lunes, 21 de enero de 2019

ANTOLOGÍA DE TEXTOS DE LA GENERACIÓN DEL 98



1. Los pueblos

            Este libro es uno de los más representativos de la literatura miscelánea de Azorín, ya que en él se recogen crónicas parlamentarias, evocaciones de escritores y obras literarias y, sobre todo, impresiones de los pueblos y las gentes de España, unas veces con intención regeneradora y crítica, y otras puramente lírica. Al primer grupo pertenece el artículo Los árboles y el agua, que reproducimos en parte.

Subamos en el tren, lector, amigo: escapemos de la ciudad a toda prisa; ya nuestras manos están cansadas de estrechar manos; ya nuestros labios sienten fatiga de repe tir, en estos días, la frase imprescindible. ¿Adónde ir? ¿Hacia qué parte dirigiremos nuestros pasos? Nosotros amamos la campiña, los árboles, el agua, las montañas; el cielo limpio, el aire sutil, sano y diáfano (...) Cuando llegamos al término de nuestro viaje, tal vez a un pueblo vetusto de Toledo, o de Ciudad Real, o de Albacete, o de Valladolid, o de Burgos, o de León; cuando recorremos las viejas calles, tortuosas, sórdidas; cuando paseamos por la ancha, silenciosa, desierta plaza, por la que cruza de tarde en tarde un galgo ahilado o un mendigo con recia y parda capa; cuando entramos  y salimos en el mesón -este mesón del Gallo, o del Sol, o de las Ánimas-; cuando pasamos largas horas en el Casino, contemplando estas caras, opacas, inexpresivas, cetrinas, melancólicas, anheladoras, de los viejos y extáticos hidalgos; cuando, por fin, cansados de ir y venir por la ciudad, haciendo que nuestros pasos solitarios resuenen sonoramente en las aceras, nos asomamos al campo y columbramos la Ilanura infinita, rojiza, seca, monótona, desamparada, una sola obsesión, abrumadora, tenaz, pesa sobre nuestro espíritu agobiado. «¿Cómo vive esta gente de España? -nos preguntamos-. ¿De qué modo es posible vivir en estas ciudades muertas, tétricas, y en estos campos sedientos, exhaustos? ¿Qué iniciativas, qué energías, qué fortaleza, qué audacia, qué impulsos generosos y grandes pueden sugerir al espíritu estos horizontes ilimitados, desesperadores, de las tierras peladas, rasas y polvorientas?» Y entonces nos percatamos de que hay dos cosas fundamentales, esencialísimas en la vida de las naciones -los árboles y el agua-, y que no será posible llegar a la regeneración de un pueblo sin comenzar por hacer surgir en él estas dos cosas.
            Y aquí estriba precisamente el problema, por lo que respecta a nuestra patria. ¿Creéis acaso que ésta es empresa que de súbito puede realizar el Estado? ¿Cómo se podrá desarraigar de nuestro pueblo este odio centenario, inconsciente, feroz, contra el árbol y contra el agua, que es el           Inri de España?
            [...] ¿Cómo redimir a este pueblo? ¿Cómo hacer que los montes, las llanuras, los valles, se pueblen de frondas amorosas y que las tierras sean empapadas por el agua fecunda? ¿Imagináis una tristeza más honda y descorazonadora que esta de todo un pueblo negándose a su propia renovación y a su propia vida? [...] Vuestros pensamientos van devaneando, tristemente, en este sentido, aquí en este viejo pueblo que habéis elegido para escapar a los tráfagos de la corte; tal vez en estas horas lentas, inacabables, volvéis a recorrer las callejas, las plazas; de nuevo entráis en el Casino, y veis las caras inmóviles, apagadas, petrificadas, de los viejos hidalgos; acaso cuando la tarde va cayendo, vosotros tornáis a salir a las afueras. Y otra vez, en tanto que la campana suena el Ángelus, contempláis la llanura, inmensa, infinita, enrojecida por los últimos resplandores -oro, nácar, escarlata- de uno de estos largos, inacabables, crepúsculos castellanos. Y concluís entonces, como síntesis de todas vuestras reflexiones, que sólo una labor educativa, paciente, tenaz, en que las iniciativas individuales dispersas por la Península vayan despertando y creando, en progresión creciente, otras iniciativas, puede resolver la actual crisis de España; que será inútil pensar en políticas hidráulicas o agrarias si antes no se atiende a la escuela; que a esta necesidad de la educación es a la que en primer término, de modo más perentorio, deben ocurrir los gobernantes.[1]

2.- Castilla    
           
En este libro se recogen algunos de los artículos más famosos de Azorín, en la mayoría de los cuales domina la evocación melancólica de paisajes, temas y personajes literarios: Una ciudad y un balcón, El mar, Las nubes, Lo fatal, Una lucecita roja, etc

