
arma homicida cayó de sus manos y se arrojó a los pies de Clara
diciendo:
—¿Podrás
perdonarme alguna vez tú, mi querida Clara, mi único amor? ¿Podrás
perdonarme, querido hermano Lotario?
Lotario se conmovió
al ver el profundo dolor de su amigo. Derramando abundantes lágrimas
se abrazaron los tres y se juraron permanecer unidos por el amor y la
fidelidad.
A Nataniel le pareció
haberse librado de una pesada carga que lo oprimía, como si se
hubiera liberado de un oscuro poder que amenazaba todo su ser.
Permaneció aún durante tres felices días junto a sus bienamados
hasta que regresó a G., donde debía permanecer un año más antes
de volver para siempre a su ciudad natal.
A la madre de
Nataniel se le ocultó todo lo referente a Coppelius, pues sabían
que no podía pensar sin horror en aquel hombre a quien, al igual que
Nataniel, culpaba de la muerte de su esposo.
¡Cuál no sería la
sorpresa de Nataniel cuando, al llegar a su casa en G., vio que ésta
había ardido entera, y que sólo quedaban de ella los muros y un
montón de escombros! El fuego había comenzado en el laboratorio del
químico, situado en el piso bajo. Varios amigos que vivían cerca de
la casa incendiada habían conseguido entrar valientemente en la
habitación de Nataniel, situada en el último piso, y salvar sus
libros, manuscritos e instrumentos, que trasladaron a otra casa donde
alquilaron una habitación en la que Nataniel se instaló. No se dio
cuenta al principio de que el profesor Spalanzani vivía enfrente, y
no llamó especialmente su atención observar que desde su ventana
podía ver el interior de la habitación donde Olimpia estaba sentada
a solas. Podía reconocer su silueta claramente, aunque los rasgos de
su cara continuaban borrosos. Pero acabó por extrañarse de que
Olimpia permaneciera en la misma posición, igual que la había
descubierto la primera vez a través de la puerta de cristal, sin
ninguna ocupación, sentada junto a la mesita, con la mirada fija,
invariablemente dirigida hacia él; tuvo que confesarse que no había
visto nunca una belleza como la suya, pero la imagen de Clara seguía
instalada en su corazón, y la inmóvil Olimpia le fue indiferente, y
sólo de vez en cuando dirigía una mirada furtiva por encima de su
libro hacia la hermosa estatua, eso era todo. Un día estaba
escribiendo a Clara cuando llamaron suavemente a la puerta. Al
abrirla, vio el repugnante rostro de Coppola. Nataniel se estremeció;
pero recordando lo que Spalanzani le había dicho de su compatriota
Coppola y lo que le había prometido a su amada en relación con el
Hombre de Arena, se avergonzó de su miedo infantil y reunió todas
sus fuerzas para decir con la mayor tranquilidad posible:
—No compro
barómetros, amigo, así que ¡váyase!
Pero Coppola,
entrando en la habitación, le dijo con voz ronca, mientras su boca
se contraía en una odiosa sonrisa y sus pequeños ojos brillaban
bajo unas largas pestañas grises:
—¡Eh, no
barómetros, no barómetros! ¡También tengo bellos ojos..., bellos
ojos!
Nataniel, espantado,
exclamó:
—¡Maldito loco!
¡Cómo puedes tú tener ojos! ¡Ojos!... ¡Ojos!...
Al instante puso
Coppola a un lado los barómetros y empezó a sacar del inmenso
bolsillo de su levita lentes y gafas que iba dejando sobre la mesa.
—Gafas para poner
sobre la nariz. Ésos son mis ojos, ¡bellos ojos! —y, mientras
hablaba, seguía sacando más y más gafas, tantas que empezaron a
brillar y a lanzar destellos sobre la mesa.
Miles de ojos
centelleaban y miraban fijamente a Nataniel, pero él no podía
apartar su mirada de la mesa, y Coppola continuaba sacando cada vez
más gafas y cada vez eran más terribles las encendidas miradas que
disparaban sus rayos sangrientos en el pecho de Nataniel.
