EL CORAZÓN DELATOR, de E.
Allan Poe (traducción de J. Cortázar)
¡Es cierto! Siempre he sido
nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué
afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis
sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más
agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el
cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco,
entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta
tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo
aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez
concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún
propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo.
Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me
interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo
semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela.
Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a
poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme
de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora.
Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio...
¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué
habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con
qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo
que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce,
hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan
suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande
para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada,
completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras
ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán
astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy
lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una
hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la
puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco
hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la
cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna
cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba
abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo
suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de
buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a
las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era
imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba,
sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día,
entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente,
llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo
había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un
viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a
las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche,
procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El
minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi
mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de
mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión
de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta,
y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o
pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó,
porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se
sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no.
Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba
completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que
le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí
empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y
me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el
cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir
palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo
ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía
sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche,
mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la
muerte.
Oí de pronto un leve quejido,
y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o
pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma
cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas
noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió
de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me
enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba
sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de
mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer
leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse
que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No
es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una
sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas
suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la
Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía
a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra
imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla
ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la
habitación.
Después de haber esperado
largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse,
resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden
imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta
que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la
ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par
en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con
toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me
helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del
cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado
el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo
que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los
sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y
presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón.
Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del
viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor
estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me
contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna
de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza
posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del
corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez
más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser
terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes
con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a
medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un
resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror
incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y
permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte,
más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una
nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar
aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido,
abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El
viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo
para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí
alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero,
durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido
ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a
través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había
muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba
muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la
mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo
estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan
tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las
astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche
avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en
silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza,
brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas
del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví
a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni
siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No
había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre.
Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo...
¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea
eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a
medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora,
golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda
tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que
se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la
noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se
sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe
en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para
que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía
que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo
había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que
el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a
recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien.
Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les
mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su
lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la
habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su
fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo,
colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver
de mi víctima.
Los oficiales se sentían
satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me
hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas
comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de
un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se
marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los
oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El
zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más
intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero
continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta
que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro
de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy
pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando
mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo?
Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría
hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar
el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada.
Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía
continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en
voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía
continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a
grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me
enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué
podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré...
Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella
las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y
crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y
entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo.
¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían
y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror!
¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era
preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable
que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas
hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces...
otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte...
más fuerte!
-¡Basta ya de fingir,
malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos
tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!
EL RETRATO OVAL, por Edgar Allan Poe
El
castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la
fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de
pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza
y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas
frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la
imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el
castillo había sido recientemente abandonado, aunque
temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más
pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una
torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero
antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de
tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda
clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de
pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos
dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá
mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no
solamente en las paredes principales, sino también en una porción
de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía
inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues
ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos
colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas
de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho.
Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño,
distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas
y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la
almohada, en que se criticaban y analizaban.
Leí largo tiempo; contemplé
las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y
silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me
molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el
sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno
sobre el libro.
Pero este movimiento produjo
un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías
dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho
había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto
en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el
retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé
rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al
principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados,
analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un
movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para
asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y
preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena.
Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun
cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre
el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis
sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a
la realidad de la vida.
El cuadro representaba, como
ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de
medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico,
estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de
Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de
sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda,
que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente
dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la
ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo
que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que
mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por
la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de
viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo
instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera
con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de
realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por
subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su
primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de
mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que
contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué
inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato
oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:
"Era una joven de
peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al
pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado,
estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella,
joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de
un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era
su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás
instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado.
Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo
de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente,
durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la
torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por
el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba
de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño,
pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que
la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba
la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos
excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque
veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un
vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para
trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día
en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que
contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza
maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo
amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo
tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre;
porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que
tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun
para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores
que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que
tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron
transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña,
sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la
dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima
a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un
instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado.
Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente
herido por el terror, y gritó con voz terrible: "¡En verdad,
esta es la vida
misma!" Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada:
¡Estaba muerta!”
EL
GATO NEGRO, por Edgar Allan Poe
Ni
espero ni quiero que se dé crédito a la historia más
extraordinaria, y, sin embargo, más familiar, que voy a referir.
Tratándose de un caso en el que mis sentidos se niegan a aceptar su
propio testimonio, yo habría de estar realmente loco si así lo
creyera. No obstante, no estoy loco, y, con toda seguridad, no sueño.
