Era noche cerrada, sin luna, cuando desembocaron en el soto, tras del cual se eleva la ancha mole de los Pazos de Ulloa. No consentía la oscuridad distinguir más que sus imponentes proporciones, escondiéndose las líneas y detalles en la negrura del ambiente. Ninguna luz brillaba en el vasto edificio, y la gran puerta central parecía cerrada a piedra y lodo. Dirigiose el marqués a un postigo lateral, muy bajo, donde al punto apareció una mujer corpulenta, alumbrando con un candil. Después de cruzar corredores sombríos, penetraron todos en una especie de sótano con piso terrizo y bóveda de piedra, que, a juzgar por las hileras de cubas adosadas a sus paredes, debía ser bodega; y desde allí llegaron presto a la espaciosa cocina, alumbrada por la claridad del fuego que ardía en el hogar, consumiendo lo que se llama arcaicamente un mediano monte de leña y no es sino varios gruesos cepos de roble, avivados, de tiempo en tiempo, con rama menuda. Adornaban la elevada campana de la chimenea ristras de chorizos y morcillas, con algún jamón de añadidura, y a un lado y a otro sendos bancos brindaban asiento cómodo para calentarse oyendo hervir el negro pote, que, pendiente de los llares, ofrecía a los ósculos (besos) de la llama su insensible vientre de hierro.
A
tiempo que la comitiva entraba en la cocina, hallábase
acurrucada junto al pote una vieja, que sólo pudo Julián Álvarez
distinguir un instante -con greñas blancas y rudas como cerro que le
caían sobre los ojos, y cara rojiza al reflejo del fuego-, pues no
bien advirtió que venía gente, levantóse más aprisa de lo que
permitían sus años, y murmurando en voz quejumbrosa y humilde:
«Buenas nochiñas nos dé Dios», se desvaneció como una sombra,
sin que nadie pudiese notar por dónde. El marqués se encaró con la
moza.
-¿No
tengo dicho que no quiero aquí pendones?
Y
ella contestó apaciblemente, colgando el candil en la pilastra
de la chimenea:
-No
hacía mal..., me ayudaba a pelar castañas.
Tal
vez iba el marqués a echar la casa abajo, si Primitivo, con mayor
imperio y enojo que su amo mismo, no terciase en la cuestión,
reprendiendo a la muchacha.
-¿Qué
estás parolando ahí...? Mejor te fuera tener la comida
lista. ¿A ver cómo nos la das corriendito? Menéate, despabílate.
En
el esconce de la cocina, una mesa de roble denegrida por el
uso mostraba extendido un mantel grosero, manchado de vino y grasa.
Primitivo, después de soltar en un rincón la escopeta, vaciaba su
morral, del cual salieron dos perdigones y una liebre
muerta, con los ojos empañados y el pelaje maculado (manchado) de
sangraza. Apartó la muchacha el botín a un lado, y fue colocando
platos de peltre, cubiertos de antigua y maciza plata, un
mollete enorme en el centro de la mesa y un jarro de vino
proporcionado al pan; luego se dio prisa a revolver y destapar
tarteras, y tomó del vasar una sopera magna. De nuevo la
increpó airadamente el marqués.
-¿Y
los perros, vamos a ver? ¿Y los perros?
