martes, 8 de marzo de 2016

Comentarios de texto



TEXTO 1

Se admite como un hecho probado el que la gente, no sólo en España sino en el mundo entero, lee menos cada día que pasa y, cuando lo hace, lo hace mal y sin demasiado deleite ni aprovechamiento. Es probable que sean varias y muy complejas las causas de esta situación no buena para nadie y se me antoja demasiado elemental e ingenuo el echarle la culpa, toda la culpa, a la televisión. Yo creo que esto no es así porque los aficionados a la televisión, antes, cuando aún no estaba inventada, tampoco leían sino que mataban el tiempo que les quedaba libre, que era mucho, jugando a las cartas o al dominó o discutiendo en la tertulia del café de todo lo humano y gran parte de lo divino. La televisión incluso puede animar al espectador a que pruebe a leer; bastaría con que se ofreciese algún programa capaz de interesar a la gente por alguna de las muchas cuestiones que tiene planteado el pensamiento, en lugar de probar a anestesiarla o a entontecerla. Los gobiernos, con manifiesta abdicación de sus funciones, agradecen y aplauden y premian el que la masa se entontezca aplicadamente para así poder manejarla con mayor facilidad: por eso le merman y desvirtúan el lenguaje con el mal ejemplo de los discursos políticos; le fomentan el gusto por las inútiles y engañadoras manifestaciones y los ripios de los eslóganes; le aficionan a la música estridente, a los concursos millonarios y a las loterías; le animan a gastar el dinero y a no ahorrar; le cantan las excelencias del Estado benéfico y providencial; le consienten el uso de la droga asegurándole el amparo en la caída, y le sirven una televisión que le borra cualquier capacidad de discernimiento. El hábito de la lectura entre los ciudadanos no es cómodo para el gobernante porque, en cuanto razonan, se resisten a dejarse manejar.
A mí me reconfortaría poder pregonar a los cuatro vientos la idea de Descartes de que la lectura de los grandes libros nos lleva a conversar con los mejores hombres de los siglos pasados, y la otra idea, esta de Montesquieu y más doméstica, pero no menos cierta, de que el amor por la lectura lleva al cambio de las horas aburridas por las deleitosas. La afición a la lectura no es difícil de sembrar entre el paisanaje; bastaría con servirle, a precios asequibles, buenas ediciones de buena literatura, que en España la hubo en abundancia. Este menester incumbiría al Estado, claro es, pero no necesariamente a través de cualquier angosto y poco flexible organismo oficial, sino pactando las campañas con las editoriales privadas. La culpa de que se haya perdido en proporciones ya preocupadoras el hábito de la lectura y no sólo en España, repito, es culpa de los gobernantes del mundo entero, con frecuencia y salvo excepciones reclutados entre advenedizos, picarillos y funcionarios. Echarle la culpa del desastre a la televisión es demasiado cómodo, sí, pero no es cierto.

Camilo José Cela.
Diario "ABC"; 29 de marzo de 1993.