Pero mañana puedo morir y quisiera aliviar hoy mi espíritu. Mi
inmediato deseo es mostrar al mundo, clara, concretamente y sin
comentarios, una serie de simples acontecimientos domésticos que,
por sus consecuencias, me han aterrorizado, torturado y anonadado. A
pesar de todo, no trataré de esclarecerlos. A mí casi no me han
producido otro sentimiento que el de horror; pero a muchas personas
les parecerán menos terribles que barrocos. Tal vez más tarde haya
una inteligencia que reduzca mi fantasma al estado de lugar común.
Alguna inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable
que la mía, encontrará tan sólo en las circunstancias que relato
con terror una serie normal de causas y de efectos naturalísimos. La
docilidad y humanidad de mi carácter sorprendieron desde mi
infancia. Tan notable era la ternura de mi corazón, que había hecho
de mí el juguete de mis amigos. Sentía una auténtica pasión por
los animales, y mis padres me permitieron poseer una gran variedad de
favoritos. Casi todo el tiempo lo pasaba con ellos, y nunca me
consideraba tan feliz como cuando les daba de comer o los acariciaba.
Con los años aumentó esta particularidad de mi carácter, y cuando
fui un hombre hice de ella una de mis principales fuentes de gozo.
Aquellos que han profesado afecto a un perro fiel y sagaz no
requieren la explicación de la naturaleza o intensidad de los gozos
que eso puede producir. En el amor desinteresado de un animal, en el
sacrificio de sí mismo, hay algo que llega directamente al corazón
del que con frecuencia ha tenido ocasión de comprobar la amistad
mezquina y la frágil fidelidad del Hombre natural. Me casé joven.
Tuve la suerte de descubrir en mi mujer una disposición semejante a
la mía. Habiéndose dado cuenta de mi gusto por estos favoritos
domésticos, no perdió ocasión alguna de proporcionármelos de la
especie más agradable. Tuvimos pájaros, un pez de color de oro, un
magnífico perro, conejos, un mono pequeño y un gato. Era este
último animal muy fuerte y bello, completamente negro y de una
sagacidad maravillosa. Mi mujer, que era, en el fondo, algo
supersticiosa, hablando de su inteligencia, aludía frecuentemente a
la antigua creencia popular que consideraba a todos los gatos negros
como brujas disimuladas. No quiere esto decir que hablara siempre en
serio sobre este particular, y lo consigno sencillamente porque lo
recuerdo. Plutón—llamábase así el gato—era mi amigo
predilecto. Sólo yo le daba de comer, y adondequiera que fuese me
seguía por la casa. Incluso me costaba trabajo impedirle que me
siguiera por la calle. Nuestra amistad subsistió así algunos años,
durante los cuales mi carácter y mi temperamento—me sonroja
confesarlo—, por causa del demonio de la intemperancia, sufrió una
alteración radicalmente funesta. De día en día me hice más
taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos
ajenos. Empleé con mi mujer un lenguaje brutal, y con el tiempo la
afligí incluso con violencias personales. Naturalmente, mi pobre
favorito debió de notar el cambio de mi carácter. No solamente no
les hacía caso alguno, sino que los maltrataba. Sin embargo, por lo
que se refiere a Plutón, aún despertaba en mí la consideración
suficiente para no pegarle. En cambio, no sentía ningún escrúpulo
en maltratar a los conejos, al mono e incluso al perro, cuando, por
casualidad o afecto, se cruzaban en mi camino. Pero iba
secuestrándome mi mal, porque, ¿qué mal admite una comparación
con el alcohol? Andando el tiempo, el mismo Plutón, que envejecía
y, naturalmente se hacía un poco huraño, comenzó a conocer los
efectos de mi perverso carácter. Una noche, al regresar a casa
completamente ebrio, de vuelta de uno de mis frecuentes escondrijos
del barrio, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo cogí,
pero él, horrorizado por mi violenta actitud, me hizo en la mano,
con los dientes, una leve herida. De mí se apoderó repentinamente
un furor demoníaco. En aquel instante dejé de conocerme. Pareció
como si, de pronto, mi alma original hubiese abandonado mi cuerpo, y
una ruindad superdemoníaca, saturada de ginebra, se filtró en cada
una de las fibras de mi ser. Del bolsillo de mi chaleco saqué un
cortaplumas, lo abrí, cogí al pobre animal por la garganta y,
deliberadamente, le vacié un ojo... Me cubre el rubor, me abrasa, me
estremezco al escribir esta abominable atrocidad. Cuando, al
amanecer, hube recuperado la razón, cuando se hubieron disipado los
vapores de mi crápula nocturna, experimenté un sentimiento mitad
horror, mitad remordimiento, por el crimen que había cometido. Pero,
todo lo más, era un débil y equívoco sentimiento, y el alma no
sufrió sus acometidas. Volví a sumirme en los excesos, y no tardé
en ahogar en el vino todo recuerdo de mi acción. Curó entre tanto