Éste, sobrecogido de
terror, gritó:
—¡Detente, hombre
maldito! —cogiéndolo del brazo en el momento en que Coppola hundía
de nuevo su mano en el bolsillo para sacar más lentes, por más que
la mesa estuviera ya cubierta de ellas.
Coppola se separó de
él suavemente con una sonrisa forzada, diciendo:
—¡Ah, no son para
usted, pero aquí tengo bellos prismáticos! —y recogiendo los
lentes empezó a sacar del inmenso bolsillo prismáticos de todos los
tamaños.
En cuanto todas las
gafas estuvieron guardadas Nataniel se tranquilizó, y acordándose
de Clara se dio cuenta de que el horrible fantasma sólo estaba en su
interior, ya que Coppola era un gran mecánico y óptico, y en modo
alguno el doble del maldito Coppelius. Por otra parte, las lentes que
Coppola había extendido sobre la mesa no tenían nada de particular,
y menos de fantasmagórico, por lo que Nataniel decidió, para
reparar su extraño comportamiento, comprarle alguna cosa. Escogió
unos pequeños prismáticos muy bien trabajados, y, para probarlos,
miró a través de la ventana. Nunca en su vida había utilizado unos
prismáticos con los que pudieran verse los objetos con tanta
claridad y pureza. Involuntariamente miró hacia la estancia de
Spalanzani. Olimpia estaba sentada, como de costumbre, ante la
mesita, con los brazos apoyados y las manos cruzadas. Por primera vez
podía Nataniel contemplar la belleza de su rostro. Sólo los ojos le
parecieron algo fijos, muertos. Sin embargo, a medida que miraba más
y más a través de los prismáticos le parecía que los ojos de
Olimpia irradiaban húmedos rayos de luna. Creyó que ella veía por
primera vez y que sus miradas eran cada vez más vivas y brillantes.
Nataniel permanecía como hechizado junto a la ventana, absorto en la
contemplación de la belleza celestial de Olimpia...
Un ligero carraspeo
lo despertó como de un profundo sueño. Coppola estaba detrás de
él:
—Tre Zechini.
Tres ducados.
Nataniel, que había
olvidado al óptico por completo, se apresuró a pagarle:
—¿No es verdad?
¡Buenos prismáticos, buenos prismáticos! —decía Coppola con su
repugnante voz y su odiosa sonrisa.
—Sí, sí
—respondió Nataniel contrariado—. Adiós, querido amigo.
Coppola abandonó la
habitación, no sin antes lanzar una mirada de reojo sobre Nataniel,
que lo oyó reír a carcajadas al bajar la escalera.
—Sin duda —pensó
Nataniel— se ríe de mí porque he pagado los prismáticos más
caros de lo que valen.
Mientras decía estas
palabras en voz baja le pareció oír en la habitación un profundo
suspiro que le hizo contener la respiración sobrecogido de espanto.
Se dio cuenta de que era él mismo quien había suspirado así.
"Clara tenía razón —se dijo a sí mismo— al considerarme
un visionario, pero lo absurdo, más que absurdo, es que la idea de
haber pagado a Coppola los prismáticos más caros de lo que valen me
produzca tal terror, y no encuentro cuál puede ser el motivo."
Se sentó de nuevo
para terminar la carta a Clara, pero una mirada hacia la ventana le
hizo ver que Olimpia aún estaba allí sentada, y al instante,
empujado por una fuerza irresistible, cogió los prismáticos de
Coppola y ya no pudo apartarse de la seductora mirada de Olimpia
hasta que vino a buscarlo su amigo Segismundo para asistir a clase
del profesor Spalanzani.
A partir de aquel día
la cortina de la puerta de cristal estuvo totalmente echada, por lo
que no pudo ver a Olimpia, y los dos días siguientes tampoco la
encontró en la habitación, si bien apenas se apartó de la ventana
mirando a través de los prismáticos. Al tercer día estaba la
ventana cerrada. Lleno de desesperación y poseído de delirio y
ardiente deseo, salió de la ciudad. La imagen de Olimpia flotaba
ante él en el aire, aparecía en cada arbusto y lo miraba con ojos
radiantes desde el claro riachuelo. El recuerdo de Clara se había
borrado, sólo pensaba en Olimpia y gemía y sollozaba:
—Estrella de mi
amor, ¿por qué te has alzado para desaparecer súbitamente y
dejarme en una noche oscura y desesperada?
