1. Los pueblos
Este
libro es uno de los más representativos de la literatura miscelánea de Azorín,
ya que en él se recogen crónicas parlamentarias, evocaciones de escritores y
obras literarias y, sobre todo, impresiones de los pueblos y las gentes de
España, unas veces con intención regeneradora y crítica, y otras puramente
lírica. Al primer grupo pertenece el artículo Los árboles y el agua, que
reproducimos en parte.
Subamos en
el tren, lector, amigo: escapemos de la ciudad a toda prisa; ya nuestras manos
están cansadas de estrechar manos; ya nuestros labios sienten fatiga de repe
tir, en estos días, la frase imprescindible. ¿Adónde ir? ¿Hacia qué parte
dirigiremos nuestros pasos? Nosotros amamos la campiña, los árboles, el agua,
las montañas; el cielo limpio, el aire sutil, sano y diáfano (...) Cuando
llegamos al término de nuestro viaje, tal vez a un pueblo vetusto de Toledo, o
de Ciudad Real, o de Albacete, o de Valladolid, o de Burgos, o de León; cuando
recorremos las viejas calles, tortuosas, sórdidas; cuando paseamos por la
ancha, silenciosa, desierta plaza, por la que cruza de tarde en tarde un galgo
ahilado o un mendigo con recia y parda capa; cuando entramos y salimos en el mesón -este mesón del Gallo,
o del Sol, o de las Ánimas-; cuando pasamos largas horas en el Casino,
contemplando estas caras, opacas, inexpresivas, cetrinas, melancólicas,
anheladoras, de los viejos y extáticos hidalgos; cuando, por fin, cansados de
ir y venir por la ciudad, haciendo que nuestros pasos solitarios resuenen
sonoramente en las aceras, nos asomamos al campo y columbramos la Ilanura
infinita, rojiza, seca, monótona, desamparada, una sola obsesión, abrumadora,
tenaz, pesa sobre nuestro espíritu agobiado. «¿Cómo vive esta gente de España? -nos
preguntamos-. ¿De qué modo es posible vivir en estas ciudades muertas,
tétricas, y en estos campos sedientos, exhaustos? ¿Qué iniciativas, qué
energías, qué fortaleza, qué audacia, qué impulsos generosos y grandes pueden
sugerir al espíritu estos horizontes ilimitados, desesperadores, de las tierras
peladas, rasas y polvorientas?» Y entonces nos percatamos de que hay dos cosas
fundamentales, esencialísimas en la vida de las naciones -los árboles y el
agua-, y que no será posible llegar a la regeneración de un pueblo sin comenzar
por hacer surgir en él estas dos cosas.
Y aquí estriba precisamente el
problema, por lo que respecta a nuestra patria. ¿Creéis acaso que ésta es
empresa que de súbito puede realizar el Estado? ¿Cómo se podrá desarraigar de
nuestro pueblo este odio centenario, inconsciente, feroz, contra el árbol y
contra el agua, que es el Inri
de España?
[...] ¿Cómo redimir a este pueblo?
¿Cómo hacer que los montes, las llanuras, los valles, se pueblen de frondas
amorosas y que las tierras sean empapadas por el agua fecunda? ¿Imagináis una
tristeza más honda y descorazonadora que esta de todo un pueblo negándose a su
propia renovación y a su propia vida? [...] Vuestros pensamientos van
devaneando, tristemente, en este sentido, aquí en este viejo pueblo que habéis
elegido para escapar a los tráfagos de la corte; tal vez en estas horas lentas,
inacabables, volvéis a recorrer las callejas, las plazas; de nuevo entráis en
el Casino, y veis las caras inmóviles, apagadas, petrificadas, de los viejos hidalgos;
acaso cuando la tarde va cayendo, vosotros tornáis a salir a las afueras. Y
otra vez, en tanto que la campana suena el Ángelus, contempláis la llanura,
inmensa, infinita, enrojecida por los últimos resplandores -oro, nácar,
escarlata- de uno de estos largos, inacabables, crepúsculos castellanos. Y
concluís entonces, como síntesis de todas vuestras reflexiones, que sólo una
labor educativa, paciente, tenaz, en que las iniciativas individuales dispersas
por la Península vayan despertando y creando, en progresión creciente, otras
iniciativas, puede resolver la actual crisis de España; que será inútil pensar
en políticas hidráulicas o agrarias si antes no se atiende a la escuela; que a
esta necesidad de la educación es a la que en primer término, de modo más
perentorio, deben ocurrir los gobernantes.[1]
2.- Castilla
En este libro se recogen algunos
de los artículos más famosos de Azorín, en la mayoría de los cuales domina la
evocación melancólica de paisajes, temas y personajes literarios: Una ciudad y
un balcón, El mar, Las nubes, Lo fatal, Una lucecita roja, etc
LAS NUBES
Calixto y Melibea se casaron -como
sabrá el lector si ha leído La Celestina a pocos días de ser descubiertas las
rebozadas entrevistas que tenían en el jardín. Se enamoró Calixto de la que
después había de ser su mujer un día que entró en la huerta de Melibea
persiguiendo un halcón. Hace de esto dieciocho años. Veintitrés tenía Calixto. Viven ahora marido y mujer en la
casa solariega de Melibea; una hija les nació, que lleva, como su abuela, el
nombre de Alisa. Desde la ancha solana que está a la puerta trasera de la casa
se abarca toda la huerta en que Melibea y Calixto pasaban sus dulces coloquios
de amor. La casa es ancha y rica, labrada escalera de piedra arranca de lo
hondo del zaguán. Luego, arriba, hay salones vastos, apartadas y silnciosas
camarillas, corredores penumbrosos con una puertecilla de cuarterones en el
fondo, que, como en Las Meninas de Velázquez, deja ver un pedazo de luminoso
patio, Un tapiz de verdes ramas y piñas gualdas sobre un fondo bermejo cubre el
piso del salón principal; el salón, donde en cojines de seda puestos en tierra
se sientan las damas, allá destacan silloncitos de cadera guarnecidos de cuero
rojo o sillas de tijera con embutidos mudéjares; un contador con cajonería de
pintada y estofada talla, papeles y joyas; en el centro de la estancia, sobre
la mesa de nogal, con las patas chambranas talladas, con fiadores de forjado
hierro, reposa un lindo juego de ajedrez con embutidos de marfil, nácar y plata;
en el alinde de un ancho espejo refléjense figuras aguileñas sobre fondo de oro
de una tabla colgada en la pared frontera.
