LAS MEDIAS ROJAS
(cuento)
Emilia Pardo Bazán (España, 1851- 1921)
Cuando
la rapaza entró, cargada con el haz de leña que acababa de merodear en
el monte del señor amo, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a
la ocupación de picar un cigarro, sirviéndose, en vez de navaja, de uña
córnea color de ámbar oscuro, porque la había tostado el fuego de las
apuradas colillas.
Ildara
soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda “de
las señoritas” y revuelto por los enganchones de las ramillas que se
agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas aldeanas, preparó
el fuego, lo prendió, desgarró las berzas, las echó en el pote negro,
en compañía de unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz secas,
de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenía
el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente,
haciendo en los carrillos dos hoyos como sumideros grises, entre lo
azuloso de la descuidada barba.
Sin
duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía
mal, soltando una humareda acre; pero el labriego no reparaba: al humo,
¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para
soplar y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita: algo de
color vivo, que emergía de las remendadas y encharcadas sayas de la
moza… Una pierna robusta, aprisionada en una media roja, de algodón…
–¡Ey! ¡Ildara!
–¡Señor padre!
–¿Qué novidá es ésa?
–¿Cuál novidá?
–¿Ahora me gastas medias, como la hirmán del abade?
Incorpórase
la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la
negra panza del pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones
pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras, golosas de vivir.
–Gasto medias, gasto medias –repitió, sin amilanarse–. Y si las gasto, no se las debo a ninguén.
–Luego nacen los cuartos en el monte –insistió el tío Clodio con amenazadora sorna.
–¡No nacen!… Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos él… Y con eso merqué las medias.
Una
luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados en duros párpados,
bajo cejas hirsutas, del labrador… Saltó del banco donde estaba
escarranchado, y agarrando a su hija por los hombros, la zarandeó
brutalmente, arrojándola contra la pared, mientras barbotaba:
–¡Engañosa! ¡Engañosa! ¡Cluecas andan las gallinas que no ponen!
Ildara,
apretando los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con
las manos. Era siempre su temor de mociña guapa y requebrada, que el
padre la mancase, como le había sucedido a la Mariola, su prima,
señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba, que le
desgarró los tejidos. Y tanto más defendía su belleza, hoy que se
acercaba el momento de fundar en ella un sueño de porvenir. Cumplida la
mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en
cuyas entrañas tantos de su parroquia y de las parroquias circunvecinas
se habían ido hacia la suerte, hacia lo desconocido de los lejanos
países donde el oro rueda por las calles y no hay sino bajarse para
cogerlo. El padre no quería emigrar, cansado de una vida de labor,
indiferente a la esperanza tardía: pues que quedase él… Ella iría sin
falta; ya estaba de acuerdo con el gancho que le adelantaba los pesos
para el viaje, y hasta le había dado cinco de señal, de los cuales
habían salido las famosas medias… Y el tío Clodio, ladino, sagaz,
adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y acosada a la moza,
repetía:
–Ya
te cansaste de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de
bien, ¿eh, condenada? ¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como
tú, que siempre estás dale que tienes con el cacho de espejo? Toma, para
que te acuerdes…
Y
con el cerrado puño hirió primero la cabeza, luego el rostro, apartando
las medrosas manecitas, de forma no alterada aún por el trabajo, con
que se escudaba Ildara, trémula. El cachete más violento cayó sobre un
ojo, y la rapaza vio, como un cielo estrellado, miles de puntos
brillantes envueltos en una radiación de intensos coloridos sobre un
negro terciopeloso. Luego, el labrador aporreó la nariz, los carrillos.
Fue un instante de furor, en que sin escrúpulo la hubiese matado, antes
que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi imposibilitado de
cultivar la tierra que llevaba en arriendo, que fecundó con sudores
tantos años, a la cual profesaba un cariño maquinal, absurdo. Cesó al
fin de pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera.
Salió
fuera, silenciosa, y en el regato próximo se lavó la sangre. Un diente
bonito, juvenil, le quedó en la mano. Del ojo lastimado, no veía.
Como
que el médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de
labriegos, habló de un desprendimiento de la retina, cosa que no
entendió la muchacha, pero que consistía… en quedarse tuerta.
Y
nunca más el barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia
nuevos horizontes de holganza y lujo. Los que allá vayan, han de ir
sanos, válidos, y las mujeres, con sus ojos alumbrando y su dentadura
completa…
Por esos mundos, 1914
Cuentos completos. Cuentos de la tierra, edic. Juan Paredes Núñez, La Coruña, Fundación “Pedro Barrié de la Maza Conde Fenosa” 1990, T. III, págs. 195-197.