Cuando Nataniel
volvió a su casa observó una gran agitación en la de Spalanzani.
Las puertas estaban abiertas, y unos hombres metían muebles; las
ventanas del primer piso estaban abiertas también, y unas atareadas
criadas iban y venían mientras carpinteros y tapiceros daban golpes
y martilleaban por toda la casa.
Nataniel, asombrado,
se detuvo en mitad de la calle. Segismundo se le acercó sonriente y
le dijo:
—¿Qué me dices de
nuestro viejo amigo Spalanzani?
Nataniel aseguró que
no podía decir nada, puesto que nada sabía de él, y que le
sorprendía bastante que aquella casa silenciosa y sombría se viera
envuelta en tan gran tumulto y actividad. Segismundo le dijo entonces
que al día siguiente daba Spalanzani una gran fiesta con concierto y
baile a la que estaba invitada media universidad. Se rumoreaba que
Spalanzani iba a presentar por primera vez a su hija Olimpia, que
hasta entonces había mantenido oculta, con extremo cuidado, a las
miradas de todos. Nataniel encontró una invitación, y, con el
corazón palpitante, se encaminó a la hora fijada a casa del
profesor, cuando empezaban a llegar los carruajes y resplandecían
las luces de los adornados salones. La reunión era numerosa y
brillante. Olimpia apareció ricamente vestida, con un gusto
exquisito. Todos admiraron la perfección de su rostro y de su talle.
La ligera inclinación de sus hombros parecía estar causada por la
oprimida esbeltez de su cintura de avispa. Su forma de andar tenía
algo de medido y de rígido. Causó mala impresión a muchos, y fue
atribuida a la turbación que le causaba tanta gente.
El concierto empezó.
Olimpia tocaba el piano con una habilidad extrema, e interpretó un
aria con voz tan clara y penetrante que parecía el sonido de una
campana de cristal. Nataniel estaba fascinado; se encontraba en una
de las últimas filas y el resplandor de los candelabros le impedía
apreciar los rasgos de Olimpia. Sin ser visto, sacó los lentes de
Coppola y miró a la hermosa Olimpia. ¡Ah!... entonces sintió las
miradas anhelantes que ella le dirigía, y que a cada nota le
acompañaba una mirada de amor que lo atravesaba ardientemente. Las
brillantes notas le parecían a Nataniel el lamento celestial de un
corazón enamorado, y cuando finalmente la cadencia del largo trino
resonó en la sala, le pareció que un brazo ardiente lo ceñía;
extasiado, no pudo contenerse y exclamó en voz alta:
—¡Olimpia!
Todos los ojos se
volvieron hacia él. Algunos rieron. El organista de la catedral
adoptó un aire sombrío y dijo simplemente:
—Bueno, bueno.
El concierto había
terminado y el baile comenzó. "¡Bailar con ella..., bailar con
ella!", era ahora su máximo deseo, su máxima aspiración, pero
¿cómo tener el valor de invitarla a ella, la reina de la fiesta?
Sin saber ni él
mismo cómo, se encontró junto a Olimpia, a quien nadie había
sacado aún; cuando comenzaba el baile, y después de intentar
balbucir algunas palabras, tomó su mano. La mano de Olimpia estaba
helada y él se sintió atravesado por un frío mortal. La miró
fijamente a los ojos, que irradiaban amor y deseo, y al instante le
pareció que el pulso empezaba a latir en su fría mano y que una
sangre ardiente corría por sus venas. También Nataniel sentía en
su interior una ardorosa voluptuosidad. Rodeó la cintura de la
hermosa Olimpia y cruzó con ella la multitud de invitados.