Todo es paz y silencio en la casa.
Melibea anda pasito por cámaras y corredores. Lo observa todo, ocurre a todo.
Los armarios están repletos de nítida y bienoliente ropa, aromada por gruesos
membrillos.
En la despensa, un rayo de sol hace
fulgir la ringla de panzudas y vidriadas orcitas talaveranas. En la cocina son
espejos los artefactos y cacharros de azófar que en la espetera cuelgan, y los
cántaros y alcarrazas obrados por la mano de curioso alcalIer en los alfares
vecinos muestran bien ordenados su vientre redondo, limpio y rezumante. Todo lo
previene y a todo ocurre la diligente Melibea; en todo pone sus dulces ojos
verdes. De tarde en tarde, en el silencio de la casa, se escucha lánguido y
melodioso son de un clavicordio: es Alisa que tañe. Otras veces, por los viales
de la huerta se ve escabullirse calladamente la figura alta y esbelta de una
moza: es Alisa que pasea entre los árboles.
La huerta es amena y frondosa.
Crecen las adelfas a par de los jazmineros; al pie de los cipreses inmutables
ponen los rosales la ofrenda fugaz -como la vida- de sus rosas amarillas,
blancas y bermejas. Tres colores llenan los ojos en el jardín: el azul intenso
del cielo, el blanco de las paredes encaladas y el verde del boscaje. En el
silencio se oye -al igual de un diamante sobre un cristal- el chiar de la
golondrinas que cruzan raudas sobre el azul del firmamento. De la taza de
mármol de una fuente cae, dehilachada, en una franja, el agua.
En el aire se respira un penetrante
aroma de jazmines, rosas y magnolias. «Ven por las paredes de mi huerto, le
dijo dulcemente Melibea a Calixto hace dieciocho años (...)"[2]
***
Calixto,
puesta la mano en la mejilla, mira pasar a lo lejos sobre el cielo azul las
nubes.
LAs nubes
nos dan una sensación de inestabilidad y de eternidad. LAs nubes son -Como el mar- siempre varias y siempre las
mismas. Sentimos mirándolas cómo nuestro ser y todas las cosas corren hacia la
nada, en tanto que ellas -tan fugitivas- permanecen eternas. A estas nubes que
ahora miramos las miraron hace doscientos, quinientos, mil, tres mil años,
otros hombres con las mismas pasiones y las mismas ansias que nosotros. Cuando
queremos tener aprisionado el tiempo -en un momento de ventura- vemos que han
pasado ya semanas, meses, años. LAs nubes, sim embargo, que son siempre
distintas en todo momento todos los días van caminando por el cielo (...)
"Vivir
-escribe el poeta- (Ramón de Campoamor) es ver pasar". Sí; vivir es ver
pasar: ver pasar allá en lo alto las nubes. Mejor diríamos: vivir es volver.
Esver volver todo un retorno perdurable, eternos; ver volver todo -angustias,
alegrías, esperanzas-, como esas nubes que son siempre distintas y siempre las
mismas, como esas nubes fugaces e inmutables.
LAs nubes
son la imagen del tiempo. ¿Habrá sensación más trágica que aquella de quien
sienta el tiempo, la de quien vea ya en el presente el pasado y en el pasado el
porvenir?
Una
ciudad, un balcón"
No me podrán quitar el dolorido sentir...
(Garcilaso)
Entremos en la catedral;
flamante, blanca, acabada de hacer está. En un ángulo, junto a la capilla en
que se venera la Virgen de la Quinta Angustia, se halla la puertecilla del
campanario. Subamos a la torre; desde lo alto se divisa la ciudad toda y la
campiña. Tenemos un maravilloso, mágico catalejo: descubriremos con él hasta
los detalles más diminutos. Dirijámoslo hacia la lejanía: allá, por los
confines del horizonte, sobre unos lomazos redondos, ha aparecido una manchita
negra; se remueve, levanta una tenue polvareda, avanza. Un tropel de escuderos,
lacayos y pajes es, que acompaña a un noble señor. El caballero marcha en el
centro de su servidumbre; ondean al viento las plumas multicolores de su
sombrero; brilla el puño de la espada; fulge sobre su pecho una firmeza de oro.