el gato lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, es cierto,
un aspecto espantoso. Pero después, con el tiempo, no pareció que
se daba cuenta de ello. Según su costumbre, iba y venía por la
casa; pero, como debí suponerlo, en cuanto veía que me aproximaba a
él, huía aterrorizado. Me quedaba aún lo bastante de mi antiguo
corazón para que me afligiera aquella manifiesta antipatía en una
criatura que tanto me había amado anteriormente. Pero este
sentimiento no tardó en ser desalojado por la irritación. Como para
mi caída final e irrevocable, brotó entonces el espíritu de
perversidad, espíritu del que la filosofía no se cuida ni poco ni
mucho. No obstante, tan seguro como que existe mi alma, creo que la
perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano,
una de esas indivisibles primeras facultades o sentimientos que
dirigen el carácter del hombre... ¿Quién no se ha sorprendido
numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por la única
razón de que sabía que no debía cometerla? ¿No tenemos una
constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a
violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos que es la
Ley? Digo que este espíritu de perversidad hubo de producir mi ruina
completa. El vivo e insondable deseo del alma de atormentarse a sí
misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al
mal, me impulsaba a continuar y últimamente a llevar a efecto el
suplicio que había infligido al inofensivo animal. Una mañana, a
sangre fría, ceñí un nudo corredizo en torno a su cuello y lo
ahorqué de la rama de un árbol. Lo ahorqué con mis ojos llenos de
lágrimas, con el corazón desbordante del más amargo remordimiento.
Lo ahorqué porque sabía que él me había amado, y porque reconocía
que no me había dado motivo alguno para encolerizarme con él. Lo
ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado
mortal que comprometía a mi alma inmortal, hasta el punto de
colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la misericordia
infinita del muy terrible y misericordioso Dios. En la noche
siguiente al día en que fue cometida una acción tan cruel, me
despertó del sueño el grito de: "¡Fuego!" Ardían las
cortinas de mi lecho. La casa era una gran hoguera. No sin grandes
dificultades, mi mujer, un criado y yo logramos escapar del incendio.
La destrucción fue total. Quedé arruinado, y me entregué desde
entonces a la desesperación. No intento establecer relación alguna
entre causa y efecto con respecto a la atrocidad y el desastre. Estoy
por encima de tal debilidad. Pero me limito a dar cuenta de una
cadena de hechos y no quiero omitir el menor eslabón. Visité las
ruinas el día siguiente al del incendio. Excepto una, todas las
paredes se habían derrumbado. Esta sola excepción la constituía un
delgado tabique interior, situado casi en la mitad de la casa, contra
el que se apoyaba la cabecera de mi lecho. Allí la fábrica había
resistido en gran parte a la acción del fuego, hecho que atribuí a
haber sido renovada recientemente. En torno a aquella pared se
congregaba la multitud, y numerosas personas examinaban una parte del
muro con atención viva y minuciosa. Excitaron mi curiosidad las
palabras: "extraño", "singular", y otras
expresiones parecidas. Me acerqué y vi, a modo de un bajorrelieve
esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco
gato. La imagen estaba copiada con una exactitud realmente
maravillosa. Rodeaba el cuello del animal una cuerda. Apenas hube
visto esta aparición—porque yo no podía considerar aquello más
que como una aparición—, mi asombro y mi terror fueron
extraordinarios. Por fin vino en mi amparo la reflexión. Recordaba
que el gato había sido ahorcado en un jardín contiguo a la casa. A
los gritos de alarma, el jardín fue invadido inmediatamente por la
muchedumbre, y el animal debió de ser descolgado por alguien del
árbol y arrojado a mi cuarto por una ventana abierta. Indudablemente
se hizo esto con el fin de despertarme. El derrumbamiento de las
restantes paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en
el yeso recientemente extendido. La cal del muro, en combinación con
las llamas y el amoníaco del cadáver, produjo la imagen tal como yo
la veía. Aunque prontamente satisfice así a mi razón, ya que no
por completo mi conciencia, no dejó, sin embargo, de grabar en mi
imaginación una huella profunda el sorprendente caso que acabo de
dar cuenta. Durante algunos meses no pude liberarme del fantasma del
gato, y en todo este tiempo nació en mi alma una especie de
sentimiento que se parecía, aunque no lo era, al remordimiento.
Llegué incluso a lamentar la pérdida del animal y a buscar en torno
mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro
favorito de la misma especie y de facciones parecidas que pudiera
sustituirle.