Creía haber bailado
acompasadamente, pero la rítmica regularidad con que Olimpia bailaba
y que algunas veces lo obligaba a detenerse, le hizo observar
enseguida que no seguía los compases. No quiso bailar con ninguna
otra mujer, y hubiera matado a cualquiera que se hubiese acercado a
Olimpia para solicitar un baile. Si Nataniel hubiera sido capaz de
ver algo más que a Olimpia, no habría podido evitar alguna pelea,
pues murmullos burlones y risas apenas sofocadas se escapaban de
entre los grupos de jóvenes, cuyas curiosas miradas se dirigían a
Olimpia sin que se pudiera saber por qué.
Excitado por la danza
y por el vino, había perdido su natural timidez. Sentado junto a
Olimpia y con su mano entre las suyas, le hablaba de su amor exaltado
e inspirado con palabras que nadie, ni él ni Olimpia, habría podido
comprender. O quizá Olimpia sí, pues lo miraba fijamente a los ojos
y de vez en cuando suspiraba:
—¡Ah..., ah...,
ah...!
A lo que Nataniel
respondía:
—¡Oh, mujer
celestial, divina criatura, luz que se nos promete en la otra vida,
alma profunda donde todo mi ser se mira...! —y cosas parecidas.
Pero Olimpia
suspiraba y contestaba sólo:
—¡Ah..., ah...!
El profesor
Spalanzani pasó varias veces junto a los felices enamorados y les
sonrió con satisfacción.
Aunque Nataniel se
encontraba en un mundo distinto, le pareció como si de pronto
oscureciera en casa del profesor Spalanzani. Miró a su alrededor y
observó espantado que las dos últimas velas se consumían y estaban
a punto de apagarse. Hacía tiempo que el baile y la música habían
cesado.
—¡Separarnos,
separarnos! —exclamó furioso y desesperado Nataniel. Besó la mano
de Olimpia y se inclinó sobre su boca; sus labios ardientes se
encontraron con los suyos helados. Se estremeció como cuando tocó
por primera vez la fría mano de Olimpia, y la leyenda de la novia
muerta le vino de pronto a la memoria; pero al abrazar y besar a
Olimpia sus labios parecían cobrar el calor de la vida.
El profesor
Spalanzani atravesó lentamente la sala vacía, sus pasos resonaban
huecos y su figura, rodeada de sombras vacilantes, ofrecía un
aspecto fantasmagórico.
—¿Me amas? ¿Me
amas, Olimpia? ¡Sólo una palabra! —murmuraba Nataniel.
Pero Olimpia,
levantándose, suspiró sólo:
—¡Ah..., ah...,!
—¡Sí, amada
estrella de mi amor! —dijo Nataniel—, ¡tú eres la luz que
alumbrará mi alma para siempre!
—¡Ah..., ah...!
—replicó Olimpia alejándose.
Nataniel la siguió,
y se detuvieron delante del profesor.
—Ya veo que lo ha
pasado muy bien con mi hija —dijo éste sonriendo—: así que, si
le complace conversar con esta tímida muchacha, su visita será bien
recibida.
Nataniel se marchó
llevando el cielo en su corazón.
Al día siguiente la
fiesta de Spalanzani fue el centro de las conversaciones. A pesar de
que el profesor había hecho todo lo posible para que la reunión
resultara espléndida, hubo numerosas críticas y se dirigieron
especialmente contra la muda y rígida Olimpia, a la que, a pesar de
su belleza, consideraron completamente estúpida; se pensó que ésta
era la causa por la que Spalanzani la había mantenido tanto tiempo
oculta. Nataniel escuchaba estas cosas con rabia, pero callaba; pues
pensaba que aquellos miserables no merecían que se les demostrara
que era su propia estupidez la que les impedía conocer la belleza
del alma de Olimpia.
—Dime, por favor,
amigo —le dijo un día Segismundo—, dime, ¿cómo es posible que
una persona sensata como tú se haya enamorado del rostro de cera de
una muñeca?
Nataniel iba a
responder encolerizado, pero se tranquilizó y contestó:
—Dime, Segismundo,
¿cómo es posible que los encantos celestiales de Olimpia hayan
pasado inadvertidos a tus clarividentes ojos? Pero agradezco al
destino el no tenerte como rival, pues uno de los dos habría tenido
que morir a manos del otro.