Vienen todos a la ciudad; bajan ahora de las colinas y entran en la vega.
Cruza la vega un río: sus aguas son rojizas y lentas; ya sesga en suaves
meandros; ya se embarranca en hondas hoces. Crecen los árboles tupidos en el
llano. La arboleda se ensancha y asciende por las alturas inmediatas. Una ancha
vereda -parda entre la verdura- parte de la ciudad y sube por la empinada montaña
de allá lejos. Esa vereda lleva los rebaños del pueblo, cuando declina al
otoño, hacia las cálidas tierras de Extremadura. Ahora las mesetas vecinas, la
llanada de la vega, los alcores que bordean el río, están llenos de blancos
carneros que sobre las praderías a forman como grandes copos de nieve.
De la lana y el cuero vive la diminuta ciudad. En las márgenes del río
hay un obraje de paños y unas tenerías. A la salida del pueblo -por la Puerta
Vieja- se desciende hasta el río; en esa cuesta están las tenerías. Entre las
tenerías se ve una casita medio caída, medio arruinada; vive en ese chamizo una
buena vieja -llamada Celestina– que todas las mañanas sale con un jarrillo
desbocado y lo trae lleno de vino para la comida, y que luego va de casa en
casa, en la ciudad, llevando agujas, gorgueras, garvines, ceñideros
y otras bujerías para las mozas. En el pueblo los oficiales
de mano se agrupan en distintas callejuelas; aquí están los tundidores,
perchadores, cardadores, arcadores, perailes; allá, en la otra, los correcheros,
guarnicioneros, boteros, chicarreros[2].
Desde que quiebra el alba, la ciudad entra en animación; cantan los
perailes los viejos romances de Blancaflor y del Cid -como cantan los
cardadores de Segovia en la novela El donado hablador[3]; tunden los paños los tundidores;
córtanle con sutiles tijeras el pelo los perchadores; cardan la blanca lana los
cardadores; los chicarreros trazan y cosen zapatillas y chapines; embrean y
trabajan las botas y cueros en que se ha de encerrar el vino y el aceite los
boteros. Ya se han despertado las monjas de la pequeña monjía que hay en el
pueblo; ya tocan las campanitas cristalinas. Luego, cuando avance el día,
estas monjas saldrán de su convento, devanearán por la ciudad, entrarán y
saldrán en las casas de los hidalgos, pasarán y tornarán a pasar por las calles.
Todos los oficiales trabajan en las puertas y en los zaguanes. Cuelga de la
puerta de esta tiendecilla la imagen de un cordero; de la otra, una olla; de la
de más allá, una estrella. Cada mercader tiene su distintivo. Las tiendas son
pequeñas, angostas, lóbregas.
A los cantos de los perailes se mezclan en estas horas de la mañana
las salmodias de un ciego rezador. Conocido es en la ciudad; la oración del
Justo Juez, la de San Gregorio y otras muchas va diciendo por las casas con voz
sonora y lastimera; secretos sabe para toda clase de dolores y trances
mortales; un muchachuelo le conduce: la malicia y la inteligencia brillan en
los ojos del mozuelo[4].
En las tiendecillas se ven las caras finas de los judíos. Pasan por
las callejas los frailes con sus estameñas blancas o pardas. La campana de la
catedral lanza sus largas campanadas. Allá, en la orilla del río, unas mujeres
lavan y carmenan la lana.
(Se ha descubierto un nuevo mundo; sus tierras son inmensas: hay en
él bosques formidables, ríos anchurosos, montañas de oro, hombres extraños,
desnudos y adornados con plumas. Se multiplican en las ciudades de Europa las
imprentas; corren y se difunden millares de libros. La antigüedad clásica ha
renacido; Platón y Virgilio han vuelto al mundo. Florece el tronco de la vieja
humanidad.)
En la plaza de la ciudad se levanta un caserón de piedra; cuatro grandes balcones se abren en la
fachada. Sobre la puerta resalta un recio blasón. En el primer balcón de la
izquierda se ve sentado en un sillón un hombre; su cara está pálida, exangüe, y
remata en una barbita afilada y gris. Los ojos de este caballero están velados
por una profunda tristeza[5];
el codo lo tiene el caballero puesto en el brazo del
sillón y su cabeza descansa en la palma de la mano...
(...)
Le sucede algo al catalejo con que estábamos observando la ciudad y
la campiña. No se divisa nada; indudablemente se ha empañado el cristal.
Limpiémosle. Ya está claro; tornemos a mirar. Los bosques que rodeaban la
ciudad han desaparecido. Allá, por aquellas lomas redondas que se recortan en
el cielo azul, en los confines del horizonte, ha aparecido una manchita negra;
se remueve, avanza, levanta una nubecilla de polvo. Un coche enorme, pesado,
ruidoso, es; todos los días, a esta hora, surge en aquellas colinas, desciende
por las suaves laderas, cruza la vega y entra en la ciudad. Donde había un
tupido boscaje, aquí en la llana vega[6],
hay ahora trigales de regadío, huertos, herreñales, cuadros y
emparrados de hortalizas; en las caceras, azarbes y landronas[7] que cruzan la llanada, brilla el agua que
se reparte por toda la vega desde las represas del río. El río sigue su curso
manso como antaño. Ha desaparecido el obraje de paños que había en sus
orillas; quedan las aceñas que van moliendo las maquilas como en los días
pasados. En la cuesta que asciende hasta la ciudad, no restan más que una o
dos tenerías; la mayor parte del año están cerradas. No
encontramos ni rastro de aquella casilla medio derrumbada en que vivía una
vieja que todas las mañanas salía a por vino con un jarrico y que iba de casa
en casa llevando chucherías para vender.