LAS NUBES
            Calixto y Melibea se casaron -como sabrá el lector si ha leído La Celestina a pocos días de ser descubiertas las rebozadas entrevistas que tenían en el jardín. Se enamoró Calixto de la que después había de ser su mujer un día que entró en la huerta de Melibea persiguiendo un halcón. Hace de esto dieciocho años. Veintitrés tenía  Calixto. Viven ahora marido y mujer en la casa solariega de Melibea; una hija les nació, que lleva, como su abuela, el nombre de Alisa. Desde la ancha solana que está a la puerta trasera de la casa se abarca toda la huerta en que Melibea y Calixto pasaban sus dulces coloquios de amor. La casa es ancha y rica, labrada escalera de piedra arranca de lo hondo del zaguán. Luego, arriba, hay salones vastos, apartadas y silnciosas camarillas, corredores penumbrosos con una puertecilla de cuarterones en el fondo, que, como en Las Meninas de Velázquez, deja ver un pedazo de luminoso patio, Un tapiz de verdes ramas y piñas gualdas sobre un fondo bermejo cubre el piso del salón principal; el salón, donde en cojines de seda puestos en tierra se sientan las damas, allá destacan silloncitos de cadera guarnecidos de cuero rojo o sillas de tijera con embutidos mudéjares; un contador con cajonería de pintada y estofada talla, papeles y joyas; en el centro de la estancia, sobre la mesa de nogal, con las patas chambranas talladas, con fiadores de forjado hierro, reposa un lindo juego de ajedrez con embutidos de marfil, nácar y plata; en el alinde de un ancho espejo refléjense figuras aguileñas sobre fondo de oro de una tabla colgada en la pared frontera.
            Todo es paz y silencio en la casa. Melibea anda pasito por cámaras y corredores. Lo observa todo, ocurre a todo. Los armarios están repletos de nítida y bienoliente ropa, aromada por gruesos membrillos.
            En la despensa, un rayo de sol hace fulgir la ringla de panzudas y vidriadas orcitas talaveranas. En la cocina son espejos los artefactos y cacharros de azófar que en la espetera cuelgan, y los cántaros y alcarrazas obrados por la mano de curioso alcalIer en los alfares vecinos muestran bien ordenados su vientre redondo, limpio y rezumante. Todo lo previene y a todo ocurre la diligente Melibea; en todo pone sus dulces ojos verdes. De tarde en tarde, en el silencio de la casa, se escucha lánguido y melodioso son de un clavicordio: es Alisa que tañe. Otras veces, por los viales de la huerta se ve escabullirse calladamente la figura alta y esbelta de una moza: es Alisa que pasea entre los árboles.
            La huerta es amena y frondosa. Crecen las adelfas a par de los jazmineros; al pie de los cipreses inmutables ponen los rosales la ofrenda fugaz -como la vida- de sus rosas amarillas, blancas y bermejas. Tres colores llenan los ojos en el jardín: el azul intenso del cielo, el blanco de las paredes encaladas y el verde del boscaje. En el silencio se oye -al igual de un diamante sobre un cristal- el chiar de la golondrinas que cruzan raudas sobre el azul del firmamento. De la taza de mármol de una fuente cae, dehilachada, en una franja, el agua.
            En el aire se respira un penetrante aroma de jazmines, rosas y magnolias. «Ven por las paredes de mi huerto, le dijo dulcemente Melibea a Calixto hace dieciocho años (...)"[2]
***
            Calixto, puesta la mano en la mejilla, mira pasar a lo lejos sobre el cielo azul las nubes.
            LAs nubes nos dan una sensación de inestabilidad y de eternidad. LAs nubes son  -Como el mar- siempre varias y siempre las mismas. Sentimos mirándolas cómo nuestro ser y todas las cosas corren hacia la nada, en tanto que ellas -tan fugitivas- permanecen eternas. A estas nubes que ahora miramos las miraron hace doscientos, quinientos, mil, tres mil años, otros hombres con las mismas pasiones y las mismas ansias que nosotros. Cuando queremos tener aprisionado el tiempo -en un momento de ventura- vemos que han pasado ya semanas, meses, años. LAs nubes, sim embargo, que son siempre distintas en todo momento todos los días van caminando por el cielo (...)
            "Vivir -escribe el poeta- (Ramón de Campoamor) es ver pasar". Sí; vivir es ver pasar: ver pasar allá en lo alto las nubes. Mejor diríamos: vivir es volver. Esver volver todo un retorno perdurable, eternos; ver volver todo -angustias, alegrías, esperanzas-, como esas nubes que son siempre distintas y siempre las mismas, como esas nubes fugaces e inmutables.
            LAs nubes son la imagen del tiempo. ¿Habrá sensación más trágica que aquella de quien sienta el tiempo, la de quien vea ya en el presente el pasado y en el pasado el porvenir?