Segismundo se dio
cuenta del estado de su amigo y desvió la conversación diciendo que
en amor era muy difícil juzgar, para luego añadir:
—Es muy extraño
que la mayoría de nosotros haya juzgado a Olimpia del mismo modo.
Nos ha parecido —no te enfades, amigo— algo rígida y sin alma.
Su talle es proporcionado, al igual que su rostro, es cierto. Podría
parecer bella si su mirada no careciera de rayos de vida, quiero
decir, de visión. Su paso es extrañamente rítmico, y cada uno de
sus movimientos parece provocado por un mecanismo. Su canto, su
interpretación musical tiene ese ritmo regular e incómodo que
recuerda el funcionamiento de una máquina, y pasa lo mismo cuando
baila. Olimpia nos resulta muy inquietante, no queremos tener nada
que ver con ella, porque nos parece que se comporta como un ser
viviente pero que pertenece a una naturaleza distinta.
Nataniel no quiso
abandonarse a la amargura que provocaron en él las palabras de
Segismundo. Hizo un esfuerzo para contenerse y respondió simplemente
muy serio:
—Para ustedes,
almas prosaicas y frías, Olimpia resulta inquietante. Sólo al
espíritu de un poeta se le revela una personalidad que le es
semejante. Sólo a mí se han dirigido su mirada de amor y sus
pensamientos, sólo en el amor de Olimpia he vuelto a encontrarme a
mí mismo. A ustedes no les parece bien que Olimpia no participe en
conversaciones vulgares, como hacen las gentes superficiales. Habla
poco, es verdad, pero esas pocas palabras son para mí como
jeroglíficos de un mundo interior lleno de amor y de conocimientos
de la vida espiritual en la contemplación de la eternidad. Ya sé
que esto para ustedes no tiene ningún sentido, y es en vano hablar
de ello.
—¡Que Dios te
proteja, hermano! —dijo Segismundo dulcemente, de un modo casi
doloroso—, pero pienso que vas por mal camino. Puedes contar
conmigo si todo... no, no quiero decir nada más.
Nataniel comprendió
de pronto que el frío y prosaico Segismundo acababa de demostrarle
su lealtad y estrechó de corazón la mano que le tendía.
Había olvidado por
completo que existía una Clara en el mundo a la que él había
amado; su madre, Lotario, todos habían desaparecido de su memoria.
Vivía solamente para Olimpia, junto a quien permanecía cada día
largas horas hablándole de su amor, de la simpatía de las almas y
de las afinidades psíquicas, todo lo cual Olimpia escuchaba con gran
atención.
Nataniel sacó de los
lugares más recónditos de su escritorio todo lo que había escrito,
poesías, fantasías, visiones, novelas, cuentos, y todo esto se vio
aumentado con toda clase de disparatados sonetos, estrofas, canciones
que leía a Olimpia durante horas sin cansarse. Jamás había tenido
una oyente tan admirable. No cosía ni tricotaba, no miraba por la
ventana, no daba de comer a ningún pájaro ni jugaba con ningún
perrito, ni con su gato favorito, ni recortaba papeles o cosas
parecidas, ni tenía que ocultar un bostezo con una tos forzada; en
una palabra, permanecía horas enteras con los ojos fijos en él,
inmóvil, y su mirada era cada vez más brillante y animada. Sólo
cuando Nataniel, al terminar, cogía su mano para besarla, decía:
—¡Ah! ¡ah! —y
luego— buenas noches, mi amor.
—¡Alma sensible y
profunda! —exclamaba Nataniel en su habitación—: ¡Sólo tú me
comprendes!
Se estremecía de
felicidad al pensar en las afinidades intelectuales que existían
entre ellos y que aumentaban cada día; le parecía oír la voz de
Olimpia en su interior, que ella hablaba en sus obras. Debía ser
así, pues Olimpia nunca pronunció otras palabras que las ya
citadas. Pero cuando Nataniel se acordaba en los momentos de lucidez,
de la pasividad y del mutismo de Olimpia (por ejemplo, cuando se
levantaba por las mañanas y en ayunas) se decía:
—¿Qué son las
palabras? ¡Palabras! La mirada celestial de sus ojos dice más que
todas las lenguas. ¿Puede acaso una criatura del Cielo encerrarse en
el círculo estrecho de nuestra forma de expresarnos?