En la ciudad no cantan los perailes. De los oficios
viejos del cuero y de lana, casi todos han desaparecido; es que ya por la ancha
y parda vereda que cruza la vega no se ve la muchedumbre de ganados que antaño,
al declinar el otoño, pasaban a Extremadura 17. No
quedan más que algunos boteros en sus zaguanes lóbregos; en las callejas altas,
algún viejo telar va marchando todavía con su son rítmico. La ciudad está
silenciosa; de tarde en tarde pasa un viejo rezador que salmodia la oración del
Justo Juez. Los caserones están cerrados. Sobre las tapias de un jardín surgen
las cimas agudas, rígidas, de dos cipreses. Las campanas de la catedral lanzan
-como hace tres siglos- sus campanadas lentas, solemnes, clamorosas[8].
(Una tremenda revolución ha llenado de espanto al mundo; millares de
hombres han sido guillotinados; han subido al cadalso un rey y una reina. Los
ciudadanos se reúnen en Parlamentos. Han sido votados y promulgados unos
códigos en que se proclama que todos los humanos son libres e iguales. Vuelan
por todo el planeta muchedumbre de libros, folletos y periódicos.)
En el
primero de los balcones de la izquierda, en la casa que hay en la plaza, se
divisa un hombre. Viste una casaca sencillamente bordada. Su cara es redonda y
está afeitada pulcramente. El caballero se halla sentado en un sillón; tiene el
codo puesto en uno de los brazos del asiento y su cabeza reposa en la palma de
la mano. Los ojos del caballero están velados por una profunda, indefinible
tristeza...
(...)
Otra
vez se ha empañado el cristal de nuestro catalejo; nada se ve. Limpiémoslo. Ya
está; enfoquémoslo de nuevo hacia la ciudad y el campo. Allá en los confines
del horizonte, aquellas lomas que destacan sobre el cielo diáfano, han sido
como cortadas con un cuchillo. Los rasga una honda y recta hendidura; por esa
hendidura, sobre el suelo, se ven dos largas y brillantes barras de hierro que
cruzan una junto a otra, paralelas, toda la campiña. De pronto aparece en el
costado de las lomas una manchita negra: se mueve, adelanta rápidamente, va
dejando en el cielo un largo manchón de humo. Ya avanza por la vega. Ahora
vemos un extraño carro de hierro con una chimenea que arroja una espesa humareda, y detrás de él una hilera de cajones
negros con ventanitas; por las ventanitas se divisan muchas caras de
hombres y mujeres. Todas las mañanas surge en la lejanía este negro carro con
sus negros cajones, despide penachos de humo, lanza agudos silbidos, corre
vertiginosamente y se mete en uno de los arrabales de la ciudad.
El río se desliza manso, con sus
aguas rojizas; junto a él -donde antaño estaban los molinos y el obraje de
paños- se levantan dos grandes edificios; tienen una elevadísima y sutil
chimenea; continuamente están llenando de humo denso el cielo de la vega.
Muchas de las callejas del pueblo han sido ensanchadas; muchas de aquellas callejitas
que serpenteaban en entrantes y salientes -con sus tiendecillas- son ahora
amplias y rectas calles donde el sol calcina las viviendas en verano y el
vendaval frío levanta cegadoras tolvaneras en invierno. En las afueras del
pueblo, cerca de la Puerta Vieja, se ve un edificio redondo, con
extensas graderías llenas de asientos, y un círculo rodeado de un vallar de
madera en medio. A la otra parte de la ciudad se divisa otra enorme
edificación, con innumerables ventanitas: por la mañana, a
mediodía, por la noche parten de ese edificio agudos, largos, ondulantes sones
de cornetas[9]. Centenares
de lucecitas iluminan la ciudad durante la noche: se encienden y se apagan
ellas solas.
(Todo el planeta está cubierto de una red de vías férreas; caminan
veloces por ellas los trenes; otros vehículos -también movidos por sí mismos-
corren vertiginosos por campos, ciudades y montañas. De nación a nación se
puede transmitir la voz humana. Por los aires, etéreamente, de continente a
continente, van los pensamientos del hombre. En extraños aparatos se remonta el
hombre por los cielos; a los senos de los mares desciende en unas raras naves y
por allí marcha; de las procelas marinas, antes espantables, se ríe ahora
subido en gigantescos barcos. Los obreros de todo el mundo se tienden las manos
por encima de las fronteras.)
En el primer balcón de la izquierda, allá en la casa de piedra que
está en la plaza, hay un hombre sentado. Parece abstraído en una profunda
meditación. Tiene un fino bigote de puntas levantadas. Está el caballero,
sentado, con el codo puesto en uno de los brazos del sillón y la cara apoyada
en la mano. Una honda tristeza empaña sus ojos...
(...)