Como
si también los perros comprendiesen su derecho a ser atendidos antes
que nadie, acudieron desde el rincón más oscuro, y olvidando el
cansancio, exhalaban famélicos bostezos, meneando la cola y
levantando el partido hocico. Julián creyó al pronto que se había
aumentado el número de canes, tres antes y cuatro ahora; pero al
entrar el grupo canino en el círculo de viva luz que proyectaba el
fuego, advirtió que lo que tomaba por otro perro no era sino un
rapazuelo de tres a cuatro años, cuyo vestido, compuesto de
chaquetón acastañado y calzones de blanca estopa, podía
desde lejos equivocarse con la piel bicolor de los perdigueros,
en quienes parecía vivir el chiquillo en la mejor inteligencia y más
estrecha fraternidad. Primitivo y la moza disponían en cubetas de
palo el festín de los animales, entresacado de lo mejor y más
grueso del pote; y el marqués -que vigilaba la operación-, no
dándose por satisfecho, escudriñó con una cuchara de hierro
las profundidades del caldo, hasta sacar a luz tres gruesas tajadas
de cerdo, que fue distribuyendo en las cubetas. Lanzaban los perros
alaridos entrecortados, de interrogación y deseo, sin atreverse aún
a tomar posesión de la pitanza; a una voz de Primitivo,
sumieron de golpe el hocico en ella, oyéndose el batir de sus
apresuradas mandíbulas y el chasqueo de su lengua glotona. El
chiquillo gateaba por entre las patas de los perdigueros, que,
convertidos en fieras por el primer impulso del hambre no saciada
todavía, le miraban de reojo, regañando los dientes y exhalando
ronquidos amenazadores: de pronto la criatura, incitada por el tasajo
pedazo de carne) que sobrenadaba en la cubeta de la perra Chula,
tendió la mano para cogerlo, y la perra, torciendo la cabeza, lanzó
una feroz dentellada, que por fortuna sólo alcanzó la manga del
chico, obligándole a refugiarse más que de prisa, asustado y
lloriqueando, entre las sayas (faldas) de la moza, ya ocupada
en servir caldo a los racionales. Julián, que empezaba a descalzarse
los guantes, se compadeció del chiquillo, y, bajándose, le tomó en
brazos, pudiendo ver que a pesar del mugre (suciedad),
la roña, el miedo y el llanto, era el más hermoso angelote del
mundo.
-¡Pobre!
-murmuró cariñosamente-. ¿Te ha mordido la perra? ¿Te hizo
sangre? ¿Dónde te duele, me lo dices? Calla, que vamos a reñirle a
la perra nosotros. ¡Pícara, malvada!
Reparó
el capellán que estas palabras suyas produjeron singular efecto en
el marqués. Se contrajo su fisonomía: sus cejas se fruncieron, y
arrancándole a Julián el chiquillo, con brusco movimiento le sentó
en sus rodillas, palpándole las manos, a ver si las tenía mordidas
o lastimadas. Seguro ya de que sólo el chaquetón había padecido,
soltó la risa.
-¡Farsante!
-gritó-. Ni siquiera te ha tocado la Chula. ¿Y tú, para qué vas a
meterte con ella? Un día te come media nalga, y después lagrimitas.
¡A callarse y a reírse ahora mismo! ¿En qué se conocen los
valientes? Diciendo así, colmaba de vino su vaso, y se lo presentaba
al niño que, cogiéndolo sin vacilar, lo apuró de un sorbo. El
marqués aplaudió:
-¡Retebién!
¡Viva la gente templada!
-No,
lo que es el rapaz... el rapaz sale de punta -murmuró el abad de
Ulloa.
-¿Y
no le hará daño tanto vino? -objetó Julián, que sería incapaz de
bebérselo él.
-¡Daño!
¡Sí, buen daño nos dé Dios! -respondió el marqués, con no sé
qué inflexiones de orgullo en el acento-. Déle usted otros tres, y
ya verá... ¿Quiere usted que hagamos la prueba?
-Los
chupa, los chupa -afirmó el abad.
-No
señor; no señor... Es capaz de morirse el pequeño... He oído que
el vino es un veneno para las criaturas... Lo que tendrá será
hambre.
-Sabel,
que coma el chiquillo -ordenó imperiosamente el marqués,
dirigiéndose a la criada.
Ésta,
silenciosa e inmóvil durante la anterior escena, sacó un repleto
cuenco de caldo, y el niño fue a sentarse en el borde del lar, para
engullirlo sosegadamente.