El profesor
Spalanzani parecía mirar con mucho agrado las relaciones de su hija
con Nataniel, prodigándole a éste todo tipo de atenciones, de modo
que cuando se atrevió a insinuar un matrimonio con Olimpia, el
profesor, con gran sonrisa, dijo que dejaría a su hija elegir
libremente.
Animado por estas
palabras y con el corazón ardiente de deseos, Nataniel decidió
pedirle a Olimpia al día siguiente que le dijera con palabras lo que
sus miradas le daban a entender desde hacía tiempo: que sería suya
para siempre. Buscó el anillo que su madre le diera al despedirse,
para ofrecérselo a Olimpia como símbolo de unión eterna. Las
cartas de Clara y de Lotario cayeron en sus manos; las apartó con
indiferencia. Encontró el anillo y, poniéndoselo en el dedo, corrió
de nuevo junto a Olimpia. Al subir las escaleras, y cuando se
encontraba ya en el vestíbulo, oyó un gran estrépito que parecía
venir del estudio de Spalanzani. Pasos, crujidos, golpes contra la
puerta, mezclados con maldiciones y juramentos:
—¡Suelta! ¡Suelta
de una vez!
—¡Infame!
—¡Miserable!
—¿Para esto he
sacrificado mi vida? ¡Éste no era el trato!
—¡Yo hice los
ojos!
—¡Y yo los
engranajes!
—¡Maldito perro
relojero!
—¡Largo de aquí,
Satanás!
—¡Fuera de aquí,
bestia infernal!
Eran las voces de
Spalanzani y del horrible Coppelius que se mezclaban y retumbaban
juntas. Nataniel, sobrecogido de espanto, se precipitó en la
habitación. El profesor sujetaba un cuerpo de mujer por los hombros,
y el italiano Coppola tiraba de los pies, luchando con furia para
apoderarse de él. Nataniel retrocedió horrorizado al reconocer el
rostro de Olimpia; lleno de cólera, quiso arrancar a su amada de
aquellos salvajes. Pero al instante Coppola, con la fuerza de un
gigante, consiguió hacerse con ella descargando al mismo tiempo un
tremendo golpe sobre el profesor, que fue a caer sobre una mesa llena
de frascos, cilindros y alambiques, que se rompieron en mil pedazos.
Coppola se echó el cuerpo a la espalda y bajó rápidamente las
escaleras profiriendo una horrible carcajada; los pies de Olimpia
golpeaban con un sonido de madera en los escalones.
Nataniel permaneció
inmóvil. Había visto que el pálido rostro de cera de Olimpia no
tenía ojos, y que en su lugar había unas negras cavidades: era una
muñeca sin vida.
Spalanzani yacía en
el suelo en medio de cristales rotos que lo habían herido en la
cabeza, en el pecho y en un brazo, y sangraba abundantemente.
Reuniendo fuerzas dijo:
—¡Corre tras él!
¡Corre! ¿A qué esperas? ¡Coppelius me ha robado mi mejor
autómata! ¡Veinte años de trabajo! ¡He sacrificado mi vida! Los
engranajes, la voz, el paso, eran míos; los ojos, te he robado los
ojos, maldito, ¡corre tras él! ¡Devuélveme a mi Olimpia! ¡Aquí
tienes los ojos!
Entonces vio Nataniel
en el suelo un par de ojos sangrientos que lo miraban fijamente.
Spalanzani los recogió y se los lanzó al pecho. El delirio se
apoderó de él y, confundidos sus sentidos y su pensamiento, decía:
—¡Huy... Huy...!
¡Círculo de fuego! ¡Círculo de fuego! ¡Gira, círculo de fuego!
¡Linda muñequita de madera, gira! ¡Qué divertido...!