 
Una ciudad, un balcón"
                                                                                  No me podrán quitar el dolorido sentir... (Garcilaso)

Entremos en la catedral; flamante, blanca, acabada de hacer está. En un ángulo, junto a la capilla en que se venera la Virgen de la Quinta Angustia, se halla la puertecilla del campanario. Subamos a la torre; desde lo alto se divisa la ciudad toda y la campiña. Tenemos un maravi­lloso, mágico catalejo: descubriremos con él hasta los de­talles más diminutos. Dirijámoslo hacia la lejanía: allá, por los confines del horizonte, sobre unos lomazos redon­dos, ha aparecido una manchita negra; se remueve, levanta una tenue polvareda, avanza. Un tropel de escuderos, la­cayos y pajes es, que acompaña a un noble señor. El caballero marcha en el centro de su servidumbre; ondean al viento las plumas multicolores de su sombrero; brilla el puño de la espada; fulge sobre su pecho una firmeza de oro. Vienen todos a la ciudad; bajan ahora de las coli­nas y entran en la vega. Cruza la vega un río: sus aguas son rojizas y lentas; ya sesga en suaves meandros; ya se embarranca en hondas hoces. Crecen los árboles tupidos en el llano. La arboleda se ensancha y asciende por las alturas inmediatas. Una ancha vereda -parda entre la verdura- parte de la ciudad y sube por la empinada mon­taña de allá lejos. Esa vereda lleva los rebaños del pue­blo, cuando declina al otoño, hacia las cálidas tierras de Extremadura. Ahora las mesetas vecinas, la llanada de la vega, los alcores que bordean el río, están llenos de blan­cos carneros que sobre las praderías a forman como gran­des copos de nieve.
De la lana y el cuero vive la diminuta ciudad. En las márgenes del río hay un obraje de paños y unas tenerías. A la salida del pueblo -por la Puerta Vieja- se descien­de hasta el río; en esa cuesta están las tenerías. Entre las tenerías se ve una casita medio caída, medio arruinada; vive en ese chamizo una buena vieja -llamada Celestina­– que todas las mañanas sale con un jarrillo desbocado y lo trae lleno de vino para la comida, y que luego va de casa en casa, en la ciudad, llevando agujas, gorgueras, gar­vines, ceñideros y otras bujerías para las mozas. En el pueblo los oficiales de mano se agrupan en distintas ca­llejuelas; aquí están los tundidores, perchadores, carda­dores, arcadores, perailes; allá, en la otra, los correcheros, guarnicioneros, boteros, chicarreros[2]. Desde que quiebra el alba, la ciudad entra en animación; cantan los perailes los viejos romances de Blancaflor y del Cid -como cantan los cardadores de Segovia en la novela El donado hablador[3]; tunden los paños los tundidores; córtanle con sutiles tijeras el pelo los perchadores; cardan la blanca lana los cardadores; los chicarreros trazan y cosen zapatillas y chapines; embrean y trabajan las botas y cueros en que se ha de encerrar el vino y el aceite los boteros. Ya se han despertado las monjas de la pequeña monjía que hay en el pueblo; ya tocan las campanitas cris­talinas. Luego, cuando avance el día, estas monjas sal­drán de su convento, devanearán por la ciudad, entrarán y saldrán en las casas de los hidalgos, pasarán y tornarán a pasar por las calles. Todos los oficiales trabajan en las puertas y en los zaguanes. Cuelga de la puerta de esta tiendecilla la imagen de un cordero; de la otra, una olla; de la de más allá, una estrella. Cada mercader tiene su dis­tintivo. Las tiendas son pequeñas, angostas, lóbregas.
A los cantos de los perailes se mezclan en estas horas de la mañana las salmodias de un ciego rezador. Conoci­do es en la ciudad; la oración del Justo Juez, la de San Gregorio y otras muchas va diciendo por las casas con voz sonora y lastimera; secretos sabe para toda clase de dolo­res y trances mortales; un muchachuelo le conduce: la ma­licia y la inteligencia brillan en los ojos del mozuelo[4]. En las tiendecillas se ven las caras finas de los judíos. Pasan por las callejas los frailes con sus estameñas blancas o par­das. La campana de la catedral lanza sus largas campa­nadas. Allá, en la orilla del río, unas mujeres lavan y carmenan la lana.
(Se ha descubierto un nuevo mundo; sus tierras son in­mensas: hay en él bosques formidables, ríos anchurosos, montañas de oro, hombres extraños, desnudos y adorna­dos con plumas. Se multiplican en las ciudades de Euro­pa las imprentas; corren y se difunden millares de libros. La antigüedad clásica ha renacido; Platón y Virgilio han vuelto al mundo. Florece el tronco de la vieja humanidad.)
En la plaza de la ciudad se levanta un caserón de piedra; cuatro grandes balcones se abren en la fachada. Sobre la puerta resalta un recio blasón. En el primer balcón de la izquierda se ve sentado en un sillón un hombre; su cara está pálida, exangüe, y remata en una barbita afilada y gris. Los ojos de este caballero están velados por una pro­funda tristeza[5]; el codo lo tiene el caballero puesto en el brazo del sillón y su cabeza descansa en la palma de la mano... 
(...)