En
la mesa, los comensales mascaban con buen ánimo. Al caldo, espeso y
harinoso, siguió un cocido sólido, donde abundaba el puerco: los
días de caza, el imprescindible puchero se tomaba de noche, pues al
monte no había medio de llevarlo. Una fuente de chorizos y huevos
fritos desencadenó la sed, ya alborotada con la sal del cerdo. El
marqués dio al codo a Primitivo.
-Tráenos
un par de botellitas... De el del año 59.
Y
volviéndose hacia Julián, dijo muy obsequioso:
-Va
usted a beber del mejor tostado que por aquí se produce... Es de la
casa de Molende: se corre que tienen un secreto para que, sin perder
el gusto de la pasa, empalague menos y se parezca al mejor jerez...
Cuanto más va, más gana: no es como los de otras bodegas, que se
vuelven azúcar.
-Es
cosa de gusto -aseveró el abad, rebañando con una miga de pan lo
que restaba de yema en su plato.
-Yo
-declaró tímidamente Julián- poco entiendo de vinos... Casi no
bebo sino agua.
Y
al ver brillar bajo las cejas hirsutas (ásperas y duras) del
abad una mirada compasiva de puro desdeñosa, rectificó:
-Es
decir... con el café, ciertos días señalados, no me disgusta el
anisete.
-El
vino alegra el corazón... El que no bebe, no es hombre -pronunció
el abad sentenciosamente.
Primitivo
volvía ya de su excursión, empuñando en cada mano una botella
cubierta de polvo y telarañas. A falta de tirabuzón, se
descorcharon con un cuchillo, y a un tiempo se llenaron los vasos
chicos traídos ad hoc
(para tal efecto). Primitivo empinaba el codo con sumo
desparpajo, bromeando con el abad y el señorito. Sabel, por su
parte, a medida que el banquete se prolongaba y el licor calentaba
las cabezas, servía con familiaridad mayor, apoyándose en la mesa
para reír algún chiste, de los que hacían bajar los ojos a Julián,
bisoño (nuevo, principiante) en materia de sobremesas de
cazadores. Lo cierto es que Julián bajaba la vista, no tanto por lo
que oía, como por no ver a Sabel, cuyo aspecto, desde el primer
instante, le había desagradado de extraño modo, a pesar o quizás a
causa de que Sabel era un buen pedazo de lozanísima carne.
Sus ojos azules, húmedos y sumisos, su color animado, su pelo
castaño que se rizaba en conchas paralelas y caía en dos trenzas
hasta más abajo del talle, embellecían mucho a la muchacha y
disimulaban sus defectos, lo pomuloso de su cara, lo tozudo y bajo de
su frente, lo sensual de su respingada y abierta nariz. Por no mirar
a Sabel, Julián se fijaba en el chiquillo, que envalentonado con
aquella ojeada simpática, fue poco a poco deslizándose hasta llegar
a introducirse entre las rodillas del capellán. Instalado allí,
alzó su cara desvergonzada y risueña, y tirando a Julián del
chaleco, murmuró en tono suplicante:
-¿Me
lo da?
Todo
el mundo se reía a carcajadas: el capellán no comprendía.
-¿Qué
pide? -preguntó.
-¿Qué
ha de pedir? -respondió el marqués festivamente-. ¡El vino,
hombre! ¡El vaso de tostado!
-¡Mama!
-exclamó el abad.
Antes
de que Julián se resolviese a dar al niño su vaso casi lleno, el
marqués había aupado al mocoso, que sería realmente una
preciosidad a no estar tan sucio. Parecíase a Sabel, y aún se le
aventajaba en la claridad y alegría de sus ojos celestes, en lo
abundante del pelo ensortijado, y especialmente en el correcto diseño
de las facciones. Sus manitas, morenas y hoyosas, se tendían hacia
el vino color de topacio; el marqués se lo acercó a la boca,
divirtiéndose un rato en quitárselo cuando ya el rapaz creía ser
dueño de él. Por fin consiguió el niño atrapar el vaso, y en un
decir Jesús trasegó
(pasar, en este caso, a la boca) el contenido, relamiéndose.