¡Eternidad,
insondable eternidad del dolor! Progresará maravillosamente la especie humana;
se realizarán las más fecundas transformaciones. Junto a un balcón, en una
ciudad, en una casa, siempre habrá un hombre con la cabeza, meditadora y
triste, reclinada en la mano. No le podrán quitar el dolorido sentir[10].
BAROJA
BAROJA
EL ÁRBOL DE LA CIENCIA»
EL ÁRBOL DE LA CIENCIA»
1.
El hospital y el mitin de los anarquistas
El protagonista, Andrés Hurtado,
estudia medicina en Madrid, en un ambiente gris y monótono, con unos profesores
incompetentes y unos compañeros -Julio Aracil y Montaner- soberbios y egoístas,
con unos comportamientos de señorito madrileño de buena sociedad. Ya en cuarto de carrera, Andrés y
sus amigos hacen prácticas en el hospital San Juan de Dios, donde conocen cómo
trata a las mujeres enfermas el médico de la sala.
A
los pocos días de frecuentar el hospital, Andrés se inclinaba a creer que el
pesimismo de Schopenhauer era una verdad casi matemática. El mundo le parecía
una mezcla de manicomio y de hospital; ser inteligente constituía una
desgracia, y sólo la felicidad podía venir de la inconsciencia de la locura
[...] Aquel petulante idiota mandaba llevar castigadas a las enfermas a las
buhardillas y tenerlas uno o dos días encerradas por delitos imaginarios. El
hablar de una cama a otra durante la visita, el quejarse en la cura, cualquier
cosa bastaba para estos severos castigos. Otras veces mandaba ponerlas a pan y agua.
Era un macaco cruel este tipo, a quien habían dado una misión tan humana como
la de cuidar de pobres enfermas.
Hurtado
no podía soportar la bestialidad de aquel idiota de las patillas blancas; Aracil
se reía de las indignaciones de su amigo.
Una
vez, Hurtado decidió no volver por allá. Había una mujer que guardaba
constantemente en el regazo un gato blanco. Era una mujer que debía haber sido
muy bella, con los ojos negros, grandes, sombreados, la nariz algo corva y el
tipo egipcio. El gato era, sin duda, lo único que le quedaba de su pasado
mejor. Al entrar el médico, la enferma solía bajar disimuladamente al gato de
la cama y dejarlo en el suelo; el animal se quedaba escondido, asustado, al ver
entrar al médico con sus alumnos; pero uno de los días el médico le vio, y
comenzó a darle patadas.
-Coged a ese gato y matadlo -dijo el idiota de
las patillas blancas al practicante.
El
practicante y una enfermera comenzaron a perseguir al animal por toda la sala; la
enferma miraba angustiada esta persecución.
-
Y a esta tía lIevadla a la buhardilla -añadió el médico.
La
enferma seguía la caza con la mirada, y, cuando vio que cogían a su gato, dos
lágrimas gruesas corrían por sus mejillas pálidas.
-¡Canalla!
ildiota! -exclamó Hurtado, acercándose al médico con el puño levantado.
-No
seas estúpido -dijo Aracil-, Si no quieres venir aquí, márchate.
-Sí,
me voy, no tengas cuidado, por no patearle las tripas a ese idiota miserable.
Desde
aquel día ya no quiso volver más a San Juan de Dios [...] Durante muchos días
estuvo Andrés impresionado por lo que dijeron varios obreros en un mitin de
anarquistas del Liceo Ríus. Uno de ellos, Ernesto Álvarez, un hombre moreno, de
ojos negros y barba entrecana, habló en aquel mitin de una manera elocuente y
exaltada; habló de los niños abandonados, de los mendigos, de las mujeres
caídas. . .
Andrés
sintió el atractivo de este sentimentalismo, quizá algo morboso. Cuando exponía
sus ideas acerca de la injusticia social, Julio Aracil le salía al encuentro
con su buen sentido:
-Claro
que hay cosas malas en la sociedad -decía Aracil-. Pero, ¿quién las va a
arreglar? ¿Esos vividores que hablan en los mítines? Además, hay desdichas que
son comunes a todos; esos albañiles de los dramas populares que se nos vienen a
quejar que sufren el frío del invierno y el calor del verano, no son los
únicos; lo mismo nos pasa a los demás.
Las
palabras de Aracil eran la gota de agua fría en las exaltaciones humanitarias
de Andrés.
-Si quieres dedicarte a esas cosas -le decía-,
hazte político, aprende a hablar.
-Pero
si yo no me quiero dedicar a político -replicaba Andrés, indignado.
-Pues
si no, no puedes hacer nada.
Claro
que toda reforma en un sentido humanitario tenía que ser colectiva y realizarse
por un procedimiento político, y a Julio no le era difícil convencer a su amigo
de lo turbio de la política.
Julio
llevaba la duda a los romanticismo de Hurtado; no necesitaba insistir mucho
para convencerle de que la política era una arte de granujería.
Realmente,
la política española nunca ha sido nada alto ni nada noble; no era dificíl
convencer a un madrileño de que no debía tener confianza en ella.
La
inacción, la sospecha de la inanidad y de la impureza de todo, arrastraban a
Hurtado cada vez más a sentirse pesimista.
Se
iba inclinando a un anarquismo espiritual, basado en la simpatía y en la piedad,
sin solución práctica ninguna.