Le sucede algo al catalejo con que estábamos observan­do la ciudad y la campiña. No se divisa nada; indudable­mente se ha empañado el cristal. Limpiémosle. Ya está claro; tornemos a mirar. Los bosques que rodeaban la ciudad han desaparecido. Allá, por aquellas lomas redon­das que se recortan en el cielo azul, en los confines del horizonte, ha aparecido una manchita negra; se remueve, avanza, levanta una nubecilla de polvo. Un coche enor­me, pesado, ruidoso, es; todos los días, a esta hora, surge en aquellas colinas, desciende por las suaves laderas, cruza la vega y entra en la ciudad. Donde había un tupido boscaje, aquí en la llana vega[6], hay ahora trigales de rega­dío, huertos, herreñales, cuadros y emparrados de horta­lizas; en las caceras, azarbes y landronas[7] que cruzan la llanada, brilla el agua que se reparte por toda la vega desde las represas del río. El río sigue su curso manso como an­taño. Ha desaparecido el obraje de paños que había en sus orillas; quedan las aceñas que van moliendo las ma­quilas como en los días pasados. En la cuesta que ascien­de hasta la ciudad, no restan más que una o dos tenerías; la mayor parte del año están cerradas. No encontramos ni rastro de aquella casilla medio derrumbada en que vivía una vieja que todas las mañanas salía a por vino con un jarrico y que iba de casa en casa llevando chucherías para vender.
En la ciudad no cantan los perailes. De los oficios viejos del cuero y de lana, casi todos han desaparecido; es que ya por la ancha y parda vereda que cruza la vega no se ve la muchedumbre de ganados que antaño, al declinar el otoño, pasaban a Extremadura 17. No quedan más que algunos boteros en sus zaguanes lóbregos; en las callejas altas, algún viejo telar va marchando todavía con su son rítmico. La ciudad está silenciosa; de tarde en tarde pasa un viejo rezador que salmodia la oración del Justo Juez. Los caserones están cerrados. Sobre las tapias de un jardín surgen las cimas agudas, rígidas, de dos cipre­ses. Las campanas de la catedral lanzan -como hace tres siglos- sus campanadas lentas, solemnes, clamorosas[8].
(Una tremenda revolución ha llenado de espanto al mundo; millares de hombres han sido guillotinados; han subido al cadalso un rey y una reina. Los ciudadanos se reúnen en Parlamentos. Han sido votados y promulgados unos códigos en que se proclama que todos los humanos son libres e iguales. Vuelan por todo el planeta muche­dumbre de libros, folletos y periódicos.)
En el primero de los balcones de la izquierda, en la casa que hay en la plaza, se divisa un hombre. Viste una casaca sencillamente bordada. Su cara es redonda y está afeitada pulcramente. El caballero se halla sentado en un sillón; tiene el codo puesto en uno de los brazos del asien­to y su cabeza reposa en la palma de la mano. Los ojos del caballero están velados por una profunda, indefinible tristeza...
(...)
      Otra vez se ha empañado el cristal de nuestro catalejo; nada se ve. Limpiémoslo. Ya está; enfoquémoslo de nuevo hacia la ciudad y el campo. Allá en los confines del horizonte, aquellas lomas que destacan sobre el cielo diáfa­no, han sido como cortadas con un cuchillo. Los rasga una honda y recta hendidura; por esa hendidura, sobre el suelo, se ven dos largas y brillantes barras de hierro que cruzan una junto a otra, paralelas, toda la campiña. De pronto aparece en el costado de las lomas una manchita negra: se mueve, adelanta rápidamente, va dejando en el cielo un largo manchón de humo. Ya avanza por la vega. Ahora vemos un extraño carro de hierro con una chime­nea que arroja una espesa humareda, y detrás de él una hilera de cajones negros con ventanitas; por las ventani­tas se divisan muchas caras de hombres y mujeres. Todas las mañanas surge en la lejanía este negro carro con sus negros cajones, despide penachos de humo, lanza agudos silbidos, corre vertiginosamente y se mete en uno de los arrabales de la ciudad.
            El río se desliza manso, con sus aguas rojizas; junto a él -donde antaño estaban los molinos y el obraje de paños- se levantan dos grandes edificios; tienen una ele­vadísima y sutil chimenea; continuamente están llenando de humo denso el cielo de la vega. Muchas de las callejas del pueblo han sido ensanchadas; muchas de aquellas ca­llejitas que serpenteaban en entrantes y salientes -con sus tiendecillas- son ahora amplias y rectas calles donde el sol calcina las viviendas en verano y el vendaval frío le­vanta cegadoras tolvaneras en invierno. En las afueras del pueblo, cerca de la Puerta Vieja, se ve un edificio redon­do, con extensas graderías llenas de asientos, y un círculo rodeado de un vallar de madera en medio. A la otra parte de la ciudad se divisa otra enorme edificación, con innu­merables ventanitas: por la mañana, a mediodía, por la noche parten de ese edificio agudos, largos, ondulantes sones de cornetas[9]. Centenares de lucecitas iluminan la ciudad durante la noche: se encienden y se apagan ellas solas.
(Todo el planeta está cubierto de una red de vías férreas; caminan veloces por ellas los trenes; otros vehículos -tam­bién movidos por sí mismos- corren vertiginosos por campos, ciudades y montañas. De nación a nación se puede transmitir la voz humana. Por los aires, etéreamen­te, de continente a continente, van los pensamientos del hombre. En extraños aparatos se remonta el hombre por los cielos; a los senos de los mares desciende en unas raras naves y por allí marcha; de las procelas marinas, antes es­pantables, se ríe ahora subido en gigantescos barcos. Los obreros de todo el mundo se tienden las manos por encima de las fronteras.)
En el primer balcón de la izquierda, allá en la casa de piedra que está en la plaza, hay un hombre sentado. Pa­rece abstraído en una profunda meditación. Tiene un fino bigote de puntas levantadas. Está el caballero, sentado, con el codo puesto en uno de los brazos del sillón y la cara apoyada en la mano. Una honda tristeza empaña sus ojos...
(...)
 ¡Eternidad, insondable eternidad del dolor! Progresará maravillosamente la especie humana; se realizarán las más fecundas transformaciones. Junto a un balcón, en una ciudad, en una casa, siempre habrá un hombre con la ca­beza, meditadora y triste, reclinada en la mano. No le po­drán quitar el dolorido sentir[10].