Y precipitándose
sobre el profesor lo agarró del cuello. Lo hubiera estrangulado,
pero el ruido atrajo a algunas personas que derribaron y luego ataron
al colérico Nataniel, salvando así al profesor. Segismundo, aunque
era muy fuerte, apenas podía sujetar a su amigo, que seguía
gritando con voz terrible:
—Gira, muñequita
de madera —pegando puñetazos a su alrededor. Finalmente
consiguieron dominarlo entre varios. Sus palabras seguían oyéndose
como un rugido salvaje, y así, en su delirio, fue conducido al
manicomio.
Antes de continuar,
¡oh amable lector!, con la historia del desdichado Nataniel, puedo
decirte, ya que te interesarás por el mecánico y fabricante de
autómatas Spalanzani, que se restableció completamente de sus
heridas. Se vio obligado a abandonar la universidad porque la
historia de Nataniel había producido una gran sensación y en todas
partes se consideró intolerable el hecho de haber presentado en los
círculos de té —donde había tenido cierto éxito— a una muñeca
de madera. Los juristas encontraban el engaño tanto más punible
cuanto que se había dirigido contra el público y con tanta astucia
que nadie (salvo algunos estudiantes muy inteligentes) había
sospechado nada, aunque ahora todos decían haber concebido sospechas
al respecto. Para algunos, entre ellos un elegante asiduo a las
tertulias de té, resultaba sospechoso el que Olimpia estornudase con
más frecuencia que bostezaba, lo cual iba contra todas las reglas.
Aquello era debido, según el elegante, al mecanismo interior que
crujía de una manera distinta, etcétera. El profesor de poesía y
elocuencia tomó un poco de rapé y dijo alegremente:
—Honorables damas y
caballeros, no se dan cuenta de cuál es el quid del asunto.
Todo ha sido una alegoría, una metáfora continuada. ¿Comprenden?
¡Sapienti sat!
Pero muchas personas
honorables no se contentaron con aquella explicación; la historia
del autómata los había impresionado profundamente y se extendió
entre ellos una terrible desconfianza hacia las figuras humanas.
Muchos enamorados, para convencerse de que su amada no era una muñeca
de madera, obligaban a ésta a bailar y a cantar sin seguir los
compases, a tricotar o a coser mientras les escuchaban en la lectura,
a jugar con el perrito... etc., y, sobre todo, a no limitarse a
escuchar, sino que también debía hablar, de modo que se apreciase
su sensibilidad y su pensamiento. En algunos casos, los lazos
amorosos se estrecharon más; en otros, esto fue causa de numerosas
rupturas.
—Así no podemos
seguir, decían todos.
Ahora en las
reuniones de té se bostezaba de forma increíble y no se estornudaba
nunca para evitar sospechas.
Como ya hemos dicho,
Spalanzani tuvo que huir para evitar una investigación criminal por
haber engañado a la sociedad con un autómata. Coppola también
desapareció.
Nataniel se despertó
un día como de un sueño penoso y profundo, abrió los ojos, y un
sentimiento de infinito bienestar y de calor celestial lo invadió.
Se hallaba acostado en su habitación, en la casa paterna. Clara
estaba inclinada sobre él y, a su lado, su madre y Lotario.
—¡Por fin, por
fin, querido Nataniel! ¡Te has curado de una grave enfermedad! ¡Otra
vez eres mío!
Así hablaba Clara,
llena de ternura, abrazando a Nataniel que murmuró entre lágrimas:
—¡Clara, mi Clara!
Segismundo, que no
había abandonado a su amigo, entró en la habitación. Nataniel le
estrechó la mano:
—Hermano, no me has
abandonado.
Todo rastro de locura
había desaparecido, y muy pronto los cuidados de su madre, de su
amada y de los amigos le devolvieron las fuerzas. La felicidad volvió
a aquella casa, pues un viejo tío, de quien nadie se acordaba,
acababa de morir y había dejado a la madre en herencia una extensa
propiedad cerca de la ciudad. Toda la familia se proponía ir allí,
la madre, Lotario, y Nataniel y Clara, quienes iban a contraer
matrimonio.