La
lógica justiciera y revolucionaria de los Saint Just ya no le entusiasma, le
parecía un poco artificial y fuera de la Naturaleza. Pensaba que en la vida ni
había ni podía haber justicia. La vida era una corriente tumultuosa e
inconsciente, donde todos los actores representaban una comedia que no
comprendían; y los hombres, lIegados a un estado de intelectualidad,
contemplaban la escena con una mirada compasiva y piadosa.[1]
_________
2.
La experiencia como médico del pueblo
Luis ingresa como alumno interno en
el Hospital General. Conoce a Lulú, hija
de una viuda venida a menos, mientras enferma de turberculosis su hermano Luis,
que muere tiempo después. Entretanto, Andrés se ha examinado de doctorado y
hace una sustitución en un pueblo de Burgos.
Tras sostener largas discusiones con
su tío Iturrioz -quien trata de converle de que el intelectualismo de la
ciencia, con su pretensión de explicarse la verdad de las cosas, es estéril y
destructivo-, le nombran médico de Alcolea del Campo, un pueblo de la Mancha.
Las
costumbres de Alcolea eran españolas puras, es decir, de un absurdo completo. El
pueblo no tenía el menor sentido social; las familias se metían en sus casa como
los trogloditas en su cueva. No había solidaridad; nadie sabía ni podía
utilizar la fuerza de la asociación. Los hombres iban al trabajo y a veces al casino.
Las mujeres no salían más que los domingos a misa [...] Muchas veces a Hurtado le parecía Alcolea una ciudad en
estado de sitio. El sitiador era la moral, la moral católica. Allí no había
nada que no estuviera almacenado y recogido: las mujeres, en sus casas; el
dinero, en las carpetas; el vino en las tinaja.
Andrés se preguntaba: «¿Qué hacen estas
mujeres? ¿En qué piensan? ¿Cómo pasan las horas de sus días?» Difícil era
averiguarlo.
Con
aquel régimen de guardarlo todo, Alcolea gozaba de un orden admirable; sólo un
cementerio bien cuidado podía sobrepasar tal perfección. Esta
perfección se conseguía haciendo que el más inepto fuera el que gobernara. La
ley de selección en pueblos como aquél se cumplía al revés. El cedazo iba
separando el grano de la paja, luego se recogía la paja y se desperdiciaba el
grano. Algún burlón hubiera dicho que este aprovechamiento de la paja entre los
españoles no era raro.
Por
aquella selección a la inversa resultaba que los más aptos allí eran
precisamente los más ineptos ...]
La política de Alcolea respondía perfectamente al estado de inercia y
desconfianza del pueblo. Era una política de caciquismo, una lucha entre dos
bandos contrarios, que se llamaban el de los Ratones y el de los Mochuelos; los
Ratones eran liberales, y los Mochuelos, conservadores.
En
aquel momento dominaban los Mochuelos. El Mochuelo principal era el alcalde, un
hombre delgado, vestido de negro, muy clerical, cacique de formas suaves, que suavemente
iba llevándose todo lo que podía del Municipio.
El
cacique liberal del partido de los Ratones era don Juan, un tipo bárbaro y
despótico, corpulento y forzudo, con unas manos de gigante, hombre que cuando
entraba a mandar, trataba al pueblo en conquistador. Este gran Ratón no
disimulaba como el Mochuelo; se quedaba con todo lo que podía, sin tomarse el
trabajo de ocultar decorosamente sus robos.
Alcolea
se había acostumbrado a los Mochuelos y a los Ratones, y los consideraba
necesarios. Aquellos bandidos eran los sostenes de la sociedad; se repartían el
botín: tenían unos para otros un tabú especial, como el de los polinesios.
Andrés podía estudiar en Alcolea todas aquellas manifestaciones del árbol de la
vida, y de la vida áspera manchega: la expansión de egoísmo, de la envidia, de
la crueldad, del orgullo.
A
veces pensaba que todo esto era necesario; pensaba también que se podía llegar,
en la indiferencia intelectualista, hasta disfrutar contemplando estas
expansiones, formas violentas de la vida.
«¿Por
qué incomodarse, si todo está determinado, si es fatal, si no puede ser de otra
manera? -se preguntaba-.¿No era científicamente un poco absurdo el furor que le
entraba muchas veces al ver las injusticias del pueblo? Por otro lado, ¿no
estaba también determinado, no era fatal el que su cerebro tuviera una
irritación que le hiciera protestar contra aquel estado de cosas
violentamente?»[2]
__________
3.
El desastre del 98
Ante la incomprensión del pueblo,
Andrés renuncia a su plaza de médico y marcha a Madrid.
A los pocos días de llegar a
Madrid, Andrés se encontró con la sorpresa desagradable de que se iba a
declarar la guerra a los Estados Unidos. Había alborotos, manifestaciones en
las calles, música patriótica a todo pasto.
Andrés
no había seguido en los periódicos aquella cuestión de las guerras coloniales,
no sabía a punto fijo de qué se trataba. Su único criterio era el de la criada
vieja de Dorotea, que solía cantar a voz en grito, mientras lavaba, esta
canción:
Parece
mentira que por unos mulatos
estemos
pasando tan malitos ratos;
a
Cuba se llevan la flor de España
y
aquí no se queda más que la morralla.