 BAROJA



BAROJA

EL ÁRBOL DE LA CIENCIA»

1. El hospital y el mitin de los anarquistas
 
  El protagonista, Andrés Hurtado, estudia medicina en Madrid, en un ambiente gris y monótono, con unos profesores incompetentes y unos compañeros -Julio Aracil y Montaner- soberbios y egoístas, con unos comportamientos de señorito madrileño de buena sociedad. Ya en cuarto de carrera, Andrés y sus amigos hacen prácticas en el hospital San Juan de Dios, donde conocen cómo trata a las mujeres enfermas el médico de la sala.

            A los pocos días de frecuentar el hospital, Andrés se inclinaba a creer que el pesimismo de Schopenhauer era una verdad casi matemática. El mundo le parecía una mezcla de manicomio y de hospital; ser inteligente constituía una desgracia, y sólo la felicidad podía venir de la inconsciencia de la locura [...] Aquel petulante idiota mandaba llevar castigadas a las enfermas a las buhardillas y tenerlas uno o dos días encerradas por delitos imaginarios. El hablar de una cama a otra durante la visita, el quejarse en la cura, cualquier cosa bastaba para estos severos castigos. Otras veces mandaba ponerlas a pan y agua. Era un macaco cruel este tipo, a quien habían dado una misión tan humana como la de cuidar de pobres enfermas.
            Hurtado no podía soportar la bestialidad de aquel idiota de las patillas blancas; Aracil se reía de las indignaciones de su amigo.
            Una vez, Hurtado decidió no volver por allá. Había una mujer que guardaba constantemente en el regazo un gato blanco. Era una mujer que debía haber sido muy bella, con los ojos negros, grandes, sombreados, la nariz algo corva y el tipo egipcio. El gato era, sin duda, lo único que le quedaba de su pasado mejor. Al entrar el médico, la enferma solía bajar disimuladamente al gato de la cama y dejarlo en el suelo; el animal se quedaba escondido, asustado, al ver entrar al médico con sus alumnos; pero uno de los días el médico le vio, y comenzó a darle patadas.
             -Coged a ese gato y matadlo -dijo el idiota de las patillas blancas al practicante.
            El practicante y una enfermera comenzaron a perseguir al animal por toda la sala; la enferma miraba angustiada esta persecución.
            - Y a esta tía lIevadla a la buhardilla -añadió el médico.
            La enferma seguía la caza con la mirada, y, cuando vio que cogían a su gato, dos lágrimas gruesas corrían por sus mejillas pálidas.
            -¡Canalla! ildiota! -exclamó Hurtado, acercándose al médico con el puño levantado.
            -No seas estúpido -dijo Aracil-, Si no quieres venir aquí, márchate.
            -Sí, me voy, no tengas cuidado, por no patearle las tripas a ese idiota miserable.
            Desde aquel día ya no quiso volver más a San Juan de Dios [...] Durante muchos días estuvo Andrés impresionado por lo que dijeron varios obreros en un mitin de anarquistas del Liceo Ríus. Uno de ellos, Ernesto Álvarez, un hombre moreno, de ojos negros y barba entrecana, habló en aquel mitin de una manera elocuente y exaltada; habló de los niños abandonados, de los mendigos, de las mujeres caídas. . .
            Andrés sintió el atractivo de este sentimentalismo, quizá algo morboso. Cuando exponía sus ideas acerca de la injusticia social, Julio Aracil le salía al encuentro con su buen sentido:
            -Claro que hay cosas malas en la sociedad -decía Aracil-. Pero, ¿quién las va a arreglar? ¿Esos vividores que hablan en los mítines? Además, hay desdichas que son comunes a todos; esos albañiles de los dramas populares que se nos vienen a quejar que sufren el frío del invierno y el calor del verano, no son los únicos; lo mismo nos pasa a los demás.
            Las palabras de Aracil eran la gota de agua fría en las exaltaciones humanitarias de Andrés.
             -Si quieres dedicarte a esas cosas -le decía-, hazte político, aprende a hablar.
            -Pero si yo no me quiero dedicar a político -replicaba Andrés, indignado.
            -Pues si no, no puedes hacer nada.
            Claro que toda reforma en un sentido humanitario tenía que ser colectiva y realizarse por un procedimiento político, y a Julio no le era difícil convencer a su amigo de lo turbio de la política.
            Julio llevaba la duda a los romanticismo de Hurtado; no necesitaba insistir mucho para convencerle de que la política era una arte de granujería.
            Realmente, la política española nunca ha sido nada alto ni nada noble; no era dificíl convencer a un madrileño de que no debía tener confianza en ella.
            La inacción, la sospecha de la inanidad y de la impureza de todo, arrastraban a Hurtado cada vez más a sentirse pesimista.
            Se iba inclinando a un anarquismo espiritual, basado en la simpatía y en la piedad, sin solución práctica ninguna.
            La lógica justiciera y revolucionaria de los Saint Just ya no le entusiasma, le parecía un poco artificial y fuera de la Naturaleza. Pensaba que en la vida ni había ni podía haber justicia. La vida era una corriente tumultuosa e inconsciente, donde todos los actores representaban una comedia que no comprendían; y los hombres, lIegados a un estado de intelectualidad, contemplaban la escena con una mirada compasiva y  piadosa.[1]
_________