-¡Éste
no se anda con requisitos! -exclamó el abad.
-¡Quiá!
-confirmó el marqués-. ¡Si es un veterano! ¿A que te zampas otro
vaso, Perucho?
Las
pupilas del angelote rechispeaban; sus mejillas despedían lumbre, y
dilataba la clásica naricilla con inocente concupiscencia
(apetito) de Baco niño. El abad, guiñando picarescamente el ojo
izquierdo, escancióle (sirviéndole) otro vaso, que él tomó
a dos manos y se embocó sin perder gota; en seguida soltó la risa;
y, antes de acabar el redoble de su carcajada báquica (propia
de Baco, el dios del vino), dejó caer la cabeza, muy descolorido, en
el pecho del marqués.
-¿Lo
ven ustedes? -gritó Julián angustiadísimo-. Es muy chiquito para
beber así, y va a ponerse malo. Estas cosas no son para criaturas.
-¡Bah!
-intervino Primitivo-. ¿Piensa que el rapaz no puede con lo que
tiene dentro? ¡Con eso y con otro tanto! Y si no verá.
A
su vez tomó en brazos al niño y, mojando en agua fresca los dedos,
se los pasó por las sienes. Perucho abrió los párpados y miró
alrededor con asombro, y su cara se sonroseó.
-¿Qué
tal? -le preguntó Primitivo-. ¿Hay ánimos para otra pinguita de
tostado?
Volvióse
Perucho hacia la botella y luego, como instintivamente, dijo que no
con la cabeza, sacudiendo la poblada zalea (lana de oveja) de
sus rizos. No era Primitivo hombre de darse por vencido tan
fácilmente: sepultó la mano en el bolsillo del pantalón y sacó
una moneda de cobre.
-De
ese modo... -refunfuñó el abad.
-No
seas bárbaro, Primitivo -murmuró el marqués entre placentero y
grave.
-¡Por
Dios y por la Virgen! -imploró Julián-. ¡Van a matar a esa
criatura! Hombre, no se empeñe en emborrachar al niño: es un
pecado, un pecado tan grande como otro cualquiera. ¡No se pueden
presenciar ciertas cosas!
Al
protestar, Julián se había incorporado, encendido de indignación,
echando a un lado su mansedumbre y timidez congénita. Primitivo, de
pie también, mas sin soltar a Perucho, miró al capellán fría y
socarronamente, con el desdén (desprecio) de los tenaces
(fuertes) por los que se exaltan un momento. Y metiendo en la mano
del niño la moneda de cobre y entre sus labios la botella destapada
y terciada aún de vino, la inclinó, la mantuvo así hasta que todo
el licor pasó al estómago de Perucho. Retirada la botella, los ojos
del niño se cerraron, se aflojaron sus brazos, y no ya descolorido,
sino con la palidez de la muerte en el rostro, hubiera caído redondo
sobre la mesa, a no sostenerlo Primitivo. El marqués, un tanto
serio, empezó a inundar de agua fría la frente y los pulsos del
niño; Sabel se acercó, y ayudó también a la aspersión; todo
inútil: lo que es por esta vez, Perucho la tenía.
-Como
un pellejo -gruñó el abad.
-Como
una cuba -murmuró el marqués-. A la cama con él en seguida. Que
duerma y mañana estará más fresco que una lechuga. Esto no es
nada.
Sabel
se alejó cargada con el niño, cuyas piernas se balanceaban inertes,
a cada movimiento de su madre. La cena se acabó menos bulliciosa de
lo que empezara: Primitivo hablaba poco, y Julián había enmudecido
por completo. Cuando terminó el convite y se pensó en dormir,
reapareció Sabel armada de un velón de aceite, de tres mecheros,
con el cual fue alumbrando por la ancha escalera de piedra que
conducía al piso alto, y ascendía a la torre en rápido caracol.