Todas
las opiniones de Andrés acerca de la guerra estaban condensadas en este cantar
de la vieja criada.
Al
ver el cariz que tomaba el asunto y la intervención de los Estados Unidos, Andrés
quedó asombrado.
En
todas partes no se hablaba más que de la posibilidad del éxito o del fracaso.
El padre de Hurtado creía en la victoria española; pero en una victoria sin
esfuerzo; los yanquis, que eran todos vendedores de tocino, al ver a los primeros
soldados españoles, les dejarían las armas y echarían a correr. El hermano de
Andrés, Pedro, hacía la vida de sportsman y no le preocupaba la guerra; a Alejandro
le pasaba lo mismo; Margarita seguía en Valencia.
Andrés
encontró un empleo en una consulta de enfermedades del estómago, sustituyendo a
un médico que había ido al extranjero por tres meses.
Por
la tarde, Andrés iba a la consulta, estaba allí hasta el anochecer, luego marchaba
a cenar a casa y por la noche salía en busca de noticias.
Los
periódicos no decían más que necedades y bravuconadas: los yanquis estaban
preparados para la guerra; no tenían ni uniformes para sus soldados. En el país
de las máquinas de coser el hacer unos cuantos uniformes era un conflicto
enorme, según se decía en Madrid.
Para
colmo de ridiculez, hubo un mensaje de Castelar a los yanquis. Cierto que no
tenía las proporciones bufo-grandilocuentes del manifiesto de Víctor Hugo a los
alemanes para que respetaran París; pero era bastante para que los españoles de
buen sentido pudieran sentir toda la vacuidad de sus grandes hombres.
Andrés
siguió los preparativos de la guerra con una emoción intensa.
Los
periódicos traían cálculos completamente falsos. Andrés llegó a creer que había
alguna razón para los optimismos.
Días
antes de la derrota encontró a Iturrioz en la calle.
-¿Qué
le parece a usted esto? -le preguntó.
-Estamos
perdidos.
-¿Pero
si dicen que estamos preparados?
-Sí,
preparados para la derrota. Sólo a ese chino que los españoles consideramos
como el colmo de la candidez se le pueden decir las cosas que nos están
diciendo periódicos.
-Hombre,
yo no veo eso.
-Pues
no hay más que tener ojos en la cara y comparar la fuerza de las escuadras. Tú,
fíjate: nosotros tenemos en Santiago de Cuba seis barcos viejos, malos y de
poca velocidad; ellos tienen veintiuno, casi todos nuevos, bien acorazados y de
mayor velocidad. Los seis nuestros, en conjunto, desplazan aproximadamente veintiocho
mil toneladas; los seis primeros suyos, setenta mil. Con dos de sus barcos pueden
echar a pique toda nuestra escuadra; con veintiuno no van a tener sitiod donde
apuntar.
-¿De
manera que usted cree que vamos a la derrota?
-No
a la derrota, a una cacería. Si alguno de nuestros barcos puede salvarse, será una
gran cosa.
Andrés
pensó que Iturrioz podía engañarse; pero pronto los acontecimientos le dieron
la razón. El desastre había sido como decía él: una cacería, una cosa ridícula.
A
Andrés le indignó la indiferencia de la gente al saber la noticia. Al menos él había
creído que el español, inepto para la ciencia y la civilización, era un
patriota exaltado, y se encontraba que no; después del desastre de las dos
pequeñas escuadras españolas en Cuba y Filipinas, todo el mundo iba al teatro y
a los toros tan tranquilo; aquellas manifestaciones y gritos habían sido
espuma, humo de paja, nada.[3]
Andrés, tras ser nombrado médico de Higiene,
nota que su instinto antisocial se iba aumentando, se iba convirtiendo en odio
contra el rico, sin tener simpatía por el pobre.
Se vuelve a encontrar con Lulú, se
casa con ella y emprende una vida nueva: se ocupa como traductor de obras de
tema médico y vive feliz con su mujer, hasta que ella queda embarazada, y en el
parto mueren la madre y el niño.
Andrés, desesperado, se suicida
aquella misma noche.
[1] 1.-
Explica el sentido que
tienen en el texto las expresiones "ser inteligente constituye una
desgracia", "los romanticismos de Hurtado", "un anarquismo
espiritual", "un estado de intelectualidad".
. 2.-
Busca información sobre Schopenhauer (2), filósofo de gran influencia los
escritores del 98, y comprueba si sus ideas se reflejan en la actitud Andrés
Hurtado ante la realidad social con que se encuentra.
3.-
Analiza las reacciones del joven Andrés ante los acontecimientos con que se
enfrenta y cómo progresivamente va cambiando de actitud ante la realidad.
4.-
Analiza las diferencias de carácter y de
ideología entre Andrés y Aracil.
[2]
1.- Comenta algunas
imágenes con que se ponderan los defectos de la sociedad de Alcolea (a primera
parte del texto)
2.- Analiza los vicios sociales y políticos
que aquejan al pueblo de Alcolea.
3.- Comenta
las conclusiones que extrae Andrés Hurtado de lo que ocurre en Alcolea.
4.-Comenta
la visión de Alcolea y la actitud de Andrés, como reflejo de la ideología del
98, mezcla de crítica y de pesimismo, frente a la sociedad española de fin del
siglo.