2. La experiencia como médico del pueblo
 
            Luis ingresa como alumno interno en el Hospital General. Conoce a Lulú,  hija de una viuda venida a menos, mientras enferma de turberculosis su hermano Luis, que muere tiempo después. Entretanto, Andrés se ha examinado de doctorado y hace una sustitución en un pueblo de Burgos.
      Tras sostener largas discusiones con su tío Iturrioz -quien trata de converle de que el intelectualismo de la ciencia, con su pretensión de explicarse la verdad de las cosas, es estéril y destructivo-, le nombran médico de Alcolea del Campo, un pueblo de la Mancha.

   Las costumbres de Alcolea eran españolas puras, es decir, de un absurdo completo. El pueblo no tenía el menor sentido social; las familias se metían en sus casa como los trogloditas en su cueva. No había solidaridad; nadie sabía ni podía utilizar la fuerza de la asociación. Los hombres iban al trabajo y a veces al casino. Las mujeres no salían más que los domingos a misa [...] Muchas veces a Hurtado le parecía Alcolea una ciudad en estado de sitio. El sitiador era la moral, la moral católica. Allí no había nada que no estuviera almacenado y recogido: las mujeres, en sus casas; el dinero, en las carpetas; el vino en las tinaja.
   Andrés se preguntaba: «¿Qué hacen estas mujeres? ¿En qué piensan? ¿Cómo pasan las horas de sus días?» Difícil era averiguarlo.
   Con aquel régimen de guardarlo todo, Alcolea gozaba de un orden admirable; sólo un cementerio bien cuidado podía sobrepasar tal perfección. Esta perfección se conseguía haciendo que el más inepto fuera el que gobernara. La ley de selección en pueblos como aquél se cumplía al revés. El cedazo iba separando el grano de la paja, luego se recogía la paja y se desperdiciaba el grano. Algún burlón hubiera dicho que este aprovechamiento de la paja entre los españoles no era raro.
   Por aquella selección a la inversa resultaba que los más aptos allí eran precisamente los más ineptos ...] La política de Alcolea respondía perfectamente al estado de inercia y desconfianza del pueblo. Era una política de caciquismo, una lucha entre dos bandos contrarios, que se llamaban el de los Ratones y el de los Mochuelos; los Ratones eran liberales, y los Mochuelos, conservadores.
   En aquel momento dominaban los Mochuelos. El Mochuelo principal era el alcalde, un hombre delgado, vestido de negro, muy clerical, cacique de formas suaves, que suavemente iba llevándose todo lo que podía del Municipio.
   El cacique liberal del partido de los Ratones era don Juan, un tipo bárbaro y despótico, corpulento y forzudo, con unas manos de gigante, hombre que cuando entraba a mandar, trataba al pueblo en conquistador. Este gran Ratón no disimulaba como el Mochuelo; se quedaba con todo lo que podía, sin tomarse el trabajo de ocultar decorosamente sus robos.
Alcolea se había acostumbrado a los Mochuelos y a los Ratones, y los consideraba necesarios. Aquellos bandidos eran los sostenes de la sociedad; se repartían el botín: tenían unos para otros un tabú especial, como el de los polinesios. Andrés podía estudiar en Alcolea todas aquellas manifestaciones del árbol de la vida, y de la vida áspera manchega: la expansión de egoísmo, de la envidia, de la crueldad, del orgullo.
    A veces pensaba que todo esto era necesario; pensaba también que se podía llegar, en la indiferencia intelectualista, hasta disfrutar contemplando estas expansiones, formas violentas de la vida.
   «¿Por qué incomodarse, si todo está determinado, si es fatal, si no puede ser de otra manera? -se preguntaba-.¿No era científicamente un poco absurdo el furor que le entraba muchas veces al ver las injusticias del pueblo? Por otro lado, ¿no estaba también determinado, no era fatal el que su cerebro tuviera una irritación que le hiciera protestar contra aquel estado de cosas violentamente?»[2]
__________

3. El desastre del 98
            Ante la incomprensión del pueblo, Andrés renuncia a su plaza de médico y marcha a Madrid.