Era grande la habitación destinada a Julián, y la luz del velón
apenas disipaba las tinieblas, de entre las cuales no se destacaba
más que la blancura del lecho. A la puerta del cuarto se despidió
el marqués, deseándole buenas noches y añadiendo con brusca
cordialidad:
-Mañana
tendrá usted su equipaje... Ya irán a Cebre por él... Ea,
descansar, mientras yo echo de casa al abad de Ulloa... Está un
poco... ¿eh? ¡Dificulto que no se caiga en el camino y no pase la
noche al abrigo de un vallado! Solo ya, sacó Julián de entre la
camisa y el chaleco una estampa grabada, con marco de lentejuela, que
representaba a la Virgen del Carmen, y la colocó de pie sobre la
mesa donde Sabel acababa de depositar el velón. Arrodillóse, y rezó
la media corona, contando por los dedos de la mano cada diez. Pero el
molimiento del cuerpo le hacía apetecer las gruesas y frescas
sábanas, y omitió la letanía, los actos de fe y algún
padrenuestro. Desnudóse honestamente, colocando la ropa en una silla
a medida que se la quitaba, y apagó el velón antes de echarse.
Entonces empezaron a danzar en su fantasía los sucesos todos de la
jornada: el caballejo que estuvo a punto de hacerle besar el suelo,
la cruz negra que le causó escalofríos, pero sobre todo la cena, la
bulla, el niño borracho. Juzgando a las gentes con quienes había
trabado conocimiento en pocas horas, se le figuraba Sabel
provocativa, Primitivo insolente, el abad de Ulloa sobrado bebedor y
nimiamente amigo de la caza, los perros excesivamente atendidos, y en
cuanto al marqués... En cuanto al marqués, Julián recordaba
unas palabras del señor de la Lage:
-Encontrará
usted a mi sobrino bastante adocenado... La aldea, cuando se cría
uno en ella y no sale de allí jamás, envilece, empobrece y
embrutece.
Y
casi al punto mismo en que acudió a su memoria tan severo dictamen,
arrepintióse el capellán, sintiendo cierta penosa inquietud que no
podía vencer. ¿Quién le mandaba formar juicios temerarios? Él
venía allí para decir misa y ayudar al marqués en la
administración, no para fallar acerca de su conducta y su
carácter... Con que... a dormir...
PREGUNTAS
SOBRE EL CAPÍTULO II DE “LOS PAZOS DE ULLOA”
1.-
¿En qué momento transcurre la acción?
2.-
¿Por dónde entran al pazo? ¿A qué estancia llegan?
3.-
¿Por qué abronca el marqués a la moza?
4.-
¿Qué responde esta?
5.-
¿Cómo reacciona Primitivo?
6.-
¿Con quién confunde Julián al chiquillo?
7.-
¿Cómo se llama este recurso literario propio del Naturalismo?
8.-
¿Por qué un perdiguero intenta morder al muchacho?
9.-
¿Cómo lo consuela el marqués?
10.-
¿Quién es Julián?
11.-
¿Quién es Sabel?
12.-
¿Quién es Primitivo?
13.-
¿Quién es Perucho?
14.-
¿Cómo es físicamente Sabel?
12.-
¿Por qué muestra preocupación Julián?
13.-
¿Qué opinan los demás de esta preocupación?
14.-
¿Qué opina Julián del marqués? ¿Y del Abad? ¿Y de Sabel? ¿Y de
los perros?
15.-
¿Qué advertencia le dio el señor de Lage?
16.-
¿Por qué y para qué está Julián en el pazo?
17.-
¿qué técnica narrativa se emplea para dar cuenta de los
pensamientos de Julián?
18.-
¿Cómo soborna Primitivo al muchacho para que siga bebiendo?