Nataniel estaba más
amable que nunca. Había recobrado la ingenuidad de su niñez y
apreciaba el alma pura y celestial de Clara. Nadie le recordaba el
pasado ni en el más mínimo detalle. Sólo cuando Segismundo fue a
despedirse de él le dijo:
—Bien sabe Dios,
hermano, que estaba en el mal camino, pero un ángel me ha conducido
a tiempo al sendero de la luz. Ese ángel ha sido Clara.
Segismundo no le
permitió seguir hablando, temiendo que se hundiera en dolorosos
pensamientos.
Llegó el momento en
que los cuatro, felices, iban a dirigirse hacia su casa de campo.
Durante el día hicieron compras en el centro de la ciudad. La alta
torre del ayuntamiento proyectaba su sombra gigantesca sobre el
mercado.
—¡Vamos a subir a
la torre para contemplar las montañas! —dijo Clara.
Dicho y hecho;
Nataniel y Clara subieron a la torre, la madre volvió a casa con la
criada, y Lotario, que no tenía ganas de subir tantos escalones,
prefirió esperar abajo. Enseguida se encontraron los dos enamorados,
cogidos del brazo, en la más alta galería de la torre contemplando
la espesura de los bosques, detrás de los cuales se elevaba la
cordillera azul, como una ciudad de gigantes.
—¿Ves aquellos
arbustos que parecen venir hacia nosotros? —preguntó Clara.
Nataniel buscó instintivamente en su bolsillo y sacó los
prismáticos de Coppola. Al llevárselos a los ojos vio la imagen de
Clara ante él. Su pulso empezó a latir con violencia en sus venas;
pálido como la muerte, miró fijamente a Clara. Sus ojos lanzaban
chispas y empezó a rugir como un animal salvaje; luego empezó a dar
saltos mientras decía riéndose a carcajadas:
—¡Gira muñequita
de madera, gira! —y, cogiendo a Clara, quiso precipitarla desde la
galería; pero, en su desesperación, Clara se agarró a la
barandilla. Lotario oyó la risa furiosa del loco y los gritos de
espanto de Clara; un terrible presentimiento se apoderó de él y
corrió escaleras arriba. La puerta de la segunda escalera estaba
cerrada. Los gritos de Clara aumentaban y, ciego de rabia y de
terror, empujó la puerta hasta que cedió. La voz de Clara se iba
debilitando:
—¡Socorro,
sálvenme, sálvenme! —su voz moría en el aire.
—¡Ese loco va a
matarla! —exclamó Lotario. También la puerta de la galería
estaba cerrada. La desesperación le dio fuerzas y la hizo saltar de
sus goznes. ¡Dios del cielo! Nataniel sostenía en el aire a Clara,
que aún se agarraba con una mano a la barandilla. Lotario se apoderó
de su hermana con la rapidez de un rayo. Golpeó en el rostro a
Nataniel, obligándolo a soltar la presa. Luego bajó la escalera con
su hermana desmayada en los brazos. Estaba salvada.
Nataniel corría y
saltaba alrededor de la galería gritando:
—¡Círculo de
fuego, gira, círculo de fuego!
La multitud acudió
al oír los salvajes gritos y entre ellos destacaba por su altura el
abogado Coppelius, que acababa de llegar a la ciudad y se encontraba
en el mercado. Cuando alguien propuso subir a la torre para dominar
al insensato, Coppelius dijo riendo:
—Sólo hay que
esperar, ya bajará solo —y siguió mirando hacia arriba como los
demás. Nataniel se detuvo de pronto y miró fijamente hacia abajo, y
distinguiendo a Coppelius gritó con voz estridente:
—¡Ah, hermosos
ojos, hermosos ojos! —y se lanzó al vacío.
Cuando Nataniel quedó
tendido y con la cabeza rota sobre las losas de la calle, Coppelius
desapareció.
Alguien asegura haber
visto años después a Clara, en una región apartada, sentada junto
a su dichoso marido ante una linda casa de campo. Junto a ellos
jugaban dos niños encantadores. Se podría concluir diciendo que
Clara encontró por fin la felicidad tranquila y doméstica que
correspondía a su dulce y alegre carácter y que nunca habría
disfrutado junto al fogoso y exaltado Nataniel.