TEXTO 2

El lector no debe inquietarse por el hecho de que un poeta no le guste nada y otro le guste mucho, aunque el primero ocupe tres páginas del manual de historia de la literatura y el segundo solo unos pocos renglones. Tampoco debe preocuparse porque en la obra de un poeta le entusiasmen unos poemas y lo dejen frío los demás. Ocurre igual con la música: cuando, hace años, se puso de moda Gustav Mahler, todo melómano debía declarar su admiración por el músico vienés —le gustara o no— porque no admirarlo era algo así como no entender nada de música y estaba muy mal visto. La poesía, desde hace mucho tiempo, no forma parte de la moda (o al menos no a niveles públicamente apreciables), pero sí es posible que con relación a ella el lector se encuentre alguna vez en una situación semejante a la del melómano.
Hay poesía —como hay música— para todos los gustos, y no tenemos por qué imponer a un paladar —al nuestro— sabores que rechaza claramente. Lo importante es encontrar la poesía que nuestro paladar acoge con gusto; la Historia de Literatura escrita en español (entre España y Latinoamérica) es una despensa fabulosa, y si le añadimos las buenas traducciones de poetas de otras lenguas nuestras —catalana, gallega y vasca— o de lenguas extranjeras, podemos decir que hay reservas para toda la vida y para todos los gustos.
Pero es inevitable buscar esa poesía apropiada al gusto de cada cual. Quien no lee poesía, evidentemente, no encontrará nunca la que le gusta. El lector también debe ser tolerante consigo mismo hasta el punto de no rechazar para siempre a un poeta que hoy no le interesa. Será difícil que deje de interesarle el que hoy le parece extraordinario, pero puede ser que en el futuro le gusten otros: las lecturas que haga a partir de hoy, las relaciones que mantenga, las experiencias que adquiera o los estudios que realice —aunque estén muy alejados de la literatura— le irán modificando y diversificando su forma de pensar y de sentir, y quizás añadan a su lectura elementos de captación que hoy no tiene o no necesita. Así, es muy posible que a los quince años nos guste mucho Bécquer o Juan Ramón Jiménez y no encontremos nada en Vicente Aleixandre o en César Vallejo. Pero no hay que decir nunca ‘de esa poesía no beberé’: diez años después Aleixandre puede sonar, de pronto, muy cerca de nuestra sensibilidad, o podemos abandonar una parte de la obra de J. R. Jiménez para fijarnos más en otra."

Pedro Provencio: Guía de lectura de la poesía española contemporánea (1939-1989)


TEXTO 3

Es comprensible que a los judíos no les siente bien el uso de la palabra judiada para definir una mala acción. Supongo que la Conferencia Episcopal también temblará cada vez que repase el catálogo de acepciones surgidas en castellano a partir de su sagrada hostia y no es difícil intuir la indignación de cualquier colectivo de prostitutas cuando se hace referencia a sus hijos como si fuesen el paradigma de las malas personas. Quienes no nacimos en la capital tuvimos que cargar en otros tiempos con el sambenito de ser provincianos, esto es poco elegantes o refinados, y entre todos podríamos constituir una nutrida organización de agraviados por la letra del diccionario si nos ponemos excesivamente finos.
Pero cargar contra él o contra los académicos que lo elaboran sería también una forma injusta de matar al consejero. Nuestra lengua se articuló antes de que se constituyese la Academia y las palabras nacieron y fluyeron durante ese tiempo libremente antes de ser atrapadas en un diccionario. En ellas se encierra lo mejor y lo peor del alma de un pueblo, y juntas constituyen un riquísimo catálogo en el que conviven términos nobles e inmundos, cultos y vulgares, hermosos y malsonantes, que proyectan una visión del mundo en parte precisa y en parte cargada de tópicos y prejuicios.
El diccionario da fe de todos y es un instrumento que nos permite desentrañar el habla actual, pero también un rico yacimiento en el que encontramos fosilizadas palabras que nos ayudan a comprender el habla que fue. El trabajo de los académicos consiste en certificar el uso asentado de las palabras, para no acoger en el diccionario, que tiene vocación de permanencia, términos con corta fecha de caducidad. Y una vez aceptados, su misión es la de definirlos y contextualizarlos de manera precisa, con indicaciones que hagan referencia, si es el caso, a su carácter vulgar, despectivo o malsonante y a la vigencia o no de su uso. Que una palabra esté en el diccionario no significa que sea recomendable. En el caso de judiada, su carácter peyorativo, está en su ADN a través del sufijo –como en alcaldada, sin que eso suponga menosprecio de las acertadas decisiones de los regidores municipales-, pero además en su cuidada definición la RAE subraya la “tendenciosidad” de su uso.
¿Podría matizarse más? Quizá, pero, aunque todo es legítimamente discutible, pretender que la solución pasa por excluir la palabra del diccionario parece excesivo, salvo que en nombre de lo políticamente correcto mutilemos la mitad del diccionario. Casi tan absurdo como la resistencia de los académicos, que desde luego no son perfectos, a incluir términos globalmente aceptados desde hace décadas como el de violencia de género, con argumentos que se ignoran al asumir otros neologismos.

Isaías Lafuente. El País