             A los pocos días de llegar a Madrid, Andrés se encontró con la sorpresa desagradable de que se iba a declarar la guerra a los Estados Unidos. Había alborotos, manifestaciones en las calles, música patriótica a todo pasto.
            Andrés no había seguido en los periódicos aquella cuestión de las guerras coloniales, no sabía a punto fijo de qué se trataba. Su único criterio era el de la criada vieja de Dorotea, que solía cantar a voz en grito, mientras lavaba, esta canción:
            Parece mentira que por unos mulatos
            estemos pasando tan malitos ratos;
            a Cuba se llevan la flor de España
            y aquí no se queda más que la morralla.
            Todas las opiniones de Andrés acerca de la guerra estaban condensadas en este cantar de la vieja criada.
            Al ver el cariz que tomaba el asunto y la intervención de los Estados Unidos, Andrés quedó asombrado.
            En todas partes no se hablaba más que de la posibilidad del éxito o del fracaso. El padre de Hurtado creía en la victoria española; pero en una victoria sin esfuerzo; los yanquis, que eran todos vendedores de tocino, al ver a los primeros soldados españoles, les dejarían las armas y echarían a correr. El hermano de Andrés, Pedro, hacía la vida de sportsman y no le preocupaba la guerra; a Alejandro le pasaba lo mismo; Margarita seguía en Valencia.
            Andrés encontró un empleo en una consulta de enfermedades del estómago, sustituyendo a un médico que había ido al extranjero por tres meses.
            Por la tarde, Andrés iba a la consulta, estaba allí hasta el anochecer, luego marchaba a cenar a casa y por la noche salía en busca de noticias.
            Los periódicos no decían más que necedades y bravuconadas: los yanquis estaban preparados para la guerra; no tenían ni uniformes para sus soldados. En el país de las máquinas de coser el hacer unos cuantos uniformes era un conflicto enorme, según se decía en Madrid.
            Para colmo de ridiculez, hubo un mensaje de Castelar a los yanquis. Cierto que no tenía las proporciones bufo-grandilocuentes del manifiesto de Víctor Hugo a los alemanes para que respetaran París; pero era bastante para que los españoles de buen sentido pudieran sentir toda la vacuidad de sus grandes hombres.
            Andrés siguió los preparativos de la guerra con una emoción intensa.
            Los periódicos traían cálculos completamente falsos. Andrés llegó a creer que había alguna razón para los optimismos.
            Días antes de la derrota encontró a Iturrioz en la calle.
            -¿Qué le parece a usted esto? -le preguntó.
            -Estamos perdidos.
            -¿Pero si dicen que estamos preparados?
            -Sí, preparados para la derrota. Sólo a ese chino que los españoles consideramos como el colmo de la candidez se le pueden decir las cosas que nos están diciendo periódicos.
            -Hombre, yo no veo eso.
            -Pues no hay más que tener ojos en la cara y comparar la fuerza de las escuadras. Tú, fíjate: nosotros tenemos en Santiago de Cuba seis barcos viejos, malos y de poca velocidad; ellos tienen veintiuno, casi todos nuevos, bien acorazados y de mayor velocidad. Los seis nuestros, en conjunto, desplazan aproximadamente veintiocho mil toneladas; los seis primeros suyos, setenta mil. Con dos de sus barcos pueden echar a pique toda nuestra escuadra; con veintiuno no van a tener sitiod donde apuntar.
            -¿De manera que usted cree que vamos a la derrota?
            -No a la derrota, a una cacería. Si alguno de nuestros barcos puede salvarse, será una gran cosa.
            Andrés pensó que Iturrioz podía engañarse; pero pronto los acontecimientos le dieron la razón. El desastre había sido como decía él: una cacería, una cosa ridícula.
            A Andrés le indignó la indiferencia de la gente al saber la noticia. Al menos él había creído que el español, inepto para la ciencia y la civilización, era un patriota exaltado, y se encontraba que no; después del desastre de las dos pequeñas escuadras españolas en Cuba y Filipinas, todo el mundo iba al teatro y a los toros tan tranquilo; aquellas manifestaciones y gritos habían sido espuma, humo de paja, nada.[3]

            Andrés, tras ser nombrado médico de Higiene, nota que su instinto antisocial se iba aumentando, se iba convirtiendo en odio contra el rico, sin tener simpatía por el pobre.
            Se vuelve a encontrar con Lulú, se casa con ella y emprende una vida nueva: se ocupa como traductor de obras de tema médico y vive feliz con su mujer, hasta que ella queda embarazada, y en el parto mueren la madre y el niño.
            Andrés, desesperado, se suicida aquella misma noche.


[1]              1.- Explica el sentido que tienen en el texto las expresiones "ser inteligente constituye una desgracia", "los romanticismos de Hurtado", "un anarquismo espiritual", "un estado de intelectualidad".
.               2.- Busca información sobre Schopenhauer (2), filósofo de gran influencia los escritores del 98, y comprueba si sus ideas se reflejan en la actitud Andrés Hurtado ante la realidad social con que se encuentra.
                3.- Analiza las reacciones del joven Andrés ante los acontecimientos con que se enfrenta y cómo progresivamente va cambiando de actitud ante la realidad.
                4.-  Analiza las diferencias de carácter y de ideología entre Andrés y Aracil.

[2] 1.- Comenta algunas imágenes con que se ponderan los defectos de la sociedad de Alcolea (a primera parte del texto)
   2.- Analiza los vicios sociales y políticos que aquejan al pueblo de Alcolea.
   3.- Comenta las conclusiones que extrae Andrés Hurtado de lo que ocurre en Alcolea.
   4.-Comenta la visión de Alcolea y la actitud de Andrés, como reflejo de la ideología del 98, mezcla de crítica y de pesimismo, frente a la sociedad española de fin del siglo.