2.-
Relaciona el comienzo y el final del
texto como expresión de la crítica a la
sociedad española.
3.-
Tras haber leído los tres textos, analiza el papel de Andrés en la acción
novelesca.
4.-
Andrés contempla la realidad en que vive como un espectador que no puede hacer
nada por cambiarla. Cuenta tú la historia de las cosas que no te gustan, dando
cuenta del efecto que te producen.
5.-
Cuenta las actitudes de la gente y la
tuya propia ante algún acontecimiento significativo que haya ocurrido
últimamente, al igual que hace Baraja con el desastre del 98.
UNAMUNO
Como
ejemplo del arte narrativo de Unamuno, ofrecemos, unos fragmentos del capítulo
XXXI de Niebla (1914), reveladores, además, de típicas preocupaciones existenciales
unamunianas: la consistencia de la persona, el anhelo de “serse" (de ser
plenamente uno mismo, de izarse plenamente), la angustia ante la muerte y el
más allá. Es un capítulo famoso: el protagonista, Augusto, desesperado por un
desengaño amoroso, ha pensado en suicidarse. Sin embargo, habiendo leído cierto
ensayo sobre el suicidio, decide consultar con su autor, que no es otro que el propio Unamuno. He aquí la insólita conversación entre el novelista y su
personaje:
Empezó
hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando
conocerlos bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, y
enseguida empezó a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que se
ahorrase aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como
él, y se lo demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía
más secretos. Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser
increíble; creí notar que se le alteraba el color y traza de semblante y que
hasta temblaba. Le tenía yo fascinado.
-¡Parece
mentira! -repetía-. ¡Parece mentira! A no verlo no lo creería. No sé si estoy
despierto o soñando...
-Ni
despierto ni soñando - le contesté.
-No
me lo explico..., no me lo explico -añadió-; mas puesto que usted parece saber
sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito...
-Sí
-le dije-, tú -y recalqué este tú con un tono autoritario-, tú abrumado por tus
desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo,
movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a
consultármelo.
El
pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un poseído miraría.
Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus
fuerzas.
-¡No,
no te muevas! -le ordené.
-Es
que..., es que... -balbuceó.
-Es
que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
-¿Cómo?
-exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
-Sí.
Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? -le pregunté.
-Que
tenga valor para hacerlo -me contestó.
-No
-le dije-, ¡que esté vivo!
-¡Desde
luego!
-¡Y
tú no estás vivo!
-¿Cómo
que no estoy vivo? [...]
-No, no existes más que como ente de ficción; no eres,
pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis
lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he
escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como
quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
Al
oír esto quedó el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradas
perforadoras que parecen atravesar la mira e ir más allá, miró luego un momento
mi retrato al óleo que preside a mis libros, le volvió el color y aliento, fue
recobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, a que estaba
arrimado frente a mí, y, la cara en las palmas de las manos y mirándome con una
omisa en los ojos, me dijo lentamente:
-Mire
usted bien, don Miguel.., no sea que esté usted equivocado y que ocurra
precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.
-Y
¿qué es lo contrario? -le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia.
-No
sea, mi querido don Miguel-añadió-, que sea usted, y no yo, el ente de ficción,
el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto...
(La
conversación continúa y llega a ser violenta. Augusto insinúa incluso idea de
matar a Unamuno, y éste, furioso, decide -como autor que es- hacer que muera
Augusto. Entonces, el personaje, que poco antes había pensado en suicidio,
siente renacer unas inmensas ganas de vivir. He aquí el final del capítulo:
Cayó
a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:
-¡Don
Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!
-¡No
puede ser, pobre Augusto -le dije cogiéndole una mano y levantándole-, no puede
ser! Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer
ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata [...]
-Pero... por Dios...
-No
hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete!
-¿Conque
no, eh? -me dijo-, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la
niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme:
¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor
creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se volverá a la
nada de que salió... ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá,
aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi
historia, todos, todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo
mismo que yo,
[... ]
Este
supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado
al pobre Augusto. Y
le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudase ya de su propia existencia. Yo me
enjugué una lágrima furtiva.
A MI BUITRE
Este buitre voraz de ceño torvo
que me devora las entrañas fiero
y es mi único constante compañero
labra
mis penas con su pico corvo.
El día en que le toque el postrer sorbo
apurar de mi negra sangre quiero
que me dejéis con él solo y señero
un momento, sin nadie como estorbo.
Pues quiero, triunfo haciendo mi agonía
mientras él mi último despojo traga,
sorprender en sus ojos la sombría
mirada al ver la suerte que le amaga
sin esta presa en que satisfacía
el hambre atroz que nunca se le apaga.
[1]
A) Indica qué personas gramaticales utiliza Azorín, a
quién se dirige y qué pretende con esta forma de expresarse.
B).
Analiza la doble descripción del pueblo castellano: su contenido y los recursos
expresivos que utiliza más eficaces
C)
Comenta cómo se plantean los componentes reflexivos del texto, donde se resume
la intención crítica de Azorín.
[2]
A) Busca el significado de más
de cinco palabras del texto que te resulten totalmente desconocidas
B)
Comenta los pasajes descriptivos referidos a la casa y al jardín como buenos
ejemplos de la técnica impresionista y del gusto por los primores de lo vulgar
C)
Comenta el simbolismo de las nubes