[3]          1- Analiza las distintas opiniones sobre la guerra colonial y la actitud de Andrés ante ellas.
                2.-  Relaciona el comienzo y el final del texto como expresión de la crítica a la  sociedad española.
                3.- Tras haber leído los tres textos, analiza el papel de Andrés en la acción novelesca.
                4.- Andrés contempla la realidad en que vive como un espectador que no puede hacer nada por cambiarla. Cuenta tú la historia de las cosas que no te gustan, dando cuenta del efecto que te producen.
                5.-  Cuenta las actitudes de la gente y la tuya propia ante algún acontecimiento significativo que haya ocurrido últimamente, al igual que hace Baraja con el desastre del 98.
               



UNAMUNO
 
Como ejemplo del arte narrativo de Unamuno, ofrecemos, unos fragmentos del capítulo XXXI de Niebla (1914), reveladores, además, de típicas preocupaciones existenciales unamunianas: la consistencia de la persona, el anhelo de “serse" (de ser plenamente uno mismo, de izarse plenamente), la angustia ante la muerte y el más allá. Es un capítulo famoso: el protagonista, Augusto, desesperado por un desengaño amoroso, ha pensado en suicidarse. Sin embargo, habiendo leído cierto ensayo sobre el suicidio, decide consultar con su autor, que no es otro que el propio Unamuno. He aquí la insólita conversación entre el novelista y su personaje:
 
   Empezó hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando conocerlos bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, y enseguida empezó a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se lo demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos. Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser increíble; creí notar que se le alteraba el color y traza de semblante y que hasta temblaba. Le tenía yo fascinado.
   -¡Parece mentira! -repetía-. ¡Parece mentira! A no verlo no lo creería. No sé si estoy despierto o soñando...
    -Ni despierto ni soñando - le contesté.
    -No me lo explico..., no me lo explico -añadió-; mas puesto que usted parece saber sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito...
    -Sí -le dije-, tú -y recalqué este tú con un tono autoritario-, tú abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a consultármelo.
   El pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un poseído miraría. Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.
    -¡No, no te muevas! -le ordené.
    -Es que..., es que... -balbuceó.
    -Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
    -¿Cómo? -exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
    -Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? -le pregunté.
    -Que tenga valor para hacerlo -me contestó.
    -No -le dije-, ¡que esté vivo!
    -¡Desde luego!
    -¡Y tú no estás vivo!
    -¿Cómo que no estoy vivo? [...]
    -No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
   Al oír esto quedó el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradas perforadoras que parecen atravesar la mira e ir más allá, miró luego un momento mi retrato al óleo que preside a mis libros, le volvió el color y aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, a que estaba arrimado frente a mí, y, la cara en las palmas de las manos y mirándome con una omisa en los ojos, me dijo lentamente:
   -Mire usted bien, don Miguel.., no sea que esté usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.
   -Y ¿qué es lo contrario? -le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia.
   -No sea, mi querido don Miguel-añadió-, que sea usted, y no yo, el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto...

(La conversación continúa y llega a ser violenta. Augusto insinúa incluso idea de matar a Unamuno, y éste, furioso, decide -como autor que es- hacer que muera Augusto. Entonces, el personaje, que poco antes había pensado en suicidio, siente renacer unas inmensas ganas de vivir. He aquí el final del capítulo:
 
    Cayó a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:
   -¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!
  -¡No puede ser, pobre Augusto -le dije cogiéndole una mano y levantándole-, no puede ser! Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata [...]
   -Pero... por Dios...
   -No hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete!
   -¿Conque no, eh? -me dijo-, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió... ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo,
[... ]
   Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre Augusto. Y le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como  si dudase ya de su propia existencia. Yo me enjugué una lágrima furtiva.
 
__________


A MI BUITRE
Este buitre voraz de ceño torvo
que me devora las entrañas fiero
y es mi único constante compañero
 labra mis penas con su pico corvo.

El día en que le toque el postrer sorbo
apurar de mi negra sangre quiero
que me dejéis con él solo y señero
un momento, sin nadie como estorbo.

Pues quiero, triunfo haciendo mi agonía
mientras él mi último despojo traga,
sorprender en sus ojos la sombría

mirada al ver la suerte que le amaga
sin esta presa en que satisfacía
el hambre atroz que nunca se le apaga.

[1]  A) Indica qué personas gramaticales utiliza Azorín, a quién se dirige y qué pretende con esta forma de expresarse.
         B). Analiza la doble descripción del pueblo castellano: su contenido y los recursos expresivos que utiliza más eficaces   
          C) Comenta cómo se plantean los componentes reflexivos del texto, donde se resume la intención crítica de Azorín.
[2]     A) Busca el significado de más de cinco palabras del texto que te resulten totalmente desconocidas
          B) Comenta los pasajes descriptivos referidos a la casa y al jardín como buenos ejemplos de la técnica impresionista y del gusto por los primores de lo vulgar
          C) Comenta el simbolismo de las nubes